Dos poemas
Ivanóskar Silén Acevedo
La muerte...
Polvo de estrella arruinado soy, total
ingrato, como astro que no sufre por mí
suspendido en el abismo. Do arrastro el esqueleto
y bailo con él, lo empujo a la apariencia
del espejo, y río con lui la calavera
nuestra, oscura, anticipada. ¿Quién se burla?
¿Quién mueca? ¿Qué Dios en mí gime? ¿Qué noche intensa
se adelanta si yo no sé quién soy en los
espejos? Llueve entre los pinos
hadas que empuñan los cuchillos. Hadas
que mondan ojos como si fueran aceitunas.
Hadas y más fati que mondan penes
mientras bailo al abismo suspendido y alguien,
fatal, se burla de ti en los espejos.
II
En media noche, es medio cuerpo, es medio
sueño, media luna de luz, medio amor de
cruz de Dios que en el taxi escribe criminalmente
el sonido de los fetos en las cunas.
Son los ángeles que cruzan Broadway,
como motas de polvo blanco, o maquillaje de
alguna niña desvirgada que ve visiones,
día de fiesta ve, aterrorizada
en los besos tiernos de la madre. El horror
ha salido de fiesta y llueve: galeotes en llamas,
sin grilletes, sin fe, sin barquichuelos,
sin hembras de hebras, que pongan sus senos de mirra
en sus bocas... mientras clavan, frenéticos, en las venas
las noches de polvo de las niñas maquilladas.
III
Infinitas noches de "Padre nuestro"...
que son como agujas quebradas de Dios,
tecatamente, en la alegría de los místicos
de mierda, oscuros, a la deriva
de la sangre: saliva blanca y polvo blanco
que encienden luz a la oscuridad de sus almas. Es
el infierno que barcarola de ojos
azules, culipandeando, astillada,
mira el mar del hades y mira el viento del gehena.
La hembra negra, cuchillo al cinto, mirra
de puta, mata y orgasma a los ángeles oscuros
de la mierda. Es la liturgia de la carne azul,
café tinto, réquiem de Dios, culipandeando, la niña
negra de la mirra orgasma y mata...
IV
Es la presencia deliciosa de la muerte, los
encajes franceses de la carne que trafica
el bacanal, el sida, de esas calles infinitas,
tibias, en Río, en Bogotá, en Italia:
oscuras estatuas húmedas do el semen corre
de los labios cual hostia de Dios, fiebre de Dios,
de esas negras culonas que alimentan
la luna en los tejados. Alguien ríe y se revuelca
en las camas del sueño y los monjes grises,
deshilados, lúgubres, entredichos,
rezan palabras muertas. Góndolas
apolilladas cruzan el arco de la muerte
y los amantes contemplan la bóveda del hades:
el Ángel de la muerte, celoso, observa los orgasmos.
6 de septiembre de 1999
Nueva York
Los orgasmos prohibidos...
¿Por qué sufres ante la belleza mía? ¿Por qué
me codicias? ¿Qué extraño secreto
arrastra tu mano? ¿Por qué, tú, si pudo
ser cualquiera? ¡Oh, oscura ensoñación de Pan
cuando tus dedos me tocan, me rebuscan,
me orgasman! ¡Qué placer de rosa la de tu rosa
abierta! ¡Qué avispero en tu erizo cuando
tu ropa cae y tu alma vuela! ¿Quién es
este demiurgo? ¿Cómo se llama cuando
me vengo y cuando me vengo quién soy? ¡Oh,
azarosa yo de la dicha y de la muerte!
¿Por qué sufres de la belleza mía? ¿Por
qué me desmayo en tu carimbo? ¡Clávame,
oh, tú, Pan; suéñame, tú, junto a las Furias!
II
¡Oh, Pan, amigo mío! ¿Por qué me
enciendes en la dicha de tu espiga?
¡Qué impúdico sentido de Dios hay en tus labios!
¿Por qué, tú, si pudo ser cualquiera? ¿Qué
delito celebro en ti? ¿Qué carne de tu cuerpo
hallo en mi carne repartida? Déjame
ser tu alfiletero chorreando agua
ahora que salgo de la ducha, ahora
que me exhibo en los espejos. ¡Oh, vanidad
de la muerte! ¡Oh, intento fugaz de repetirme
para ti en los orgasmos! ¿A dónde huye
este cuerpo atravesado? ¿Esta vulva partida
por tu lengua? Dominus vobiscum.
¡Oh, bendito asesino de mi dicha!
20 de septiembre de 1999
Nueva York