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Jorge Gómez Jiménez
Editor

Letralia, Tierra de Letras Año V • Nº 91
3 de julio de 2000
Cagua, Venezuela

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El artrópodo

Frank Bonilla

El invierno avanzó implacable.

Todo el sureste de los Estados Unidos era lamido por una lengua helada que alcanzaba a estremecer hasta las palmeras de Miami. Por eso, aquella navidad de 1989 fue recordada como una de las más frías. Particularmente, fue la navidad más extraña de mi vida.

En esos días iba a clases en la Atlantic University y hacía un part-time vespertino en el Café Brasil, de Hollywood Boulevard. En las noches, ocasionalmenteme me gustaba pasear en bicicleta por toda la línea de la playa hasta Miami Beach. Amaba su hermoso paisaje de arquitecturas apasteladas y neones refulgentes y disfrutaba con ojos ávidos las encantadoras chicas que solían pasearse por las avenidas.

La noche de navidad me pescó solo. Peggy se hallaba en Boston, en la casa de sus padres, y mis pocos amigos o bien cenaban con sus familias o bien estaban de viaje por las festividades. Como mis otras opciones eran ver televisión o dormir decidí dar un paseo. Quería distraerme, exorcisar mi nostalgia de otras navidades y combatir la puntillosa desazón que me producía el no tener nadie con quien compartir una noche tan significativa. Después de comer frugalmente me puse mi traje negro y salí rumbo a Ocean Drive. Al llegar allí estacioné sin problema en la calle seis, pues por primera vez había sitio libre a lo largo de la acera de la playa, algo insólito. Bajé del carro. Soplaba el viento gélido llegado del norte; cortante, inclemente, revolviendo las arenas, raspando con intensidad mis mejillas. Miami estaba fría.

El distrito Art Deco no lucía concurrido aquella noche. Tan sólo servían tragos en el Camaleón, el News Café y en el bar del hotel Clevelander. Unos pocos turistas borrachos, algunas parejas trasnochadas, un errático gorro de Santa Claus sobre un paisano ebrio y uno que otro asiduo eran las únicas almas que pululaban en el lugar.

Con paso lento llegué ante el monumento-calendario de Miami Beach. Lo leí en voz alta: "Miami Beach, 25 de diciembre de 1989, 11 y 48 de la noche, 47 grados". Encendí un cigarrillo.

El Lexus se me acercó, proveniente de la avenida Collins. Se detuvo a mi lado, mientras yo aspiraba la tercera bocanada del Winston. La ventanilla eléctrica del vehículo se abrió y pude ver a la rubia más hermosa del mundo.

Llevaba el cabello muy corto, casi al rape; sus ojos eran azul marino, su rostro esculpido, su sonrisa una fuente brillante sembrada de perlas.

—Lonely christmas?

No le contesté. Me fijé en su acompañante: un hombre delgado, de barba puntiaguda y ojos inexpresivos, que conducía el auto. Observé que tanto la rubia como el barbudo vestían elegantemente. Ella, en apretada seda roja; él, de frac.

—Excuse me?

—¿Andas solo? ¿No te gustaría dar un paseo?

Sus tetas magnetizaron toda mi atención, al alzarse desafiantes cuando ella se movió para asomarse por la ventanilla. Creo que quería detallarme mejor o simplemente lanzaba su invencible par de senos en mi conquista. El barbudo me habló con acento cubano:

—Vaya, no te quedes mudo. ¿Quieres pasarla bien o seguir aburrido en navidad?

Hizo un gesto lascivo, señalando a la rubia.

—Mira esta preciosidad: es mi amiga Claire. Te vio y le gustaste. Por eso me detuve.

Claire dejó escuchar su voz timbrada:

—Me gusta tu look. Pareces un cantante, un poeta... Alguien muy interesante. ¿Me equivoco?

Yo, que tan solamente tengo un par de colaboraciones publicadas en el boletín mensual de mi comunidad y que no canto ni cuando estoy en la ducha, no podía considerarme poeta, mucho menos cantante. Las apariencias siempre engañaran. El barbudo intervinó, sin darme tiempo a contestar:

—No somos pervertidos, psicópatas, ni nada de eso. Somos gente especial que vive diferentemente. Gente rica. No queremos secuestrarte ni matarte ni ninguna vaina rara. No tienes nada que temer. Digamos que es tu noche de suerte...

Claire extendió su brazo enjoyado y me pasó la mano por el pecho.

—Soy un dulce en la cama. ¿Te gustaría chuparme?

Por mi parte, seguía mudo e indeciso. No se podía confiar en nadie.

—Vaya, si te vas a quedar ahí, embobado, avísanos.

Continué sin decir palabra, sopesando aceleradamente aquella situación. El barbudo puso cara de fastidio.

—No te preocupes, nene. Vete a casa. A esta hora ya Santa te debe haber dejado un juguetito bajo el pino.

El Lexus se movió. La rubia me echó una última mirada con azules ojos decepcionados. Cuando el vehículo comenzó a alejarse, un resorte saltó en mi cerebro. Ciertamente era arriesgado, pero la rubia era hermosísima, su acompañante me había vibrado bien, estábamos en navidad y sólo se vive una vez. ¿Por qué no?

—Hey, hey... ¡Deténgase!

El auto frenó. Enseguida, Claire me abrió la puerta trasera. La vi sonreír. Después de todo, era posible que Santa me trajera algo esa navidad.

 
 

El barbudo inició la conversación:

—Soy Alex Carrillo. A Claire ya la conoces. Es una de las mejores modelos del mundo. ¿Cúal es tu nombre?

—Me llamo Irving Pérez. Soy estudiante de arquitectura.

Claire habló:

—¿Arquitecto?, pareces un artista.

—La arquitectura es arte.

Carrillo sonrió por el retrovisor. La rubia examinó mis ropajes nuevamente. Por fortuna, andaba bien vestido.

—¿A dónde vamos?

Ella miró a Carrillo. Ambos sonrieron. Claire se volteó hacia mí e inclinándose me estampó un beso fugaz en la mejilla. Pude oler su aroma exquisito... Poison, tal vez; o Michelle's. No sabría precisarlo. Cuando alejó su rostro perfecto del mío, hizo algo inesperado, metió su mano derecha dentro del vestido y con delicadeza dejó al desnudo su seno izquierdo: redondo, prominente, macizo.

—Si aguantas tendrás a esta mujerzota toda para ti, Irving. ¿Qué te parece?

Un alerta se encendió en mi mente. Giré la cara para responderle al cubano:

—¿Si aguanto qué?

Claire fue quien me contestó:

—El viaje, cariño.

Las dudas me asaltaron de inmediato.

—¿Qué quieres decir?

Alex Carrillo atajó a la modelo:

—Yo se lo diré.

—¿Decir qué? ¿Qué está pasando?

Se produjo un silencio de un segundo, durante el cual el cubano me miró intensamente a través del espejo retrovisor. Cuando respondió habíamos abordado la avenida Collins alejándonos del distrito Art Deco.

—Claire es ninfómana. Lo que más le gusta en el mundo es clavarse una verga. Y es una amante como pocas. Hace el amor con el hombre que le guste, que le llame la atención poderosamente, sin importar quién sea; por supuesto, tomando todas las precauciones debidas, en todo sentido, naturalmente. Pero existe un tipo especial de hombre que Claire detesta y que sólo se conoce al tratarlo a fondo: el cobarde...

Carrillo hizo una pausa mientras adelantaba otro vehículo. O mientras dejaba que sus palabras penetraran en mi mente.

—Eso le plantea un problema: ¿cómo saber, de buenas a primeras, si un hombre que le ha gustado es o no es un cobarde?

—¿De qué se trata esta vaina?

—Calla, Irving. No me interrumpas ahora... Es una pequeña manía de Claire eso de acostarse con hombres valientes. A mi hermosa modelo la enloquecen los tipos arrojados. Total, la gente con dinero puede darse los gustos que quiera, antojarse de lo que les dé la gana...

—Siempre he adorado a los superhéroes. Spiderman es mi favorito. Ya sabes, es como una proyección. Una fijación, whatever...

Por un momento no supe de qué me estaban hablando. Necesitaba procesar lo que escuchaba.

—Claire vive cerca, en esta misma avenida. Si no eres un cobarde iremos a su apartamento y allí podrás hacer con ella lo que desees.

—¿Qué quieren de mí?

Claire me pasó el índice por la nariz.

—Quiero montarte, amorcito. Eso es todo. Pero sólo si te lo mereces. ¿Eres mi Spiderman o eres una gallina?

Estaba desconcertado, pero como no había perdido mi compostura logré disimularlo.

—¿Pero por qué tengo yo que demostrar algo? ¿Qué les hace pensar que estoy de acuerdo en sus juegos? Nunca he tenido que demostrar nada a nadie, menos para hacer el amor con una mujer por muy hermosa, rica o superestrella que sea...

El cubano me replicó en el acto:

—Sencillamente, no puedes negarte. Se trata de Claire Santiago. Jamás volverás a tener una mujer así en tus brazos. Y si la tienes una vez, quizás la tengas dos o tres o cuatro veces más... ¡Las que sean!

Por su parte, la rubia no me daba tregua. Ante mis dudas, me agarró la mano y se la pasó por el seno izquierdo. Lo sentí caliente.

—¿Qué es lo que tengo que hacer? ¿Qué es lo que tengo que aguantar?

Carrillo me lo dijo:

—El viaje, sólo eso.

—¡El viaje, el viaje! ¡Pero qué coño quieres decir!

—Que en este viaje demostrarás si eres valiente.

Callé, inexplicablemente. El barbudo siguió hablando.

—Resulta que no vamos solos en el auto, Irving. Viajamos con un pasajero muy particular.

A Claire le brilló la mirada. Me señaló algo que había pasado desapercibido para mis ojos.

—¿Ves esa caja?

La vi. Estaba a mi lado en el asiento, levemente tapada por unos folletos publicitarios. Era una caja común, del tamaño de una caja de zapatos, y de plástico, según me pareció. Tenía una etiqueta grande con letras pequeñas a un costado. Había arena regada alrededor de la caja, mancillando el tapiz de cuero amarillo del asiento.

—¿Qué pasa con la caja?

—Está abierta...

No lo noté. Sentí un cosquilleo en la nuca.

—¿Y qué hay con eso?

El cubano me contestó:

—Hasta hace pocos minutos, en esa caja había un enorme escorpión negro importado de México. Un monstruo horrible.

—Un artrópodo.

La carne se me erizó. Me pegué a la puerta.

—¿Había..?

Claire engrosó su voz:

—Anda suelto por el auto.

Tras sus palabras no pude evitar escudriñar el suelo oscuro en todas direcciones. Comencé a sudar como no lo había hecho desde que comenzara aquel invierno tan helado.

—Pero... pero...

Carrillo aceleró el Lexus.

—Ese tipo de alacrán es muy venenoso. Y su picada, excesivamente dolorosa. Un adulto normal, de unas ochenta libras, picado por este animal puede sufrir fiebre y convulsiones, o simplemente morirse.

Poco a poco empezaba a comprender el juego macabro en el que había caído. Claire me interrogó, súbitamente:

—¿Le temes a los escorpiones?

Todo lo que quería en aquel instante era subir los pies al asiento y sacudírmelos hasta asegurarme que ninguna criatura ponzoñosa me rozara siquiera.

—Es un animal muy singular. Quizás el animal más antiguo de todo el mundo. ¿Sabías que existen desde hace más de 400 millones de años? Muchísimo antes de que el primer dinosaurio se moviera sobre la Tierra.

—Ustedes están enfermos...

—Nada de eso, Irving. Nada de eso. Quédate quieto, es lo único que tienes que hacer. Escucha lo que te dice Claire y cálmate.

—Claro, amor. Escucha: desde pequeña me atraen los escorpiones, desde que me picó uno. He leído mucho sobre ellos porque de alguna manera los admiro. Son los sobrevivientes perfectos, resisten todo, son muy autosuficientes... Han existido desde mucho antes que el hombre y seguramente existirán mucho después que él.

Opté por serenarme, tratando de escuchar la charla de la rubia, pese a que me resultaba árida. Su hermosura brillante había sido desplazada por mi mente a un segundo nivel de importancia.

—...Existen detalles impresionantes acerca de ellos. Por ejemplo, la danza que realizan el macho y la hembra antes de hacer el amor, conocida vulgarmente como la danza de la muerte, ya que al final del emparejamiento la hembra suele devorar a su amante... O el hecho de que al cercarlo con fuego, el escorpión se entierra su propio aguijón, prefiriendo morir por su veneno antes que quemado...

La pseudoerudición de Claire me importaba un rábano. Además, en algún lejano rincón de mi memoria recordé que era mentira aquello de que los escorpiones se suicidan.

—No pueden hablar en serio... No pueden tener un escorpión suelto aquí...

¿Qué persona normal podría estar tranquila con una compañía tan macabra? Tenía que ser mentira. Una mentira para probarme. Con todo y eso me miré los pies, sin distinguir nada, ya que dentro del Lexus todo era oscuro. Estuve a un pelo de pedir que encendieran la luz interior, sin embargo, logré dominarme. Lo único que consideré sensato hacer fue mantener los pies tiesos, como si me los hubiesen encementado.

—Las hembras de los escorpiones llevan a sus crías encima todo el tiempo. Hasta que los pequeños se pueden valer por sí mismos. Sólo que a veces, cuando la subsistencia es muy dura, la madre devora sus hijos recién paridos. Total, ella siempre podrá tener nuevas criaturas... Eso me recuerda, de paso, que son los únicos arácnidos que no nacen mediante huevos, sino que salen directamente del abdomen de sus madres, al estilo de los mamíferos. Qué curioso, ¿no? Otra cosa que se sabe es que el aguijón...

Interrumpí a Claire:

—¿Están probándome? ¿Es eso? ¡Una jodida prueba!

La rubia calló, con gesto contrariado, pues quería seguir hablando de su tema favorito. Dejó que Carrillo contestara:

—Claro que estamos probándote. Te lo dije al principio. Sólo se lo meterás a Claire si demuestras que tienes valor... Y te digo algo, no te está resultando tan difícil. Es posible que lleguemos al apartamento y ni veas al condenado animal... Claro, también existe la posibilidad de que te pique, cuando menos lo esperes. En todo caso, queremos observar tu reacción, tu aguante...

—En realidad estos artrópodos no son agresivos, como cree la gente. Matan para comer, como todo animal, y sólo atacan al ser humano si se les molesta.

Ya Claire me sonaba fastidiosa. Siguió su parloteo:

—¿No sientes tu adrenalina fluir al saber que estás en peligro? ¿Que sólo tu serenidad puede salvarte? Es el tipo de experiencia que separa al valiente del cobarde. Al adulto del niño, al amo del esclavo. Revela tu capacidad de resistencia. El mundo será al final de quien más resista.

La rubia se bajó el vestido hasta la cintura dejando libres las exquisitas prominencias rosadas de su pecho. Mi sangre comenzó a agitarse. Aquella mujer tenía las tetas sencillamente maravillosas. Pero también estaba el alacrán. Pensaba que si me mantenía petrificado el animal no me picaría. ¿Por dónde andaría, moviéndose repulsivamente? ¿O estaría inmóvil, aguardando?

—El alacrán también puede picarte a ti.

Claire me sacó la lengua burlonamente.

—Claro. Aunque debe haberse refugiado bajo los asientos, buscando su amada oscuridad. Desde allí puede ir o venir, adelante o atrás, a tu puesto o al nuestro. Eso es parte del compromiso contigo.

Alex Carrillo completó sus palabras, mientras que ella volvía a proteger sus senos formidables bajo la seda roja:

—Lo que Claire quiere decir es que no sólo te arriesgas tú. También lo hacemos nosotros. No se puede exigir a nadie valentía si se es un cobarde.

—Incluso es probable que se fije más en nosotros que en ti. Como ellos no ven, bueno, no en el sentido humano exactamente sino que detectan el calor de los cuerpos con una especie de visión térmica, seguramente como nosotros somos dos irradiamos más calor que tú solito, amorcito. Somos más notorios para él.

—Pero esto es una locura... ¿Por qué?

—Oh, no hacemos esto siempre, cariño. No vamos por la vida con un escorpión dentro del auto. Existen muchas maneras de probar el valor de la gente. Recuerda que es mi manía, o llámalo perversión, locura, lo que se te antoje. Mi dinero me lo permite y a mi vagina le da la gana. Yo sólo hago el amor con hombres de verdad; a todos les exijo que me demuestren su valor. Contigo se atravesó el asunto del escorpión. En verdad es un regalo de navidad para mi padre, quien es especialista en arácnidos. Un regalo que me está sirviendo de instrumento para medir tu coraje.

—¡Bonito regalo! ¿Qué tienen de malo los alacranes disecados?

Claire sonrió ante mi ironía, moviéndose pausadamente en su asiento e inclinándose hacia mí cuidadosamente. Sus tetas volvieron a clavarme el anzuelo.

—¡Hoy en día todo es tan aburrido! Estoy hastiada de las fiestas, los bares, las discos, los artistas... ¡Quiero hacer otras cosas, vivir nuevas experiencias! No soy la modelo-hermosa-rica-tonta que son las demás. ¡Quiero cosas diferentes, mejores, únicas! ¡Quiero que me hagas el amor esta noche de navidad, cariñito!

Alcanzó mis labios con un beso ardiente. Por segundos, el escorpión desapareció totalmente del horizonte de mis pensamientos. Claire separó sus labios de los míos y besó mis ojos. Yo recibía sus caricias deliciosas cuidándome de permanecer muy quieto. El cubano habló, por encima de nuestros latidos:

—Para olvidar un poco a nuestro maldito pasajero, te voy a decir qué papel represento en la vida de Claire, Irving. Soy su gigoló... su chulo...

La rubia se acomodó en su asiento y encaró al cubano:

—Es una manera muy barata de hablar, Alex.

Desplazó sus ojos marinos hacia mí.

—No le hagas mucho caso. Le pago generosamente bien por ser mi acompañante. Apartando uno que otro desliz de su lengua, Alex es todo un caballero.

Carrillo no se quedó callado:

—La nuestra es una relación netamente comercial. No fornicamos, ni tenemos intimidad de ningún tipo, sólo es negocio.

—Ahora no hacemos el amor, pero antes lo hicimos muchas veces...

—Claro, claro. Hasta el día que te aburriste de acostarte siempre con la misma persona y decidiste ser la puta que eres.

—No hables como si te importase, necio.

Alex Carrillo la ignoró. Habló de sí mismo:

—Soy libre ahora y lo disfruto. Puedo tener la mujer que quiera. ¿Sabes algo, Irving? Me he tirado a las mujeres más bellas de Los Ángeles y Miami. Nombres que te caerías de culo si te los dijera.

Claire fue cínica:

—¡Ah! El poder del dinero.

En cierta forma, las revelaciones de la pareja habían aliviado mi tensión. Aun así, mis piernas se mantenían tan tiesas como las columnas del Partenón. No había vuelto a moverlas desde que me enteré de nuestra repugnante compañía. Muy profundamente, un leve sentimiento de seguridad acobijó mi ánimo. Aún podía soportar aquel juego enfermizo de la rubia encantadora, el cubano inexpresivo y el pasajero maldito. Claire notó mi nuevo aliento, con la acostumbrada perspicacia de las mujeres.

—Estás tranquilo, ¿no?

—Quizás.

El Lexus se detuvo en un semáforo. Miré a través del papel ahumado de las ventanillas al hotel Fontaine Blue. Resplandecía aquella fría noche de navidad, con todas las palmeras de la entrada adornadas con luces multicolores.

—Oh, oh, Alex. Conduce con cuidado...

Claire había mirado a los pies del cubano.

—Nuestro amiguito ha salido a reconocer el terreno y está cerca de tu pie derecho. Trata de acelerar suavemente. No lo vayas a disgustar, querido.

Automáticamente, a todos se nos encabritaron los nervios. El aire dentro del Lexus se engrosó. Claire había subido los pies al asiento, lentamente, muy lentamente. Ella podía detallar al monstruo debido al reflejo de luz procedente del tablero.

—Quédate muy quietecito, querido. Ni respires ahora...

Miré por el espejo retrovisor los ojos de Alex Carrillo. Los tenía pegados a la carretera. Me transmitió toda su tensión sin mirarme. La rubia siguió hablando:

—Ahí puede estar sin moverse por horas.

Carrillo la interrogó, soplando las palabras, casi sin respirar.

—¿Lo tengo muy cerca del pie?

—No tanto, pero recuerda que son rápidos. La mitad del cuerpo la tiene bajo el asiento, es decir, no le veo el aguijón desde aquí.

—Supongo que es un alivio.

Alex Carrillo estaba aterrado, pero lo disimulaba con entereza. Me imaginé al repelente animal, su segmentado cuerpo peludo sostenido por patas largas y ponzoñozas, rematado por el aguijón asesino, sediento de vida. Los alacranes eran odiados por todos. Para mí, representaban una aberración de la naturaleza, un fósil espantoso que se negaba a desaparecer.

—¿Cuánto falta para que lleguemos?

—¿Sigue cerca de mí?

Carrillo ya no era el hombre despreocupado que pretendía ser. Su voz sonaba lenta, amarrada. Sobre su frente brotaron gotitas de sudor. Dentro del carro, la angustia siguió tomando terreno.

—Ahora se está moviendo despacio, está girando. ¡Sí!

Claire sonó nerviosa.

—...Parece como... ¡Mierda, viene hacia acá!

Los ojos azules se abrieron desmesuradamente. Claire ancló la mirada en el piso. Creo que ninguno de los tres merecíamos aquella sádica tortura.

—¿Sí? ¡No, no, no! ¡Se va! ¡Eso es! Regresa bajo el asiento... Anda, anda, hazlo, bonito...

El suspiro de la rubia fue intenso. Aun asustada, era deslumbrante.

—Volvió a ocultarse. Es muy tímido.

Sin aparente inquietud, Claire escrutó sus alrededores. Su mirada de océano penetró cada rincón. Giró su rostro hacia mí.

—Ya no está. Posiblemente fue a hacerte una visita, cariño.

Juro que entonces sentí un leve roce en mi pie izquierdo. Me asaltó el miedo. Posiblemente, las asquerosas pinzas del escorpión tanteaban la superficie de mis Nike de cuero. El temor escalaba gradualmente mi ánimo. Tragué grueso. Tenía que serenarme. Quizás sólo eran mis nervios. Mi mandíbula tembló.

—¿Te han comido la lengua los alacranes? Ja, ja, ja...

El comentario de la modelo me pareció odioso. Alex Carrillo tuvo el atrevimiento de sonreír. Yo sólo dije siete palabras:

—Creo que está sobre mi pie izquierdo...

Cerré los ojos para repetirme firmemente que si me mantenía inmóvil el escorpión no me picaría. Pero, ¿qué pasaría si me subía por la pierna? Aquella espantosa posibilidad, seguramente destrozaría mi resistencia, me haría saltar del terror. Abrí mis ojos para toparme con los ojos azules; estaban enfocados en mi rostro.

—¿Estás bien?

—Creo que sí...

Mi espalda estaba empapada, mis músculos rígidos.

—Nadie ha dicho que los valientes no sienten miedo.

Carrillo había recobrado su tono, una vez librado del alacrán.

—Todos los humanos sentimos miedo, por naturaleza. Pero el valiente sabe identificar su miedo y contenerlo, doblegarlo, o al menos lo hace llevadero. Te has portado valerosamente esta noche, Irving... Estamos a punto de llegar.

El Lexus abandonó la avenida Collins para entrar a Diamond Tower. Claire se inclinó una vez más sobre mí y me dio otro beso, esta vez muy tímido, como si ahorrara su ardor para lo que estaba por venir. Sus labios carnosos fueron un bálsamo para mi rigidez; sin embargo, relajarme significaba un riesgo. No quería realizar un involuntario movimiento fatal. Me separé sutilmente de su boca.

—Lo mejor será quedarnos tranquilos, Claire.

—Claro...

—Recuerda que tu amiguito de las patas largas anda rondándonos los pies.

Mis palabras la hicieron sonreír, así como al cubano. Seguidamente, ella me tocó dulcemente la mejilla, con sus dedos largos, de uñas arregladas.

—Nos vamos a divertir.

—Ojalá.

En ese momento superé mis temores. Asumí que el escorpión no me picaría, tampoco que osaría subir por mi pierna. Saldría ileso de aquella morbosa aventura para aterrizar directo en la cama de la rubia más hermosa de Miami Beach. Ojalá.

—Quizás con el tiempo hasta te lleguen a gustar los escorpiones. Gracias a un distinguido miembro de su familia vas a pasar la navidad más divina de tu vida.

Asentí.

—Estás a punto de coronarte, Irving. Felicitaciones... A no ser que la bestia ataque en los próximos segundos se puede decir que has llegado a puerto sano y salvo.

Alex me pareció muy sincero. Atravesamos la entrada principal de la lujosa torre. Un gigantesco pino navideño era bamboleado por la brisa.

Miré al piso nuevamente, sin distinguir nada. El escorpión parecía haber preferido la oscuridad. Dondequiera que estuviese agazapado, su diabólico aguijón no haría daño.

—Llegamos.

Nos detuvimos frente a los ascensores del estacionamiento. Alex Carrillo liberó los pestillos de las puertas desde su tablero electrónico. Claire se pasó la lengua por el labio superior y me guiñó un ojo.

El cubano fue el primero en abandonar el carro, luego la rubia. Yo aguanté el aire en mis pulmones y abrí serenamente la puerta. Pensé que cuando me apeara tendría que hacerlo de un solo golpe, sin apuro ni brusquedad, para no evidenciar que mi nerviosismo a la postre había alcanzado un pico, y justamente cuando me libraba del monstruo. Temí que en el momento final me arponeara traicioneramente. Salí del Lexus tranquilo, la noche me pareció más cálida.

Una vez afuera respiré aliviado. Tenía las piernas acalambradas, pero había superado la prueba. El frío retornó a mi cuerpo, excitando mi piel; lo absorbí con pasión, contento de estar vivo. Claire caminó hacia mí. Nos abrazamos, nos besamos, froté su cuerpo. Su perfume me inundó, la seda roja quería deshacerse en mis manos. Alex Carrillo nos dirigió una mirada breve y se alejó de nosotros.

—Por la mañana recojo la mascota.

—No olvides envolver la caja en regalo, querido.

Nos dirijimos al elevador.

—Eres la mujer más maravillosa que he conocido en mi vida.

Ella hizo un simpático gesto.

—¡Y todavía no has visto nada!

Me tomó del brazo. Caminamos. Yo la sujeté por la cintura, al tiempo que le lamía el lóbulo de la oreja. Después de todo, Santa Claus sí me había traído algo aquella navidad.

 
 

Claire rodó por la alfombra como una gata estirándose. La admiré golosamente, embelesado por su desnudez. Enseguida, trepé sobre su espalda y se la recorrí con la lengua. Suspiró. Tras un momento, se volteó debajo de mí, quedando sus tetas de diosa frente a mi cara.

—¿Sabes algo, Irving?

—¿Qué?

Hizo una pausa.

—No había ningún escorpión en el auto. Era mentira todo ese rollo. ¡Imagínate, detesto a esos bichos horripilantes!

Los ojos azules hurgaron en los míos. Luego de un segundo, le mentí:

—Lo sé.

Ella no dijo más, no transmitió más. Yo me dediqué a chuparle los pezones.



       

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