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Jorge Gómez Jiménez |
Evocando al Buenos Aires del 40 Para construir mis humildes narraciones me es imprescindible sumirme en el ajetreo de un bar, oír los murmullos provenientes de las mesas vecinas, escuchar las monocordes órdenes de los mozos a los ocultos sirvientes de cocina, oír el traqueteo de las sillas arrastradas de una a otra mesa, escuchar el gorgoteo —el trozar o el pitar— de las máquinas hervidoras o triscadoras, sobresaltarme con el chasquido de las bolas de billar y ver pasar la gente que transcurre por la calle. En medio de ese sosegado bullicio puedo esperar mis dispersas y fugaces ideas con mejor resultado que el que obtendría en el silencio hogareño donde cualquier ruido me concierne e involucra, sea el timbre del teléfono —cuando al teléfono se le da por justificar los gastos de su manutenencia— o el zumbido de la lustradora. En el bar, mientras el sabor del café se derrama con lentitud por la boca y un cigarrillo se consume en el borde del cenicero, ignoro las miradas de los clientes que no atinan a comprender a ese anciano que se divide entre un libro y una hoja de papel, leyendo, anotando, alzando la mirada para observar las maniobras de los vehículos y el apurado paso de los transeúntes, dejando transcurrir el tiempo, recordando, imaginando, esperando la visita de aquellas musas que sólo viven en la mitología o en la imaginación de quienes, en su perra vida, trataron de escribir algo. El bar en el que "paro", es decir en el que diariamente me siento a la misma mesa, tiene todo lo que los bares solían tener pero sus nuevos clientes, además de no ser los mismos —al fin y al cabo, para bien o para mal, soy uno de los últimos sobrevivientes de mi época— son ejemplares de otra cultura. Sin querer establecer primacías observo diferencias; ya no se oye el rodar de los dados sobre las mesas; ni el agitar de los cubiletes; ni se oyen las imprecaciones, o los gritos alborozados, de quienes tendían sobre la mesa un "pirulín" o una "servida"; ya no se escuchan las soñadas carteleras que pretenden anticipar los marcadores de la inminente reunión hípica; ni se percibe el leve chasquido de la baraja entremezclada en el aire; ni los reproches de los jugadores de tute; ni el tic-tac del reloj de la mesa de ajedrez; ni el tableteo de las fichas de dominó; ni las profundas cavilaciones sobre los acontecimientos políticos del día; ni se ven los furtivos deslizamientos de las huidizas parejas que ingresaban al "Salón Familiar", establecido por canónicas regulaciones; en fin, nada existe de aquella época liviana. Ahora los clientes, solitarios, extienden sobre la mesa sus talonarios, sus remitos, sus recibos; o abren sus computadoras de cristal líquido; o atienden sus teléfonos portátiles; o leen a las apuradas los suplementos financieros mientras comen un sanguche y beben un café con leche de blanca cresta servido en diminutas tazas. En una palabra; el bar dejó de ser la extensión del hogar para convertirse en una sede oficinesca; los amigos fueron reemplazados por los clientes.
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