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Jorge Gómez Jiménez |
Cuatro relatos El comeperas Mi abuelo materno administraba grandes extensiones de frutales, y como yo soy hijo de padre desconocido, pasé mis primeros once años alejado de mi madre, comiendo peras. Todavía hoy no estoy muy seguro de cómo me inicié, pero sospecho que fue por necesidades eróticas sin colmar: mi madre estaba lejos y yo no encontraba mejor cosa para chupar que las peras de mi abuelo. La compulsión por las peras es un vicio desagradable. Después de cincuenta y cuatro al día, lo cual no era raro en mí, fue calificado de gula por el padre Almendra, el cura del pueblo más cercano al que iba yo al colegio: cuatro kilométros de camino cargado de peras. Lo recuerdo y, todavía, me entra un malestar que no domino. Y no es para menos porque lo pasaba muy mal. A la maestra no le gustaba que las comiera en clase, así que durante los cortos recreos apenas tiempo me daba de saciar mis necesidades convulsivas. Y era pesado cargar con tantas peras cuatro kilómetros al día; más el tiempo de recogerlas y el de preparar en verano las que confitadas me comería en invierno. Seguramente por mi exceso de angustia y de trabajo, decidí un día luchar contra mi pecado. Fui a ver al padre Almendra y me confesé. El padre no solamente me ayudó a quitarme lo de las peras sino que me convirtió en su seguidor. Hoy soy su diácono ayudante, y nos pasamos las tardes comiendo almendras y remendando los bolsillos que se desgarran por tanto peso.
Tenía yo muchas dudas respecto a mi futuro: había cursado dos años de arquitectura, uno de medicina e ingresado a Bellas Artes. Entonces lo conocí: un tipo extraordinario. En el Ángel de la Independencia terminaba una manifestación y comenzaban a circular los coches en uno y en otro sentido. El cruzacalles iniciaba su trabajo. Los manifestantes se transformaron en espectadores. En las cuatro esquinas y alrededor del monumento, se apostaba dos contra uno a que el cruzacalles mejoraría el tiempo anterior. Nunca antes había presenciado un espectáculo tan singular y lleno de emoción. Había ido muchas veces a los toros y varias al boxeo, pero lo del cruzacalles no tenía nada que ver: ni en emotividad ni en acción. —¡Treinta y cuatro segundos, treinta y uno, treinta..! ¡Pago cuatrocientos, van dos mil, veinte por diez! —aposté, perdí, volví a apostar. Aquello era la locura; una ducha hirviente de nervios, de escalofríos, de desgarres. Los gritos de la muchedumbre acompañaban el ritmo sincopado del cruce salvaje del héroe: ¡veintisiete segundos! ¡El record del Ángel..! ¡Y me había tocado verlo! Han pasado más de veinticinco años y no soy el mismo: me siento ahora seguro en lo que hago y sé a lo que aspiro. Somos quinientos diecisiete cruzacalles con credencial y setecientos veintitrés están a punto de conseguirla. Funcionan cuatro escuelas en el Distrito Federal y siete más en el resto del país. El subsidio que recibimos del gobierno es más que suficiente, y pronto abriremos nuevos centros para cruzacalles nocturnos. Administro actualmente tres escuelas. Vivo en una casa cómoda, en una colonia limpia y vigilada. Mi seguro de vida cubre holgadamente las necesidades que puedan llegar a tener mi mujer y mis tres hijas: una estudia arquitectura, otra medicina y la menor acaba de ingresar a Bellas Artes.
Damián estudia aeronáutica; sus mañanas transcurren entre libros. Vive en una pensión cara, cómoda y amplia; su habitación mira hacia el oriente. Todos los días se ducha, excepto los sábados en que toma un baño de tina. Por las mañanas, al olor del desayuno, algunas moscas se desmodorran en su cuarto. Más tarde, los dípteros buscan el camino del sol que entra por la gran ventana; se agotan contra el vidrio transparente y es cuando Damián los atrapa. Damián tiene una muy pequeña jaula hecha con dos rodajas de corcho y un buen número de alfileres. Con cuidado, levanta una o dos púas y encierra a los insectos; de la misma forma, les da trocitos de carne. Los sábados, Damián se desnuda y entra al baño con su diminuta cárcel. Se introduce despacio en el agua caliente, controla el nivel del líquido de manera que sólo el balano de su miembro erecto sobresalga. Toma, entonces, la que le parece más nerviosa; con sumo cuidado le arranca las alas y la deposita, suavemente, libre, sobre la tersa superficie de la rosada punta de su extremidad viril. Cuando la tina se vacía, la mancha de jade, englobada en un coágulo de semen perlado, da seis y media vueltas en el torbellino que la arrastra por el desagüe ruidoso. Damián coloca su pequeña prisión entre los libros, se viste, fuma un cigarrillo y sale a caminar.
Llevaba tres meses en Madrid y estaba desesperado, necesitaba un taller de literatura. En México había asistido a uno durante tres años y me acostumbré. Cada jueves disfrutaba al oír cuentos, novelas, guiones y dramas que leían los compañeros, o al leer mis propias obras. A toda costa debía encontrar un taller literario en Madrid; un día lo encontré. Me lo recomendó una venezolana que vende carne argentina. Era en un edificio antiguo del viejo Madrid, una especie de centro esotérico en un departamento de suelos de madera crujientes y sin calefacción, nos helábamos allí. La maestra: una argentina joven con unos ojazos azules impresionantes, pero con peluca. Los alumnos: un joven con cara de manicomio, un chico normal, tres mujeres de ésas que son viejas desde que nacieron, mi amiga la venezolana y yo. En la primera clase, una de las mujeres empezó a decir, Que no puedo escribir, que no puedo, no sé por qué no puedo, pero no puedo, no me pidas que escriba porque no puedo. Yo pensaba en mis adentros, Qué chingaos haces aquí, y la profesora le decía, acogiéndose al psicoanalista que todos los argentinos llevan dentro, Que sí puedes escribir, inténtalo, verás como sí puedes, y yo pensaba, Por qué no la mandará a su casa. Cuando, por fin, logramos ver algo de textos, al leer los míos, la maestra se concretó a corregir errores gramaticales y de sintaxis. Nunca comentó si eran buenos, malos, simples o complicados, no sé si porque no le gustaban, porque le gustaban y no quería humillar a los demás o porque no tenía ni la menor idea de literatura y era simplemente otra de tantas psicoanalistas, que es lo que parecía ser. Luego supe que tenía cáncer, que la peluca era consecuencia de la quimioterapia y que las otras tres mujeres eran enfermeras del hospital. Seguro que la argentina, con mucha labia, les decía, Pero qué bien inyectas, has probado alguna vez a escribir, y la otra, Ah, pues no, y la argentina, Pues yo tengo un taller literario y seguro que tú eres una gran escritora, por qué no vienes, y la otra, Pero yo nunca he escrito nada, y la argentina, Mira, escribe algo, yo lo leo y te digo si puedes o no. En la siguiente sesión de quimioterapia, la enfermera le dijo a la argentina, No puedo escribir, es que no puedo, no me sale nada, no, que no, y la argentina le dijo, Tú vente a mi taller, pagas la inscripción y verás cómo escribes, porque yo creo que tú eres una gran escritora. Y así, los pobres aprendices de escritores "bona fide" tuvimos que aguantar toda una tarde a una enfermera vieja diciendo que no podía escribir. Un tiempo después, la maestra murió de su cáncer de hígado del que no pudo curarse ni enseñando a escribir a las enfermeras del hospital. Mi amiga venezolana estaba desolada, como lo estaba yo también, así que cuando ella no tenía que vender carne, nos reuníamos en un café para que escuchara mis escritos. Ella estaba tratando de convencer a otro de sus amigos argentinos para que organizara un taller, se trataba de un intelectual retirado, pero que aun así necesitaba de algún dinero para subsistir. Yo, con tal de poder asistir a un taller, y a pesar de la experiencia anterior que debería haberme abierto los ojos, me enrolé en el nuevo taller, pagué la inscripción que me pareció alta y me encaminé el día señalado a la dirección que nos dio el retirado. No encontré a nadie, ni siquiera la dirección. Después de un buen rato de incredulidad y de llamar a varios de los teléfonos en los que solía encontrar a mi amiga, pude escuchar a una voz desconocida que se lamentó conmigo de que la carne no le había llegado de Argentina, Tampoco el intelectual ha llegado, dije yo. Al poco rato de estar hablando, atamos algunos de los cabos que nos faltaban. La venezolana no vendía carne de la Argentina, que es lo que yo también me había figurado, sino que tramitaba con la carne, así le llaman al dinero, de cualquier extranjero infeliz que como yo andaba buscando un taller de literatura o que como el otro quería comer carne argentina en España. Hasta pensé que mi amiga ni venezolana debía ser, todo sonaba tan argentino. Cuando regresé a México y a mi taller de literatura habían pasado muchas cosas, pero ésa es otra historia.
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