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La Grecia de Melina Mercouri

martes 24 de noviembre de 2015
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Volví al café de Melina Mercouri.
Volví al café de Melina Mercouri.

Tal vez todos deberíamos escuchar “Los niños del Pireo” de Melina Mercouri; un día me senté en el café Melina y me acordé de la película Nunca en domingo, de Jules Dassin, pensé que no valía la pena ir al Pireo, porque era un montón de bares de estilo internacional que no dejaban ni un centímetro libre de playa, y el puerto antiguo había perdido toda personalidad, y no tenía sentido buscar por allí a Zorba ni a la prostituta que interpreta Melina, más valía escuchar la canción “Los niños del Pireo” en una radio en cualquier lugar del mundo, y hacerse una idea del vitalismo optimista y despreocupado de esa prostituta a la que el yanqui puritano pretende llenar de conceptos y de moralinas.

Entonces me fui a pasear por la Anafiótica, el barrio justo debajo de la Acrópolis que no visitan los turistas, que construyeron los albañiles que vinieron de una isla, y allí me sentí en una Grecia sabrosa de vino y color, con callejuelas escalonadas solitarias, esquinas sorprendentes a cada momento, muros encalados y azules, parras que caen sobre la calle, recodos en que podrían encontrarse todos los héroes antiguos, me encontré con unos viejos sentados en unas sillas mirando la ciudad y el monte Likavitos, y pasé un rato disfrutando su conversación en un inglés macarrónico, con sus expresiones socarronas y abiertas.

Lamenté que los griegos tuvieran tantos problemas ahora, recordé que en realidad los habían tenido en todas las épocas, sólo los sueños parecen inamovibles.

Y sentado bajo una parra pensé: esta es la Grecia de Nietzsche, la de Dionisos y las uvas, la de la tragedia y el entusiasmo, la de las fiestas y el teatro, la de los espectáculos que arrastraban a todos los griegos, la de las diosas sometidas y las noches, la que se mostraba en los misterios, no la de la filosofía y la ciencia, la de los números y las medidas, la de la lógica que sustituye a la realidad, ese mundo que según Nietzsche inventó Sócrates porque era feo y no estaba de acuerdo con la vida, además Sócrates, pensé, enseñó a burlarse de los mitos y del entusiasmo, y al final prefirió someter su vida a las normas de la ciudad precisamente cuando más absurdas se mostraban, puso las normas por encima de la vida, en eso estoy de acuerdo con Nietzsche, pensé, Sócrates no es lo esencial de Grecia, está lo que vieron los románticos en Grecia, la Grecia divina que vio Hölderlin cuando escribía El archipiélago o Hiperión, la que Heidegger buscó en los presocráticos cuando concibió la verdad como desvelamiento en Ser y tiempo, y la idea de las Musas que nos inspiran, las Ideas como sueños imposibles de Platón, y el idealismo artístico que llevó Alejandro Magno hasta la India, y la música de columnas que a través de Palladio llenó todas las villas de Estados Unidos.

Creo que ya he pensado demasiado, me dije, tengo que ir a tomar una cena con retsina y escuchar un poco de música, vagué por las callejuelas pequeñas y entré en un local cualquiera, la hija del dueño estaba cantando una especie de sirtaki, algo que no había ensayado, tomado de sus abuelos, y que no esperaba que ningún extranjero fuera a oír, y tomé ensalada griega con vino blanco y me puse expansivo, me acordé de lord Byron, recordé cómo había muerto por su idea de Grecia, por un sueño, pensé que la idea de Grecia era mejor que Grecia misma, que lo mejor era como todos recordábamos Grecia, pensé en el templo de Poseidón en cabo Sunión, aquel lugar impresionante por encima del mar donde dejó su firma, al día siguiente pasé por la biblioteca de Adriano, que conserva una parte de los muros y una columnata gigantesca con capiteles corintios, Adriano estaba enamorado de Grecia, era para él el colmo de la plenitud y la belleza, y es que Atenas es un sueño, una idea, una nostalgia, Adriano soñó con una Grecia que era el símbolo de todo lo que él amaba, que no era guerra y administración como Roma sino creación y poesía.

Subí a la Acrópolis al atardecer, y empecé a despotricar contra el Partenón: es un templo militarista dórico, hecho por unos guerreros, marcado por la austeridad y la fuerza, como una violencia sobre la naturaleza, pero me acordé de los relieves del friso que están en el Museo Británico, llenos de vida y de variedad, y me dije: tal vez lo suyo era una locura, querían meter la variedad de la vida dentro de unos límites, y eso era lo trágico, y me fijé en la cabeza de un caballo que quedaba en una esquina del frontón, miré aquel entusiasmo que representaba el caballo, es verdad, dije, ese caballo es una sombra de la vitalidad que tenían los griegos, igual que los paños pegados al cuerpo de las estatuas de Fidias, y luego me quedé mirando el Erecteión, cómo se levantaban con elegancia las Cariátides, cómo se adaptaba el templo al terreno con imaginación, cómo se extendían los vestidos con sus curvas adaptándose a la carne, los guerreros dorios machistas no podían hacer olvidar a las mujeres que llevaban el sentido de la tierra y de la noche, de la imaginación y de la carne.

Volví al café de Melina Mercouri, miré la infinidad de recuerdos de Melina que había por todas partes, las fotos en las que se veía con su alegría torrencial desde que era niña, y lamenté que los griegos tuvieran tantos problemas ahora, recordé que en realidad los habían tenido en todas las épocas, sólo los sueños parecen inamovibles, todo en Grecia ha sido una convulsión continua, la antigüedad clásica cuando las polis se peleaban continuamente, y el imperio bizantino atacado y roto mil veces, y la etapa bajo los turcos que hicieron montones de brutalidades, y la corrupción y el bandidaje después de la independencia, y es que Grecia es un sueño, y ese sueño lo ha soñado el mundo entero, una nostalgia de vitalidad inagotable, como en el poema “El ditirambo de la rosa”, de Ángelos Sikelianos, o en El coloso de Marusi, de Henry Miller, tal vez todos deberíamos escuchar otra vez “Los niños del Pireo” de Melina Mercouri.

Antonio Costa Gómez
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