El valor de una revista se mide en el contexto literario por su capacidad para generar una acción social y articular un importante grupo humano que coadyuve la transformación cultural del escenario donde ejerce su labor.
Valga recordar aquí la importancia que tuvo la revista argentina Proa para acoger y generar un movimiento en torno a las hermanas Silvina y Victoria Ocampo, Bioy Casares, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Xul Solar, Guillermo de Torre, entre otros nombres que iluminaron posteriormente las letras iberoamericanas. Y si bien abordar la historia de la revista Termita en el departamento del Quindío no tiene parangones con la revista argentina por antonomasia, sí tiene el propósito de relievar su aporte a la consolidación de un grupo humano que ha contribuido a movilizar la cultura en la región cafetera de Colombia.
Los fundadores de Termita
Una revista universitaria que empezó como hojas mimeografiadas, pero que realmente terminó siendo un taller de pensamiento.
Para valernos de la metáfora que conlleva su título, diremos que la revista Termita, “La que descorre los velos”, extiende sus galerías desde la publicación que fundara el fallecido Álvaro Nieto, profesor de la Universidad del Quindío, en compañía del Taller Literario del Quindío. El Taller Literario fue realmente una entidad cultural fantasma promovida por un grupo de intelectuales calarqueños quienes regresaban de Europa con la intención de renovar la cultura quindiana, entre los cuales figuraban Elías Mejía, Orlando Montoya, Luis Fernando Patiño Cano. Ellos fomentaron recitales, cineclubes y talleres de lectura, y se unieron al profesor de diseño en la Universidad del Quindío Álvaro Nieto para impulsar una revista universitaria que empezó como hojas mimeografiadas, pero que realmente terminó siendo un taller de pensamiento al cual nos vinculamos algunos estudiantes del programa de licenciatura en tecnología educativa, María Cristina Ceballos, entre ellos, quien ya se destacaba en la asignatura de fotografía y se inauguraba en la revista con un contraluz.
A aquel núcleo se unieron el poeta samario Javier Moscarella, la artista Cielo Martínez Niño, el profesor peruano Jorge Ramos, el pintor Abiézer Agudelo y los gestores culturales Jorge Hernando Delgado y Martha Lucía Usaquén, quienes animarían por más de tres lustros el Cineclub El Mohán, a través de cuya labor los quindianos nos acercamos en la década de los ochentas a la demandante propuesta fílmica de Herzog, Fassbinder y el nuevo cine alemán, como la de muchos otros directores internacionales. El joven escritor calarqueño Umberto Senegal, (quien ya había sacudido la tradicional literatura quindiana con su libro de relatos Desventurados los mansos) llegó a aquel laboratorio cultural proponiendo el haikuento y la literatura breve como el nuevo horizonte de posibilidades creativas para la literatura colombiana. Todavía recuerdo el minicuento antológico de William Ospina publicado en la revista Eukuoreo de Cali que Umberto Senegal hizo circular entre los integrantes de Termita.
—Te tragaré —dijo la pantera.
—Peor para ti —dijo la espada.
Estudioso y cultor de la literatura oriental y promotor en el departamento del Quindío de la poesía japonesa haikú que se resuelve en un terceto de diecisiete sílabas en estructura 7-5-5, Senegal propuso el neotérmino haikuento para aquella forma narrativa hiperbreve que se resuelve en sólo diez palabras. Años después le leí la propuesta de Cuentos Atómicos, la cual definió Senegal, apoyado en la teoría del cuento de Julio Cortázar como aquella narrativa hiperbreve que se resuelve en veinte palabras o menos. Senegal nos recordaba que el Quindío era pionero en Latinoamérica en minificción con las famosas “Estampillas”‘ publicadas por el poeta calarqueño Luis Vidales, en su paradigmático libro de poesía Suenan timbres (1926).
El concurso de minicuento
Termita organizó entonces el Concurso Nacional de Minicuento y contó con el mítico Germán Vargas Cantillo, integrante del también mítico grupo La Cueva, como uno de sus jurados. La ganadora del concurso fue la escritora vallecaucana Lucy Fabiola Tello. Mientras aquello sucedía, el colegio Robledo de Calarcá incubaba a uno de los escritores con mayor trascendencia regional: José Nodier Solórzano Castaño, quien había conquistado, aún sin concluir su bachillerato, el Premio Nacional de Cuento Círculo de Lectores, y quien llegó a lograr con su obra La Secreta un accésit en el Concurso Iberoamericano de Novela promovido por la Diputación de Cáceres, en España. José Nodier se vinculó a Termita con el cuento El cadáver, una pieza literaria densa que fue acogida con beneplácito por su calidad de renovación en las letras regionales. La voz contestataria del poeta Fabio Osorio Montoya, quien llegaba precedido por los acordes poderosos de Rick Wakeman y sus búsquedas literarias en Pessoa y Paz, se vinculó a las tenidas literarias en la urbanización Proviteq de Armenia, donde se fraguaba la revista. Elías Mejía, quien había participado del movimiento Nadaísta, desgranaba en las páginas de la revista sus encuentros en la poesía concreta y nutría el cotarro universitario con sus poemas de ruptura.
Avivamiento de discusiones
El contexto histórico se asomaba con peligrosa tenacidad a las portadas de la revista, como aquella en la que apareció la foto de la estatua de John Lennon en la Posada Alemana. La imagen avivó las discusiones internas sobre la responsabilidad social del arte y la literatura, pues ya la Posada Alemana se empezaba a leer en el escenario social del departamento como propiedad del dudoso industrial Carlos Lehder. También la fuerza telúrica que la música latinoamericana hacía vibrar entre el pueblo quindiano apareció en una de las portadas de Termita en la cual se fotografiaron los instrumentos del legendario grupo regional Inka Yaki como síntesis del Mes de la Cultura, uno de los más memorables festivales en la Universidad del Quindío, cuando Adolfo Albán oficiaba como director de Bienestar Universitario.
La Pájara Pinta
Cómo no recordar que a pocos pasos de la cafetería Palolo, el hervidero estudiantil donde por igual se comentaban las recién aprendidas tesis filosóficas de Marx, las teorías del conocimiento o los planteamientos novedosos de McLuhan sobre la aldea global, el activista cultural Pacho Tejada había instalado en plena avenida Bolívar La Pájara Pinta. Aquel colectivo teatral de ruptura ocupaba una casa que aún resistía los embates arrolladores del urbanismo capitalino. En aquel centro cultural se escuchaba en las flautas traversas de Álvaro Pareja y Martha Cecilia Valencia, la música barroca que los estudiantes aprendíamos en la asignatura de apreciación musical de la excelente profesora Luz Amparo Palacios Mejía. Aquellos acordes prefiguraron la Casa Museo Musical del Quindío. Cómo olvidar la noche cuando una célula del grupo insurgente M-19 irrumpió en traje de fatiga y pasamontañas para arengar a los asistentes a la obra Macbeth, inaugurada por el grupo Falcada. Hubo quienes creyeron reconocer, detrás de uno de los trajes de fatiga y el pasamontañas, el cuerpo rotundo y la voz aguerrida de la estudiante Martha Garzón. Colombia vivía, como siempre, tiempos revueltos.
Álvaro Nieto, quien era un caballero cabal en sano juicio, perdía los estribos con unos cuantos tragos y una tarde encontró su destino definitivo en las balas homicidas de un agente de policía en la señorial ciudad de Palmira, en el Valle del Cauca. Al menos esa fue la noticia que llegó a Bogotá a través del subdirector académico del Icfes Horacio Salazar Montoya, con quien había viajado desde la Universidad del Quindío para impulsar el recientemente creado Programa Nacional de Educación Abierta y a Distancia.
El regreso de un sueño
Muchos años después retomé la idea de reeditar Termita aprovechando las facilidades de los programas de software y las nuevas tecnologías.
A mi regreso le propuse a Horacio Salazar Montoya, entonces rector de la Universidad del Quindío, recuperar la revista Termita conservando el formato y la orientación innovadora de su fundador. Horacio acogió la propuesta y en compañía de José Nodier Solórzano Castaño y Fabio Osorio Montoya extendimos por dos ediciones más la vida de la revista. Muchos años después retomé la idea de reeditar Termita aprovechando las facilidades de los programas de software y las nuevas tecnologías; esta vez Termita alcanzó a vincular otro grupo humano en distintas partes del planeta. Así la historia tuvo continuidad en la Termita virtual, publicación electrónica a la cual se vincularon Jaime Lopera, Jorge Schultz, Carlos Fernando Gutiérrez, Beyddy Muñoz y Claudio Berrío. Luego en España, a donde había viajado a realizar un doctorado en lenguaje y literatura, mutó a Termita Caribe como un proyecto iberoamericano de divulgación de arte y cultura en el que colaboraron, además, Eva Durán y Osswald Lopenhaimmer (desde Alemania), Gabriel Impaglione (desde Italia), Rolando Revagliatti (desde Argentina), Claudia Botero (desde Costa Rica), Hugo Hernán Aparicio Reyes, Ángel Castaño, Martha Elena Hoyos y Jorge Luis Garcés (desde Colombia), Diana Adagámez (desde Italia), Pedro Vianna y Denise Peyroche (desde Francia), Elisa G. McCausland, Francisco Piedecausa, María Teresa García, Ossman Mejía Botero, Bel Ruthé y Elena María Ospina (desde España).
El relevo generacional
La aparición en el Eje Cafetero de la revista Santo y Seña y el ejercicio cultural de este colectivo conformado por Cindy Cardona Claros, Ángel Castaño y Hugo Hernán Aparicio Reyes indicó claramente que el relevo había sido asumido y la revista Termita había cumplido su periplo.
Como lo acotara el propio José Nodier Solórzano Castaño: “Sería valioso recalcar que la literatura en ese tiempo, ni ahora, valía un carajo para las instituciones culturales del Estado. Que fue la sociedad civil, con el apoyo de la universidad, la encargada de liderar ese proceso”.
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