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El pianista loco de Yerevan

martes 20 de septiembre de 2016
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El pianista loco de Yerevan, por Antonio Costa Gómez
Fotografía: Consuelo de Arco

Toda la ciudad estaba llena de ocurrencias, ¿te acuerdas?, es una ciudad moderna hecha casi toda en época soviética, estaban los grandes edificios cobrizos por todas partes, pero los armenios hormigueaban por todas las esquinas, le daban vitalidad, y en la calle Abovian encontrábamos otra araña gigantesca, una torre, unos relojes, y había locales sugerentes por todas partes, algunos humildes pero expresivos con sillas en la calle, otros animados y marchosos, cafeterías elegantes, fuentes, viejos edificios reciclados, y todo bullía, se movía, sobre todo en la Plaza de la Ópera donde en mitad de la espesura se veían montones de cafeterías vibrantes, infinidad de terrazas dispuestas en todos los colores, como la cafetería Santa Fe, o infinidad de otras de todos los estilos, y alrededor de la Ópera se montaba toda una fiesta, en una esquina había un estanque alargado con unos cisnes, y una islita con un puentecito, y junto a él estaba la escultura de un pianista enloquecido, desmelenado, que se echaba para atrás con un gesto descompuesto y una nariz larguísima, y manos distorsionadas tecleaban de modo desaforado, antiacadémico, espontáneo, parecía una fiesta del piano, una borrachera loca de la música, estaba dando un concierto alucinante al lado mismo de la Ópera, podía ser el gran compositor Kachaturian, podía ser cualquier compositor que creyese en la fiesta loca de estar vivo y vivir en Yerevan junto al monte Ararat, a esa plaza siempre íbamos a desembocar desde todas partes, la Ópera se escondía en medio y nos perdíamos a veces en ella, íbamos a dar a donde no queríamos, y en otra esquina estaba la estatua de William Saroyan, con su altura elegante, estirado en su abrigo largo, con la corbata ondeando, con su mostacho gigantesco, mirando al frente como si hablase por uno de sus libros sin rigideces y sin cortes, con esa vivacidad que le caracteriza, con ese orgullo de ser armenio y de ser hombre y de ser californiano, con el mismo dinamismo de sus libros, ensalzado allí como un orgullo de Armenia. Siempre empezábamos allí nuestra visita, le decíamos al taxista que nos dejara junto a William Saroyan. En la explanada delante de la Cascada estaba sentado y hecho de piedra el arquitecto que había trazado toda la ciudad, Sergei nos lo señaló un día, está con el plano de la ciudad delante, y sí construyó algo decidido en la llanura del Ararat donde los armenios se explayaron una vez más sin reticencias y lo llenaron todo de vida. Porque había discotecas, clubes de jazz, bares temáticos por todas partes, locales colgados en parques, instalados al lado de estanques, agazapados en sótanos, aprovechando antiguas construcciones. Un antiguo presidente era aficionado al jazz y solía acudir al Poplovok, un local medio subterráneo que se abría delante de un estanque en el cinturón verde y en el fondo de la parte cubierta había un piano. Una noche fuimos a otro club de jazz, el Mahlkas en la calle Pushkin, con una encargada bastante antipática, que no nos quería tanto si solo tomábamos una cerveza, había fotos de grandes músicos del mundo, y en una estaba Aznavour sonriente rodeado de trompetistas, y la parte de arriba se asomaba hacia la de abajo más íntima en la cual se desenvolverían las locuras del jazz y todas sus improvisaciones. Incluso una vez vimos un bar Camus y dije: Ah, un bar con el nombre de uno de mis escritores preferidos, figúrate qué sugerente, será un bar intelectual, literario, se nota que los armenios son cultos, figúrate Albert Camus en Yerevan, bajamos unas escaleras, el dueño expresivo bajó detrás de nosotros, se puso a explicarnos solícito, y resulta que era un bar con cubículos para que pudieran magrearse las parejas, dijimos: a nosotros no nos hace falta, tenemos un apartamento con vistas al monte Ararat, subimos enseguida, la cosa tuvo gracia.

En nuestros paseos por el centro veíamos una ciudad dinámica, vibrante, moderna en el mejor sentido.

La segunda mañana nos fuimos directamente al Matenadaram, la biblioteca, el mayor tesoro, el museo de manuscritos, había una escalinata grande para subir, el edificio era un enorme cubo de bloques cobrizos, delante en gran tamaño estaba sentado Mesrop Mashtots, el creador del alfabeto armenio, el gran patrón de los libros y su magia. Delante estaba un grupo de argentinos que hablaban español, eran hijos de armenios que venían a ver el país de sus padres, eran todos jovencitos que no parecían enterarse mucho, que se hacían preguntas inocentes a veces. Una vez una chica me preguntó algo en armenio y le dije que hablaba español y quedó asombrada, eso es otro misterio, yo paso por natural de todos los países. Me hiciste una foto en la espléndida escalera del vestíbulo, la que sube a los tesoros que se muestran en vitrinas en la primera planta. Y quedamos alucinados, maravillados, como quien entra en una atmósfera intemporal, en un cruce de todas las épocas, había manuscritos en todos los idiomas y en todos los alfabetos, había libros con miniaturas de la India, de Persia, de Siria, de países europeos, de China, de Japón, quedé alucinado porque había unos dibujos de Hokusai, el gran creador de ukiyo-e, “las imágenes del mundo flotante”, de las sugerencias del agua. Nos quedábamos mucho rato delante de cada obra, había un montón de biblias pero también todos los tipos de textos, allí se guardan ejemplares de obras que se han perdido en el mundo entero, obras que estaban probablemente en la biblioteca de Alejandría, restos asomados de mundos desaparecidos. En una página de un libro persa se veían unas figuras en un salón exquisito sentadas en cojines de colores, un tipo tocaba una especie de flauta, otro leía un libro en voz alta, y las damas escuchaban, así se supone que fue durante siglos, los libros se escuchaban en gran medida porque no todos sabían leer, pero por eso mismo se les daba una gran importancia, había un montón de vivencias e ideas que salían de los libros, eran como cajas mágicas de las que salieran genios, vidas enteras, destellos de sabidurías, las mujeres sobre todo soñaban con los libros, aún ahora son ellas las que más leen, en la Edad Media europea fueron ellas las que devoraron los primeros libros impresos, novelas de caballería que hablaban de amor y de exaltación y de sitios lejanos, todo lo que latía escondido en su espíritu y que no podían manifestar, toda la vitalidad que sus sociedades rígidas no les dejaban vivir, empezando por el amor que era un pecado y un peligro para los curas y algo demoníaco, pero en el cual radicaba su libertad, así mirando aquella miniatura yo sentí también todo lo que habían sido los libros, todo lo que todavía eran, objetos maravillosos que podían proporcionarnos de todo, que podríamos tocar y ver y sentir, que albergaban lo que de más grandioso han sentido e inventado los humanos de todas las épocas, y los armenios lo tenían preservado allí, ellos, amigos de la cultura, que habían cargado con ejemplares preciosos a través de las montañas, huyendo de persecuciones, de incendios, de masacres, transportando bolsas con libros en papel a través del viento, la lluvia, las huellas de sangre, los vértigos en el Cáucaso, los miedos a las hordas de mongoles, las angustias por los ataques de los turcos, el hambre, la destrucción, los terremotos, era normal que tuvieran aquel edificio como su mayor tesoro, y que fuera el primero que nosotros visitábamos. Le hiciste varias fotos a aquella miniatura, porque yo te lo pedí, quería hablar más detalladamente de ella, era una pena porque el flash provocaba reflejos en el cristal, quedaban manchas de blanco en mitad de la imagen, pero ya esa aproximación me fascinaba, y fue uno de los momentos culminantes del viaje. Después, sin saber bien si podíamos, entramos en otra sala grande, y sí que nos dejaron ver más libros de épocas más cercanas, libros de tamaños gigantescos, códices, encuadernaciones en piel, versiones varias de la Biblia, traducciones de diversos idiomas, cada cosa conservada como algo único, por eso se le daba un valor extraordinario, cuando las cosas se masifican se dejan de valorar, aunque a mí esas ediciones deliciosas de Bruguera nunca se me olvidarán, y me parece un crimen que alguien haya cerrado Bruguera, siempre sentiré nostalgia y frustración.

En nuestros paseos por el centro veíamos una ciudad dinámica, vibrante, moderna en el mejor sentido, en Abovian estaban todas las tiendas de todas las marcas, se veía cualquier cosa de cualquier lugar del mundo, unas chicas se quedaron mirando tus zapatos deportivos como si nunca los hubieran visto en una mujer, otra muchacha muy maquillada y mona se hacía una foto en el espejo de un comercio, había esa soltura, ese estar al tanto, ese dinamismo. A ti te gustaba la calle Pushkin porque tenía muchos árboles, en ella encontramos un cibercentro muy bien montado donde pudimos enviar mensajes a nuestros amigos, y un club de jazz, y allí estaba la dirección desde la cual me había hablado un hombre en español cuando estábamos en el lago Sevan, la buscamos, salió una chica y después otra, preguntamos por Armando, pero no entendían absolutamente nada, ni sabían inglés, no supimos qué era aquello, podía parecer una clínica, o tal vez una peluquería sofisticada, o una agencia de viajes, no lo supimos. En otra calle entramos en Cactus, un restaurante mejicano, tenía decoraciones alusivas, cosas del desierto, cerveza Coronita, fotos de montañas, hablamos en español, brindamos por Armenia, preguntamos cómo se decía en armenio, un camarero nos lo dijo y lo repetimos varias veces, ellos conectaban contigo, con tu vitalidad tropical, les alucinabas, dijiste que eras colombiana, te pusiste a bailar delante de la barra, un camarero te llevó a enseñarte las salas. Había una conexión con el mundo entero, una apertura, un aliento de todo el mundo. Y en la calle Abovian estaba escondida la diminuta iglesia Katoghike, la más antigua de la ciudad, como un secreto superviviente, un lugar para emocionarse y pensar en el pasado, yo quería verla pero la tenían cerrada por unas obras detrás de unas vallas muy altas, y solo desde lejos se apreciaba un poco, y resultaba encantadora allí metida en medio de la vorágine moderna, era lo único milagrosamente no destruido por los soviéticos, que lo arrasaron todo en su manía de diseñadores, de llenarlo todo con bloques prepotentes, de aplastarlo todo con masas anónimas. Sin embargo parecía que esa ciudad había cogido lo mejor de la época soviética, la piedra cobriza tenía incluso una calidad poética, y había una cierta complacencia en las construcciones solemnes. Un día Sergei llegó por la mañana y nos hizo beber unas copas de coñac al desayuno, nos dijo que era una fiesta muy especial para Armenia. Y al día siguiente nos dijo que era la fiesta de los que ya no estaban, de los que no habían participado en la fiesta anterior. Parecía que los armenios estaban deseosos de fiestas, allí delante del monte Ararat que todavía era su fiesta lejana, la fiesta visual, la gran visión que tenían delante todos los días, como una señal de entusiasmo, de creatividad, de luchar por el futuro.

Armenia había tomado lo mejor de la época soviética, el toque de audacia y creación y atrevimiento.

El último día te dije que fuéramos a ver la estación de tren, al sur de la ciudad, a mí siempre me han gustado las estaciones de trenes, pero la de Yerevan nos dejó asombrados, primero creímos que no la encontraríamos, porque desde el metro atravesábamos un mercado subterráneo del que subían muchas escaleras y no sabíamos cuál coger, aquello era una estación grandiosa para solo dos o tres trenes de cercanías, básicamente el tren que iba a Alexandrópolis y seguía hasta Tiflis, por donde yo me había planteado hacer al principio el viaje, cuando pensaba en los trenes nocturnos, era una estación enorme con unos andenes muy largos y un vestíbulo vastísimo con grandes lámparas y ventanales decorados, salimos y desde la plaza era como un palacio, tenía una torre elevada que me recordaba el Almirantazgo de San Petersburgo, tenía algo de palacio del tren, pero todo aquello era prácticamente para nada, producía nostalgia, apenas había tráfico, solo algunos trenes fantasmales, recuerdos de un pasado legendario. Y en la plaza estaba una gran estatua ecuestre del protagonista de la epopeya medieval “David de Sassoun”, el héroe de la independencia de Armenia que lucha contra los árabes, apoyado por los ángeles y las fuerzas sobrenaturales, te dije que era muy importante que hicieras una foto a pesar de que pegaba el sol, el héroe se tuerce hacia un lado con la espada extendida y un dinamismo increíble, muestra toda la intrepidez y la fantasía del héroe, e igual que la Madre Armenia que mira hacia Turquía desde el parque Victoria, mira amenazador hacia Turquía, como diciendo: aquí os espero, venid si os atrevéis, estaba lleno de espíritu, de agilidad, de entusiasmo, de ganas de luchar sin fin contra todo lo que amenazara a Armenia. Cuando volvimos en metro nos bajamos en la estación Andranik y vimos una estación alucinante con curvas y contracurvas en los techos, los pasillos se extendían vertiginosos hacia lo lejos formando espirales, parecía que la estación se moviera y se agitara y arrebatara a los pasajeros, recordaba esas estaciones de metro grandiosas que mandó construir Stalin en Moscú como catedrales del estalinismo, pero aquí era menos aplastante y más dinámica, hiciste unas fotos, aquello más que una estación de metro era un laberinto, la entrada a un sueño, una sucesión de caracolas estilizadas. Afuera estaba la estatua ecuestre de Andranik, cuando se quebró el Imperio Ruso con la revolución, Armenia declaró la independencia, los turcos la invadieron pero Andranik los venció en Sardarapat y salvó la existencia de Armenia, en Sardarapat, a unos kilómetros de Echmiadzin, había ahora un lugar de peregrinación, un monumento con grandes águilas, un circulo de toros, una torre y un muro de meditación. Luego caminamos por el Vernissage Market (el Rastro), le compramos un dedal a mi cuñada, y llegamos a otra estación de metro increíble, Hanrapetutyan, un cuadrado enorme con una fuente en medio y vegetaciones colgando, unas escalinatas, esas piedras enormes de color cobrizo que daban su tono a toda la ciudad. El metro también se usaba muy poco, tenía solo una línea, pero habían puesto en él creatividad, Armenia había tomado lo mejor de la época soviética, el toque de audacia y creación y atrevimiento.

Un día estábamos sentados en la Plaza de la República, esperando que bajara el sol, mirando el gran estanque donde bailaban las luces, tú habías intentado sacar lo más sugerente de esa plaza donde estaba la Galería Nacional, el Marriot, el Ministerio de Exteriores, era una plaza con empaque que se volvía más sugerente al atardecer, y se acercaron unos niños, uno de ellos me dijo que me vendía sus dibujos, me enseñó varios, le dije que no podía, fue bajando el precio, eran unos dibujos interesantes, con trazos bastante seguros, y el niño hablaba con sencillez y desparpajo, con seriedad y atrevimiento, y al final me dijo que me regalaba un dibujo, y entonces tuve que pagarle, pero quedé satisfecho, me hacía gracia el niño, en él veía esa frescura de los armenios, ese talante creativo, ese creer en sí mismos, ese dinamismo sin problemas, ese buscarse la vida, como los niños de William Saroyan, el niño sabía varios idiomas, tenía un conocimiento increíble. Más tarde volví a encontrar al grupo y otro empezó a ofrecerme sus dibujos, le dije que ya tenía, el otro me reconoció, eran como unos pequeños artistas que daban vueltas por la ciudad, que simbolizaban todo lo que había en ella de creativo, de ingenuo, de emprendedor, de hondo, de desenvuelto…

Antonio Costa Gómez
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