
El protagonista de Un sueño siciliano, de Leonardo Sciascia, solo sueña con viajar a París. Se comporta como el ingenuo de Voltaire y lo cuestiona todo. Pero no puede cuestionar París. Cuando llega y lo recorre todo entusiasmado dice que París siempre será París. La ciudad siempre será un sueño.
El protagonista de Medianoche en París, de Woody Allen, encuentra un bucle en el tiempo y se ve transportado al París de los años veinte de Hemingway y Buñuel y Scott Fitzgerald. Y luego encuentra un bucle dentro del bucle y se lanza al París de los impresionistas de fines del XIX. La ciudad de la bohemia y la creatividad y la recreación permanente. Y lo acompaña la superparisina exquisita Marion Cotillard, el perfume más destilado de la ciudad. Al personaje de Woody Allen no le importan la pedantería de su cuñado ni los datos ni las cifras. Le importan la vitalidad y la fantasía y la vibración. Y esa florista que interpreta Carla Bruni que es la brisa encantada de París. Woody Allen amó su Nueva York bohemia en Manhattan, pero amó tal vez todavía más la París nocturna y apasionada en Medianoche en París.
Anaïs Nin escribió cuando iba hacia un barco en Normandía: “Era el final de nuestra vida romántica”.
Jean Rhys vagaba por París en los años treinta. En Ancho mar de los Sargazos nos contó quien era la mujer metida en el desván por su marido en Jane Eyre. Por qué esa mujer que representaba la vibración y la sensualidad del Caribe acabó loca en un desván de Londres a causa de la frialdad de su marido. Y ella misma unía la vibración del Caribe con esa vibración interminable de París a través de los siglos.
Katherine Mansfield trataba de recuperarse de su tuberculosis invencible con esa alegría parisina. Su marido creyó que la atmósfera de París la curaría tan bien o mejor que los vientos mediterráneos de la Costa Azul. Y en su Diario escribe que en el Bosque de Bolonia algo la conmueve sin saber qué es, una aspiración alegre y dulce.
Marguerite Duras pulía El amante en su apartamento de Saint Germain des Prés, rodeada por el sabor de las panaderías deliciosas y los bares intensos. Tiempo después un escritor español, Enrique Vila Matas, le alquiló una buhardilla, y después escribiría sobre aquellos años un libro apasionante: París no se acaba nunca. Y por esas mismas calles de Saint Germain había soltado Boris Vian sus alientos de la sociedad patafísica y el jazz y el lobo-hombre en París.
Colette vivía en la parte de atrás del Palais Royal y escribía los Cuentos de las mil y una mañanas y decía: “Imito la malicia en acecho, la exigencia acariciadora, la eléctrica turbulencia de una gata en celo”. Anaïs Nin escribía en París sobre la magia sexual de David Herbert Lawrence, y su marido de entonces le presentó a Henry Miller, y los dos se enredaron en una vida de locuras y fantasías por las afueras de la ciudad. Antonin Artaud fraguaba cerca de ellos su locura visionaria y su “teatro de la crueldad” como un medio de despertar a la gente.
Cuando llegaron los bárbaros nazis hubo una desbandada de creadores y de refugiados de todas las procedencias. Y aquella efervescencia loca se veía amenazada y las fiestas y la creatividad incesante. Y Anaïs Nin escribió cuando iba hacia un barco en Normandía: “Era el final de nuestra vida romántica”.
En el siglo XV Christine de Pisan escribió en París un libro titulado Solita estoy y solita quiero estar. Atacaba a los hombres matones que juran y presumen. Criticaba el amor cortés que volvía hieráticas a las mujeres, reclamaba que ellas estuvieran vivas. Expresó opiniones originales sobre todas las cosas.
París es libertad, arte, creatividad, rebeldía. El gótico, la democracia, el arte moderno. El existencialismo que incitaba a existir antes que ser, que invitaba a vivir antes que pensar, que decía que uno mismo puede trazarse su vida a cada instante. El jazz que recrea Bertrand Tavernier en Alrededor de la medianoche. La bohemia, la vida de los estudiantes, la imaginación. La magia que Cortázar escribe en Rayuela o la incertidumbre y la sorpresa en “Las babas del diablo”.
El poeta chino Xu Zhimo paseaba a principios del siglo XX por el Barrio Latino, escribía sus Impresiones de París. París le inspiró romper las sujeciones ancestrales chinas y romper con un matrimonio acordado y escaparse con la mujer a la que amaba. Y en París de la levedad apasionada del encontrarse: “Nos encontramos casualmente en la oscuridad / Tú en tu ola y yo en la mía”.
Rimbaud antes vagaba por el Jardín de Luxemburgo e inventó visiones asociadas a las vocales: “A negra, E blanca, I roja, E verde, O azul”. Se entusiasmaba con las rebeldías prodigiosas de la Comuna. Asombró a todos en las cafeterías con las aventuras interiores de El barco ebrio. Hizo creer a Víctor Hugo que era Shakespeare reencarnado en un niño.
Isadora Duncan bailaba por las mañanas en el Jardín del Hotel Biron. En el mismo edificio Auguste Rodin tallaba con furia genial como un nuevo Miguel Ángel Las puertas del infierno. Desde una ventana los vigilaba Rainer María Rilke y escribía: “¿En qué instrumento estamos extendidos? / ¿Qué violinista nos tiene en la mano?”.
Robert Desnos encontró a su mujer misteriosa en el parque Montsouris, el Monte de los Ratones: “Tanto he soñado contigo / que pierdes tu realidad. / Tanto he soñado contigo / que mis brazos acostumbrados a cruzarse sobre mi pecho / abrazan tu sombra”. André Breton iba con sus amigos a buscar fantasmas de noche al parque Buttes-Chaumont. En el parque Monceau un niño increíble jugaba con su niñera entre lagos suaves y se preparaba para el esplendor de una magdalena que le revelaría el mundo entero.
París es la libertad, el arte, la creatividad. Durante ocho siglos todo lo vivo y vibrante surgió en París. Una vez en París a unos entusiastas se les ocurrió acabar con el Antiguo Régimen y proclamar que todos los hombres tenían derechos.
En el mundo entero todas las mujeres atractivas querían ser parisienses. Todas las ciudades que querían ser elegantes y animadas decían: es la París de aquí, es la París de allá. Todas las ciudades que vibraban y se soltaban soñaban con ser París.
Ninguna mujer de ninguna parte cruza las piernas como se hace en París.
Fue el refugio de todos los perseguidos del mundo. Desde allí se escribía libremente contra todas las tiranías. Desde allí se podía llevar libremente distintos géneros de vida. Fue la fuente de todos los sueños del mundo.
En ningún lugar de la Tierra saben los croissants como en París. ¿Quién puede encontrarse mejor que alguien con un café y un croissant ante una mesa redonda sobre una silla de mimbre? ¿Dónde tiene más gracia que en París cualquier simple café? ¿Dónde puede ser un café el hogar impensable para alguien?
Ninguna mujer de ninguna parte cruza las piernas como se hace en París. Ninguna tiene una voz tan crujiente como Edith Piaf o Juliette Greco. A una mujer pintada en el palacio de Cnosos, con la boca pintada y los ojos vivaces, le llamaron La Parisiense. Una tienda de ropa en un pueblo perdido de Galicia quiso hacer una fantasía y se llamó La Elegancia Parisiense.
Los fanáticos odian París, quieren destruirla. Pero aunque lo consigan físicamente siempre brotará en alguna parte, en el corazón, en la mirada de alguien. París es una necesidad, es algo que surgirá siempre infinitas veces. Nadie puede acabar con París.
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