Mi vida ha estado signada por la palabra. Particularmente por la palabra poética y en especial por la poesía de Baudilio Montoya, el poeta de Rionegro que Antioquia no conoce. A mis escasos cinco años un recuerdo vívido se instaló en mi memoria: la marejada humana de un pueblo que abandonó sus casas, en una larga procesión para acompañar a una vereda cercana los despojos mortales de su poeta amado. Yo viajaba en la parte delantera de una camioneta de platón Ford 60 tan verde como el color de las interminables plataneras que se filtraban por las ventanas de la camioneta. Aquel era un día triste, tanto que hasta la tarde lloraba. Recuerdo que mi padre me levantó sobre el océano de sombrillas de los hombres y mujeres que acompañaron al poeta hasta la vereda La Bella y a horcajas sobre sus hombros participé de aquel ritual de los adioses. Dudo que hubiera sucedido exactamente así y tal vez aquel pueda ser un recuerdo inventado. Pero bien vale la dicha ese recuerdo del adiós a aquel poeta cuyo “magnetismo natural de su persona y la presencia en su obra del sentir conjunto de un pueblo, lo convirtieron en el poeta más popular entre nosotros. Ningún poeta quindiano ha sido tan conocido, admirado y leído, ni sus versos aprendidos por todos como los de Baudilio Montoya”, como bien lo señala el crítico literario Carlos Alberto Castrillón en las notas introductorias de la Antología poética del Quindío.
Años después ingresé a estudiar mi bachillerato en la concentración rural agrícola de La Bella, que el Comité Departamental de Cafeteros del Quindío había erigido en memoria del poeta. Allí aprendí los primeros poemas de Baudilio que declamaba en las jornadas culturales de los viernes con el auspicio cómplice de José Jota Bustamante, el profesor de castellano, quien ya había conquistado mi corazón para la literatura.
Muchas veces participé en representación de La Bella en las semanas literarias organizadas por las hermanas vicentinas en el Colegio San José de la ciudad de Calarcá. Jornadas épicas donde la poesía romántica de Baudilio Montoya en la voz de Carlos Arturo Patiño libraba batallas con la poesía popular del Indio Duarte en la voz de nuestro contemporáneo, Carlos Mario Vargas.
Patiño, baudiliano irredento, se convirtió en uno de mis mejores amigos y me encontraba con él, en los bajos de su casa, ubicada en la calle 38, al pie de la cafetería La Tertulia, en donde don Rafael Pinto, un calarqueño cívico, impulsaba campeonatos de futbol, voleibol y minibasquet. En aquella casa patrimonial de bahareque y calicanto nos encontrábamos para compartir nuestro conocimiento de la poesía de Baudilio Montoya y practicar las declamaciones con las cuales participaríamos en el Colegio San José. Tal vez la muerte de José Dolores Naranjo, un campesino sencillo, sencillo como su canto, de esos que rezan y siembran y que rezan el rosario y a ninguno le hacen mal porque detestan el daño, fue uno de los primeros romances que aparecieron en mi repertorio baudiliano. Pero sin duda fue con La niña de Puerto Espejo, el romance con el cual fui consciente de la memoria del pueblo quindiano, de su gente y de sus fondas, en donde José Pinedo, hombre de pelos en pecho, vendía jarabe de tuza y aguardiente pendenciero. Allí paraban de tarde con sus recuas los arrieros y muchas veces también por borracheras y celos enhiestaron sus machetes Antonio Gil y Luis Cuervo, que eran dos mandacallar, en aquellos lances tremendos.
En el VIII Encuentro Nacional de Escritores Luis Vidales, fui invitado a participar en la tertulia “50 años sin Baudilio”. Allí pude compartir con el propio hijo de Baudilio, Ariel Montoya, y con el candidato al concejo de Calarcá, Carlos Enrique Duque Vargas, a quien conocemos cariñosamente como Quique Duque. Entre poemas declamados de memoria, coincidí con ellos en que una de las vetas importantes de la poética de Baudilio es su poesía social, y recordamos “Querella de Navidad”, “Pacheco”, “José Dolores Naranjo” y “Guardián”, entre otros que evidencian su impronta libertaria y su conciencia social. En “Querella de Navidad” un alter ego niño de Baudilio Montoya increpa a la figura del mítico Noel y le reclama:
Noel, tú nunca fuiste / a la casita mía / a suavizar las intimas congojas / que siempre fueron en la espera triste, / sólo porque mi casa no tenía / finos damascos ni bombillas rojas; / y aunque sumiso a la materna idea / te esperaba con púdicos recatos, / al pie de la hogareña chimenea / nunca hallé tu juguete en mis zapatos. / Hoy sé, porque la vida me lo dijo con un afán sangriento, / como en medroso cuento / que tiene siempre el desengaño fijo, que tú, dispensador de baratijas / en todas las veladas navideñas, insultas con tus vívidas sortijas, / y que siempre desdeñas —muy dueño de tu grave poderío, los pobres rapazuelos / que en la inclemencia de los duros suelos se mueren de clorosis y de frío.
En “José Dolores Naranjo” Baudilio retrata la ignominia de una violencia que empezaba a sembrar los campos quindianos:
El domingo por la tarde llegando a Pueblo Tapado, cayó bajo una descarga José Dolores Naranjo; / un campesino sencillo, sencillo como su campo, / de esos que cantan y siembran y que rezan el Rosario / y a ninguno le hacen mal porque detestan el daño. / Cayó en mitad del camino, cayó así, descoyuntado, / treinta perdigones crueles le rompieron el costado; / no pudo cerrar los ojos, / los dejó así, dilatados, / como mirando adelante, como mirando hacia el alto / en donde estaba su amor esperándolo en el rancho / cercado de enredaderas, / y de rosas y geranios, / todo eso que él cultivó / con el fervor de sus manos. / Al hacerse la descarga / en comienzos del ocaso, / los turpiales sorprendidos / al momento se callaron, cuando pudieron saber / que los hombres son tan malos. / La autoridad llegó presto, / llegó a cumplir su mandato / como lo quiere la patria y el Señor lo está ordenando; / requisaron el cadáver, ni tarjetas, ni retratos, / sólo pendiente del cuello —ícono muy adorado— / tenía en ruinas la reliquia de un ligero escapulario, / en donde la Virgen Madre abría con amor los brazos. / Yo estoy recordando ahora ese momento nefando; / el camino tan abierto / que lleva a Pueblo Tapado, / los turpiales en silencio frente al crimen consumado, / y los ojos que tenía José Dolores Naranjo, / unos ojos de ceniza, amargamente quebrados, / que después del sacrificio, en ese término aciago, / se quedaron muy abiertos como mirando hacia el alto, / donde una mujer cordial y cuatro hijos de su canto / lo esperaban anhelosos en la placidez del rancho / Ah, vida ciega la vida, / ah de los hombres del campo, / que trabajan y que siembran y que rezan el Rosario, / para morirse después / en un criminoso asalto / como ese que conoció José Dolores Naranjo. / Ah, caminos de mi tierra, caminos hoy sin amparo, / caminos ayer tan buenos pero ahora tan amargos, / caminos que yo viví y por los que estoy llorando, / en donde tantos caerán al empezar el ocaso, / como cayó sin saberlo José Dolores Naranjo.
En el poema “Pacheco” Baudilio retrata la mundana farsa que prolonga la inequidad y la ignominia:
Pacheco
(Para Alfonso Ocampo Aristizábal)
De allá, desde el cortijo de sus montes / que de nieve en la tarde se empenachan, / sus tres hijos trajeron el cadáver / en un camastro elemental de guaduas. / Tan sólo un viejo can, humildemente el sencillo desfile acompañaba. / Se llamaba Pacheco el carbonero, y así todas las gentes lo llamaban. / No invitaron carteles al entierro ni sonaron tampoco las campanas, / Sólo porque el pobre Pacheco no tenía brillantes pergaminos, / ni prosapia, ni ascendientes hidalgos, / esas cosas de la mundana farsa / que prolongan el mal de una mentira / cuyo provecho criminal no acaba. / El fúnebre cortejo iba en silencio como una pena larga, / sólo de cuando en cuando se advertía / la queja asordinada de las guaduas / en donde los gañanes doloridos llevaban una caja / que mostraba su trágica pobreza bajo el sol invernal de la mañana. / Y así llegó Pacheco al cementerio / en una melancólica jornada, / llevado en hombros de los hijos tristes, / seguidos por el perro de la casa.
En “Guardián”, un can humilde es el punto de quiebre para reiterar la alevosía humana de los poderosos, engreídos por el triste valor de su dinero:
Ayer cuando la tarde comenzaba a teñir el silencio de los cerros, / un magnate engreído por el triste poder de su dinero, / con la violencia de su carro airoso / salvajemente me mató mi perro. / Se llamaba “Guardián”, un can humilde, sencillamente bueno, / que celebraba siempre mi llegada / al regreso del pueblo / encendiendo sus ojos en cariño, sus ojos tan alegres, tan sinceros. / Conteniendo el dolor que me causaba el brutal atropello, / abrí una fosa en mi jardín añoso / cerca a la sombra del rosal más viejo, / y lo enterré yo mismo con mis manos —yo fui el sepulturero—, / cubriéndolo con tierra, suavemente, como con un piadoso terciopelo. / Y le recé: —“Guardián”, no te sorprenda, los hombres son así: malos y ciegos; / a imagen del Señor de los espacios / todos dizque están hechos, / y sin embargo violan sus sentencias, / todo lo que es elemental y bello, / las flores que comienzan su milagro, los lirios inocentes, los corderos, / y en la oscura insolencia que los mueve / no sienten pena de matar un perro, / un perro como tú, que vigilaba / la querida heredad con su desvelo, / y cuidaba la casa y los caminos, / y la fuente, y el huerto, / y las tiernas palomas que arrullaban / de tarde, en el alero, / cuando el ocaso comenzaba en rasos / el nido fiel para el primer lucero. / Descansa en paz, “Guardián”, en el regazo que ahora te deja el funeral misterio, / y no tengas en cuenta al criminoso / que con la fuerza de su coche negro, atropelló tu contextura humilde / y te apagó los ojos tan abiertos; / descansa ya bajo las verdes frondas de mis rosales viejos, / que seguirán dejándote piadosos todo el amor de sus retoños nuevos. / Mientras duermes tu noche interminable entre el arcano que sostiene el tiempo, / yo quedo en esta feria de la vida pensando, repitiendo: / —Mejores que las almas de los hombres cargadas de tragédico veneno, / deben ser para Dios, en esta hora, / las almas inocentes de los perros.
Durante mi adolescencia disfruté una talla en madera de nuestro poeta que exhibió por muchos años la Sociedad de Mejoras Públicas de Calarcá en el primer piso del Palacio Municipal. Cuando regresé al Quindío después de largos periplos de argonauta, nadie en el pueblo me supo dar noticia de a dónde fue a parar aquella obra de arte y su desaparición la considero un atropello al patrimonio cultural de los quindianos que todavía no ha sido denunciada. Así que durante mucho tiempo acuné una sensación de orfandad que para mi fortuna fue subsanada con una excelente plumilla del poeta Baudilio Montoya que realizara y me dedicara Arlés Herrera, el famoso caricatógrafo quindiano conocido con el seudónimo de El Maestro Calarcá. La reproducción en gran formato de esta magistral imagen de Baudilio Montoya adorna el ya célebre Café de Carlos, un sitio de tertulias creado por aquel amigo con quien tuve la fortuna de iniciarme en la declamación de los poemas del gran bardo quindiano.
El maestro Calarcá realizó una versión al óleo de aquella plumilla que obsequió a Luis Fernando Londoño Aristizábal, líder y promotor del Museo Gráfico del Quindío, en donde a finales de septiembre los artistas asociados a la revista Santo y Seña realizaron una tertulia para prolongar la memoria de nuestro poeta y darle continuidad a su presencia cincuenta años después de aquel ritual de los adioses el 27 de septiembre de 1965 que pervive aún en mi memoria como un recuerdo inventado.
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