

En Travnik, en el centro de Bosnia, nació Ivo Andrić, que soñó en sus novelas con Yugoslavia, un país que albergaba distintas religiones, distintos pueblos, distintas lenguas. Cerca de allí, en Jaice, nació Tito, el hombre que lo hizo posible. Todavía ahora viven allí muchos nostálgicos de Yugoslavia. Hay un café Tito, hay una Asociación de Amigos de Tito que tiene miles de miembros, hay templos de varias religiones.
En Crónicas de Travnik, de Ivo Andrić, se nos cuenta cómo los visires turcos, cuando Travnik era la capital de Bosnia, recibían en el castillo con toda ceremonia y con toda opulencia a los cónsules de Austria y de Francia. Para ir al castillo hay que subir por calles empinadas y por escaleras y por la Torre del Reloj delgada entre los montes hasta llegar a un puente sobre aguas salvajes. En una pared se puede leer una pintada: “Jamás olvidaremos Srebrenica”. Pero más vale que olviden las atrocidades de unos y de otros si no quieren volver a las carnicerías de los años noventa, cuando se rompió la casa común por las feroces identidades. El castillo es muy grande, se dan en su interior paseos interminables, y desde los miradores se ve la ciudad clavada por minaretes en mitad de las montañas donde fabrican un queso exquisito.
Los mercaderes de Crónicas de Travnik charlaban sobre la indestructible Sublime Puerta en las cafeterías junto a los manantiales del Agua Azul. Todavía ahora hay terrazas bajo los sauces donde se escucha el rumor apasionado del agua. Los manantiales bellísimos bajan debajo de puentes combados, por distintos niveles, por cataratas azules, debajo de árboles muy ligeros, con rincones que parecen de estampas japonesas. Se puede tomar cerveza al lado de un viejo molino mientras se escuchan los rumores del agua tan fresca y nueva ahora como hace cientos de años. Se pueden ver las construcciones con arcos, algunos recintos abandonados, y sentir toda la nostalgia de los tiempos que han pasado y que son bellos porque son pasados. Se puede ver la desembocadura entusiasta del manantial en el río Lasva.
En la casa donde estaba el cónsul de Austria en Crónicas de Travnik está ahora el café Cónsul. Hay una casa de piedra como un castillo cubierto de hiedra, y dentro un recinto con mesas de madera donde uno puede evocar todas las emociones y las nostalgias de la novela y su infinidad de personajes curiosos o desgarrados. En la terraza bajo los árboles o bajo un pabellón de madera se traen a la cabeza frases sueltas de la novela y se llena uno con todas las magias de la literatura. El joven bosnio Salko espiaba a la muchachita Agata, la hija del cónsul austríaco, subiéndose al muro, y una vez se golpeó al caerse, y luego encima lo maltrataron al descubrirlo en la barbería donde trabajaba. La mujer del cónsul de Austria se enamoraba de un joven al servicio del cónsul de Napoleón. Pero el austríaco ya sabía que su mujer perdería el interés en cuanto el francés quisiese pasar a algo físico; su mujer sencillamente necesitaba soñar un poco.
La casa natal de Ivo Andrić sobresale de la calle con batientes de madera, levanta su techo alpino, tiene un portalón que lleva a un patio con vibraciones, y subiendo unas escaleras se llega a las habitaciones que están llenas de recuerdos. Los que admiramos a Andrić miramos como visionarios sus manuscritos, sus cartas, su partida de nacimiento, las ediciones de sus libros, los recintos decorados al estilo montañés de los Balcanes, los visillos que templan intimidades. En realidad parece que Andrić nació en una aldea cerca de allí. Pero en esa casa pasó su infancia y allí están sus libros y sus muebles y los papeles en los que soñó con Yugoslavia.
La ciudad tiene desniveles extraños, calles que parece que flotan sobre otras, fuentes otomanas de muchos caños, la Mezquita Multicolor a la que rodean los soportales de un mercado como un cuento, galerías de maderas oscuras con jardincillos que cuelgan, casas de muñecas, una fuente misteriosa como una cara asombrada, balcones perdidos en mitad de los sauces, antiguas mansiones olvidadas. En una esquina se puede ver a Ivo Andrić con su serenidad apasionada leyendo su libro. Una mezquita ligera con pabellones verdes de cenefas amarillas parece negar todo fanatismo y afirmar la gracia y la vida.
Ivo Andrić escribió en su juventud el relato “Una carta del año 1920”, donde dice que latían en Bosnia odios solapados que estallarían de modo terrible algún día. Y sin embargo después en muchos libros soñó con un país de tolerancia donde convivieran serbios, croatas, musulmanes, judíos, gitanos. La propia Bosnia, donde todavía hoy conviven difícilmente varias comunidades en un estado federal, era como una Yugoslavia en pequeño. Andrić vivió más tarde unos años en Visegrad, al este de Bosnia, en las orillas del Drina, y allí escribió su libro más famoso, El puente sobre el Drina, en el cual el puente que pasa por todos los avatares, donde se reúnen tertulias, donde predican locos, donde surgen amores extraños, donde una joven musulmana se tira al río y la noche para escapar de la tiranía de su padre, simboliza todos los puentes que había entre comunidades en Yugoslavia, y que un día se dinamitaron, y que ahora vuelven en algunos contextos, en circunstancias imprevistas.
Pero mucho antes que ese puente sobre el Drina en Visegrad fueron esos puentecitos sobre el agua maravillosa en Travnik, esos muros del café Cónsul donde un bosnio amaba a una austríaca, esa agua azul y loca de las montañas que colmaba la sed de todos, esa casa donde Ivo Andrić soñó con un estado de muchas naciones y de muchas miradas.
- Sor Juana libre en el sueño - martes 14 de noviembre de 2023
- La nieve andina de Álvaro Mutis - martes 17 de octubre de 2023
- Lorca en la Costa de la Muerte - martes 12 de septiembre de 2023