
Juan Rulfo (Jalisco, 1917; Ciudad de México, 1986), cuya obra medular consta, principalmente (pero no exclusivamente), de las novelas Pedro Páramo (1955) y El gallo de oro (1980), más un libro de relatos, El llano en llamas (1953), influyó en los escritores latinoamericanos del boom literario, considerándosele un renovador de la literatura en español. González Boixo, en la introducción a Pedro Páramo (Cátedra), afirma:
(…) el silencio se adueñó de Rulfo, como si el esfuerzo de crear Pedro Páramo exigiese el descanso, o como si todo ya hubiese sido dicho en sus cortas páginas (…).1
A Enrique Vila-Matas se le dio por agruparlo en los “bartlebys”, aquellos escritores cuya resequedad literaria un día dijo: ¡labores acabadas!; o porque, como existió realmente el tío Celerino, quien le contaba las historias, muchas de ellas inventadas. Se trataba de un ebrio que en sus ratos de mesura se dedicaba a labores eclesiásticas. A Vila-Matas le parece, en Bartleby y compañía (Anagrama, 2002), que es la excusa más célebre y original relatada por un escritor de su talla.
El padre Rentería podría encarnar a Irineo Monroy, sacerdote que trasladó a la casa de Rulfo su biblioteca personal, en San Gabriel.
En el célebre inicio de Pedro Páramo, Juan Preciado, el protagonista de la novela, emprende un viaje tras la muerte de Dolores, su madre, que
(…) siempre fue enemiga de retratarse. Decía que los retratos eran cosa de brujería. Y así parecía ser; porque el suyo estaba lleno de agujeros como de aguja, y en dirección del corazón tenía uno muy grande, donde bien podía caber el dedo del corazón.2
…para buscar a Pedro Páramo, un cacique del pueblo, el mero rencor viviente (su padre) de Comala. Así, Juan partirá para cobrar una deuda de años de abandono, como le dijo en el lecho de muerte Doloritas. En el camino se encuentra con Abundio, su hermano, arriero de burros, que emprendía la misma ruta a “la boca del infierno”.
En un pequeño infierno se encuentra con las voces del pasado y con los espectros de ultratumba que abarcará desde el siglo XIX, y que será diezmado por las revueltas cristeras de comienzos del XX.
El padre Rentería podría encarnar a Irineo Monroy, sacerdote que trasladó a la casa de Rulfo su biblioteca personal, en San Gabriel, pueblo donde Rulfo creció, tan pronto se desata la rebelión cristera. Fue esa una magnífica experiencia, ya que es donde emprende una —llamémosle— maratónica lectura. Trasladado ya a Guadalajara, entre ídolos, estampitas, cerinas y la ermitaña manía de leer compulsivamente todo lo que encontrara a la mano en la habitación de su abuela. Ello consistió de alimento primordial para posteriores técnicas literarias, que acaso —inconscientemente—, o por una inercia desconocida, influirían para su posterior obra maestra. Frecuentemente, Rulfo decía: “Es que yo trabajo”. Como un completo desconocido,
(…) convivía con mi soledad, hablaba con ella, pasaba las noches con mi angustia y mi conciencia. Hallé un empleo en la Oficina de Migración y me puse a escribir una novela para librarme de aquellas sensaciones. De El hijo del desaliento sólo quedó un capítulo, aparecido mucho tiempo después como Un pedazo de noche.3
Corre el año 1945. Después de un desalentado intento de publicar parte de El hijo del desaliento en la revista Romance, por fin conseguirá que su relato “La vida no es muy seria” aparezca en la revista América. Anclada en terreno firme, en Pedro Páramo advertimos, no sin fatídico lirismo, la proeza que sólo el escritor mexicano ha podido amalgamar, en medio del dolor y los padecimientos de la mítica Comala…
(…) la Media Luna de punta a cabo (…) toda la tierra que se puede abarcar con la mirada (…) de calles empedradas de piedras redondas.4
A través de mudas temporales y diálogos entrecortados, Rulfo teje la llamada “novela total”, donde los personajes dialogan entre el sueño y la vigilia, entre la locura y el desvelo:
Allá me oirás mejor. Estaré más cerca de ti. Encontrarás más cercana la voz de mis recuerdos que la de mi muerte, si es que alguna vez la muerte ha tenido alguna voz (…) Mi madre… la viva.5
Dueña de una trama (al parecer caótica), por las mudas temporales, la novela escarnece la piel del lector, por lo preciso de su tratamiento; que, resume, no sin cierta dosis acaudalada de jerigonza mexicana, la vida de un pueblo que lame con la piel candente los páramos desiertos, epítome del dolor y la alucinación en un “valle de lágrimas”6 de aire rarificado, tósigo que el mismo Rulfo llamaría a rebato, una manera de salir de la desesperación para emprender un vuelo aún mayor, el del verdadero sufrimiento: escribir.
Cuando escribí Pedro Páramo sólo pensé en salir de una gran ansiedad. Porque para escribir se sufre en serio.
(Juan Rulfo, 1980)7
Un impresionante portento de condensación narrativa, escrito en sólo cuatro meses, y cuyos cientos de páginas terminaron en la papelera, Pedro Páramo se encumbra como una de las mejores novelas seminales emergidas en México de la segunda mitad de la década de 1950.
Rulfo da libertad a la polifonía de sus personajes; refleja, como en “El espejo de tinta” borgiano, un pequeño hereje de las reglas literarias. Se aparta de la escena para dejar a los personajes hacer de las suyas; mientras, “se limaba las uñas”.8
Silencios llenos de amarga ironía, paisajes estériles en donde esos seres olvidados cumplen con dar vida a esa crudelísima verdad que fue la migración campesina a las grandes ciudades.
Hilos ficcionales sueltos; escenas detenidas en lo abrupto del páramo que la muerte mira desde un perfil cactáceo, cual otea una parvada de tordos sobrevolar malos presagios. Si se quiere, de escenas cíclicas, para hacer volar la imaginación del lector.
La mejor novela mexicana por excelencia; acaso, lumbre mayor de las letras realismo-mágicas; novela aún en la cúspide, sobreviviente al desprecio de uno de los jurados del premio Nobel, inclusive, ante la cortedad del texto; como si el universo entero de este portento faulkneriano —parafraseo a William Blake— no pudiese caber en un grano de arena.9
Suscribe, en el prólogo a una de las numerosas ediciones (Anagrama), Jorge Volpi:
Las lecturas meramente antropológicas o realistas de su estilo han ocultado la extraordinaria invención lingüística.10
Incluso, la vertiginosa celebridad de Pedro Páramo tuvo que trastabillar entre lenguas montaraces que propalaban la engañifa, como reguero de pólvora, de que la novela —de poco más de tres centenares de páginas, durante su progreso— se disputaba herederos que supuestamente ayudaron con sus consejos “de grupo literario de domingo” a corregir el manuscrito original. Escritores, amigos suyos, que no supieron reconocer el talento de uno de los inventores del realismo mágico; por no decirlo, el padre mismo de esos páramos poéticos, donde las almas mismas habitan un reino de muertos vivientes.
El asombro se repite desde 1955, en que la novela tuvo que eludir la crítica ensopada de lugares comunes, enfrentada por (¡merecidamente!) lectores desprejuiciados que se adentraban con gran fruición en la teoría mítica del desértico hálito, última luz legada por el también escritor de guiones de cine y telenovelas Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno.
El glorioso inicio de Pedro Páramo se dirige a nosotros, se dirige a todos los habitantes que conviven con sus flamantes llanos y sus fantasmas.
Soledad, fatalismo y mitología alegorizan el ambiente de Comala, que en un tentativo título “de progreso”, Los murmullos, “más sobrio pero menos contundente que Pedro Páramo”,11 conviene apartarnos de los rumores que desencadenó, para imbuirnos en su célebre tiempo amainado en el llano de hombres mustios.
Una vez más, el infierno de piel adentrándose al árido Abismo Comala.
El contumaz inicio de la novela: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”,12 posee la enaltecedora hecatombe que acrisolan, de manera casi indivisa, las obras maestras; como aquel oro viejo y perdido “horizonte del mar” (…): “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.13 O ese constelado comienzo de “Las ruinas circulares”:14 “Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche (…)”.
El glorioso inicio de Pedro Páramo se dirige a nosotros, se dirige a todos los habitantes que conviven con sus flamantes llanos y sus fantasmas recorridos a lo largo de cuerpos lívidamente ciertos, errabundos como eriales penando.
A veces, se creería que ellos asesinan a Juan Preciado; que los espectros lo llevan a la muerte, como cucarachas gigantes o como tordos transparentados por esa helada del amanecer que se quiebra con el calcinante día a media cintura, en la hacienda Media Luna. Desovillando vísceras. Esparciéndolas por la gran luna girante que abarca toda la tierra de montañas eriazas: Comala, como Santa Clara, de Onetti; como Macondo, de Gabriel García Márquez, o Yoknapatawpha County, de aquel escritor-máquina, que palabra a palabra saldaba impuestos: William Faulkner.
Muerte conviviendo con los vivos. Muerte en todas partes. Haz bajo la manga. Un ahorcado grita que la vida no lo merece. Se pega como una miel fatídica a las paredes del insomnio. Llanura plagada de fantasmas. Hombres mustios cubiertos, ocultando su rostro Roa Bastos, su mitomundo García Márquez, o la ya divulgada microhistoria de Augusto Monterroso: Juan Rulfo era un zorro que no publicó más novelas para que no fueran malas;15 entre otros hacedores de palabras que lo leyeron con la copiosa necesidad de admirar (por así decirlo) al inventor de un universo plagado de muerte y tormentos, no sin magia literaria, característica en todos los pueblos latinoamericanos, en que es cosa común habitar universos plagados de mágico-realismo, pan de cada día.
Durante el crisnerismo, Rulfo se aferra a una biblioteca entera. Mas en ella no estaba aún el ángel baldío, polifonal y estremecedor, como portentoso, de William Faulkner, a quien, sin aún haberlo leído Rulfo, y por coincidencia espiritual, emula en su técnica de los personajes, relatando escenas compactas; cada uno desde su punto de vista. Se camufla, entre sueños y realidad, una Comala perdida en el mapa; pueblo de Colima de casas blancas, donde se cocinan a fuego de inframundo sobre la “comal” (recipiente de arcilla parecido a un tiesto), tortillas de maíz; encontrada ésta, en un médano angustioso de ciertos soñantes vigilando, como en un hornillo, ante la incierta lluvia, escenas perifrásicas de tipo aforístico, minimalista.
César Leante (escritor cubano) refiere:
(…) El llano en llamas y Pedro Páramo fueron ejercicios suficientes en los que Rulfo probó su capacidad para evocar la crueldad y el dolor, y no quiso repetirlo.16
Una suerte de delirium tremens a decilitros de alcohol para apaciguar el dolor de algún deudo. Aparecidos o sueños de vivos, no son ni de lejos guiñadas de ojo al lector de a pie; son, más bien, cambios abruptos de los espacios temporales; que, amainados en un nada gratuito “estilo indirecto libre”, párrafos joyceanos que en su inicio conformaron las justamente descartadas cientos de páginas.
Hablamos de Pedro Páramo, cuyo padre es (inversamente a la novela) el baluarte que da título al libro: ¡el mismo Rulfo! Década del 50. El en ese entonces novel escritor, y también fotógrafo, integrará el Centro Mexicano de Escritores, consiguiendo una beca, período 1952-1954. Treinta años más tarde, convoca a su memoria:
Me pidieron mis cuentos y, con el título de El llano en llamas, el volumen empezó a circular en 1953.17
Juan Preciado emprende su búsqueda en tierra lunar, árida, yerma, estéril, calcinante. Ya heredaría el título de La tierra baldía, de T. S. Eliot:
(…) no está de más señalar que la primera traducción de The Waste Land, de Eliot, publicada en México, y que Rulfo seguramente leyó, se titulaba justamente El páramo.18
Una Comala infértil, devastada, donde la carestía de alimentos, el soplo del “viento de la muerte”19 y la oportuna dosis de alcohol, calmaban esa gran revolución de almas acongojadas:
Pedro Páramo es una respuesta evidente y aún más: una liquidación y una puerta abierta a la novela de la Revolución mexicana, de Azuela a Guzmán, y a la novela cristera, pero también representa un diálogo igualmente fructífero con Kafka, Hamsun o Faulkner. Y, por encima de ello, la propia novela no se plantea esta cuestión: todo aquel que se atreve a leerla, como todo aquel que decide adentrarse en Comala, no sale indemne de la experiencia. Tras haberla leído, tras haberla escuchado, ahora nosotros también estamos contaminados con la muerte; y ello, acaso, nos otorga una nueva vida.20
Gustaba dar largos paseos por las montañas, amén de fungir como agente viajero para la compañía de neumáticos Goodrich-Euzkadi. Rulfo fue también un consumado fotógrafo. En la revista América, 1949, aparecen algunas de sus fotografías, así como “Talpa” y “El llano en llamas”, en la misma (1950). “Diles que no me maten” (1952) y el artículo “Metztitlán”, en la revista Mapa; firmado como Juan de la Cosa, pulcramente ilustrado con sus fotografías que mostraban a personajes indígenas de perfil o de espaldas. Se sabe que dejó alrededor de 6.000 negativos que vienen siendo revelados por Juan Carlos Rulfo, el último de sus hijos, quien a su vez ha declarado que a este proyecto lo están llevando a cabo con dinero de los royalties de los libros del también autor del guion de cine Candelaria. À propos de este arte, legó al cine universal varios guiones fílmicos, entre los que destacan El gallo de oro y otros textos para cine (1980), “pero escritos entre finales de 1950 y mediados de 1960”;21 libro en el cual se basa el guion de la película producida en Colombia.
Los inicios de esa Comala nacieron con las anotaciones sobre papelitos verdes que iban engrandeciendo Pedro Páramo, hasta la microcósmica inconmensurabilidad de una obra maestra.
Juan Carlos Rulfo, el último de sus hijos, lo describe como un padre calmado que se solazaba escuchando vinilos de música clásica y bebiendo refrescos en la calidez del hogar. Casado con Clara Aparicio en 1948. Separado de ésta, es el año 1945 en que publica los cuentos “Nos han dado la tierra” y “Macario” (revista Pan, de Guadalajara).
Susana San Juan (esposa de Pedro Páramo), la protagonista demente del pequeño relato, acaso encarna a la fotógrafa que prendó al escritor para siempre; una Helena de la literatura universal, un descolocado personaje, a caballo entre insana o visionaria de Yoknapatawpha County:
Pensaba en ti, Susana. En las lomas verdes. Cuando volábamos papalotes en la época del aire. Oíamos allá abajo el rumor viviente del pueblo mientras estábamos encima de él, arriba de la loma, en tanto se nos iba el hilo de cáñamo arrastrado por el viento (…). “Ayúdame, Susana”. Y unas manos suaves se apretaban a nuestras manos. “Suelta más hilo” (…). El aire nos hacía reír; juntaba la mirada de nuestros ojos, mientras el hilo corría entre los dedos detrás del viento, hasta que se rompía con un leve crujido como si hubiera sido trozado por las alas de algún pájaro. Y allá arriba, el pájaro de papel caía en maromas arrastrando su cola de hilacho, perdiéndose en el verdor de la tierra (…). Tus labios estaban mojados, como si los hubiera besado el rocío (…) a centenares de metros, encima de todas las nubes; más, mucho más allá de todo, estás escondida tú, Susana. Escondida en la inmensidad de Dios, detrás de su Divina Providencia, donde yo no puedo alcanzarte ni verte y adonde no llegan mis palabras.22
¿Para qué hemos venido a este mundo si no es para hacer creíble una realidad, que, de a pocos, se derrama como miel o como perlas? Sea la consigna de un Rulfo fragmentario, que al adentrarse en su lectura habría que armar esos retazos de historias de mosaico.
Aquella
(…) reverberación del sol, la llanura parecía una laguna transparente, deshecha en vapores por donde se traslucía un horizonte gris. Y más allá, una línea de montañas. Y todavía más allá, la más remota lejanía.23
Los inicios de esa Comala nacieron con las anotaciones sobre papelitos verdes que iban engrandeciendo Pedro Páramo, hasta la microcósmica inconmensurabilidad de una obra maestra, cercana al fraseo viviente al vuelo:
(…) el primer capítulo de una novela que, durante muchos años, ha ido tomando forma en mi cabeza. Sentí, por fin, haber encontrado el tono y la atmósfera tan buscada para el libro que pensé tanto tiempo. Ignoro todavía de dónde salieron las intuiciones, las que debo a Pedro Páramo. Fue como si alguien me lo dictara. De pronto, a media calle, se me ocurría una idea y la anotaba en papelitos verdes y azules.24
Fue titulada durante su gestación La estrella junto a la luna (1 de junio de 1947), y entregada durante 1954 para que por fin apareciera publicada a título mayor, por el Fondo de Cultura Económica, como Pedro Páramo. Una novela germinal, recién escrita en una mañana eterna,25 apabullante (cuya tirada de 2.000 ejemplares sólo agotó la mitad, pues los otros 1.000 libros fueron regalados por el autor a quien se los solicitara).
Muy pocos dijeron que la pequeña gran novela; aquel universo narrativo de personajes de la tierra; “hombres de maíz” y polvo rocoso en los caminos, llegaría a ser traducida a varios idiomas: alemán, sueco, inglés, francés, italiano, polaco, noruego y finlandés, y con no menos mérito que (la crítica lo enaltecería como se merece) algunos de los personajes de la talla de Jorge Luis Borges, por ejemplo, que diría de Pedro Páramo, “un rencor vivo”, que se trata, si no del mejor libro que había leído, acaso del mejor escrito por un escritor latinoamericano. Por su parte, Elena Poniatowska, resuelta, petrifica una loa contundente a favor del escritor azteca:
(…) como un peñasco a la mitad del llano, como una de esas grandes piedras que tienen algo de figura humana (…), Juan Rulfo se alza en medio de la joven literatura mexicana, sin compañeros aparentes (…).26
Es la borrascosa biografía en medio de la aridez lunar de Comala; la herencia faulkneriana (por las desgracias y las conquistas de una cultura viva, como es la mexicana); la candente latencia del hombre del campo.
Cuando Álvaro Mutis, amigo de Gabriel García Márquez, subió los peldaños de la pensión donde éste se alojaba, llevaba un atado de libros: “Lea usted, para que aprenda a escribir buenas novelas”, le dijo, y, escogiendo el tomo más pequeño, se lo dio a Gabo. Éste, después de la segunda lectura del libro más pequeño —nos referimos a Pedro Páramo—, leyó, también, con el embeleso de una novia besada por vez primera, en la niebla del amanecer, El llano en llamas, conjunto de diecisiete relatos magistrales en su género, que influiría enormemente en su posterior obra maestra: Pedro Páramo.
La novela citada es la borrascosa biografía en medio de la aridez lunar de Comala; la herencia faulkneriana (por las desgracias y las conquistas de una cultura viva, como es la mexicana); la candente latencia del hombre del campo, inmerso, luchador, labriego callado y ebrio montaraz, que rozó la felicidad, aún enfangado en la violencia, en el temor y las revueltas civiles, y que, sin embargo, con la magistral novela, un pueblo encaramado, con la caída libre de los cuerpos celestes, curtidos por el dolor y el sufrimiento de sus muertos reviviéndolos; ¡a los mismos vivos! —como cuando se sueña que se ha despertado—, hacia reinos más etéreos que un cielo tan grande como la gran luna terrestre, compacta, fluyente de fuego hirviendo de vapor y lucha espiritual, de Comala, como Macondo, “en alguno de los caminos de la eternidad.27
Leemos en Wikipedia la gloriosa leyenda “Juan Rulfo”, galardonado con el Premio Nacional de Literatura, por el Gobierno Federal de México, en 1970; Premio Xavier Villaurrutia (1955), por Pedro Páramo; Premio Nacional de Ciencias y Artes. En 1974 viajó a Europa para participar en el Congreso de Estudiantes de la Universidad de Varsovia. Fue invitado a integrarse a la comitiva presidencial, viajando por Alemania, Checoslovaquia, Austria y Francia. El 9 de julio de 1976 fue elegido miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, tomó posesión de la silla XXXV el 25 de septiembre de 1980. Rulfo ganó el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, de España, en 1983.
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Notas
- En: “Juan Rulfo: pocas pero bruscas obras juntas”. Mario Noya. Libertad Digital. Madrid, 14 de agosto de 2006.
- Juan Rulfo. Pedro Páramo. Anagrama. España. Prólogo de Jorge Volpi.
- Op. cit. “Juan Rulfo: pocas pero bruscas obras juntas”. Mario Noya.
- Op. cit. Pedro Páramo.
- Op. cit. Pedro Páramo.
- Ibíd.
- Op. cit. “Juan Rulfo: pocas pero bruscas obras juntas”. Mario Noya.
- James Joyce. Ulises. Traducción de José María Valverde. Tusquets Editores. 9ª edición. Madrid, 2009. 791 págs.
- William Blake. Poesía completa. Edición bilingüe. Traducción: Pablo Mañé Garzón. 1ª edición. Septiembre 1980. Ediciones 29. Barcelona-España. T. II, 221 págs.
- Op. cit. Pedro Páramo.
- Op. cit. Pedro Páramo.
- Ibíd.
- Gabriel García Márquez. Cien años de soledad. Estudio introductorio de Joaquín Marco. 2ª edición. Espasa-Calpe, S. A. Madrid, 1982. p. 59.
- Jorge Luis Borges. Obras completas (1923-1972). T. I, 1.170 págs. Ficciones, p. 451. Emecé Editores. Buenos Aires, Argentina. Edición dirigida y realizada por Carlos V. Frías.
- Augusto Monterroso echó su cuarto a espadas en el caso Rulfo, a modo de fábula —como no podía ser menos. La llamó “El zorro más sabio (…) en la versión que recoge Vila-Matas en su recién mentada obra: en ella se habla de un Zorro que escribió dos libros de éxito y se dio con razón por satisfecho y pasaron los años y no publicaba otra cosa. Los demás comenzaron a murmurar y a preguntarse qué pasaba con el Zorro, y cuando le encontraban en los cócteles se le acercaban a decirle que tenía que publicar más. ‘Pero si ya he publicado dos libros’, decía con cansancio el Zorro. Y muy buenos, le contestaban, ‘por eso mismo, tienes que publicar otro’. El Zorro no lo decía, pero pensaba que en realidad lo que la gente quería era que publicara un libro malo. Pero como era el Zorro, no lo hizo”. Op. cit. “Juan Rulfo: pocas pero bruscas obras juntas”. Mario Noya.
- Op. cit. “Juan Rulfo: pocas pero bruscas obras juntas”. Mario Noya.
- Ibíd.
- Op. cit. Pedro Páramo.
- Ibíd.
- Ibíd.
- Op. cit. “Juan Rulfo: pocas pero bruscas obras juntas”. Mario Noya.
- Op. cit. Pedro Páramo.
- Ibíd.
- Op. cit. “Juan Rulfo: pocas pero bruscas obras juntas”. Mario Noya.
- Vallejo, “La cena miserable”.
- Op. cit. “Juan Rulfo: pocas pero bruscas obras juntas”. Mario Noya.
- Op. cit. Pedro Páramo.