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Borges y el ultraísmo

jueves 21 de septiembre de 2017
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Jorge Luis Borges
Cuando el joven Borges regresó a encontrarse con su Buenos Aires querido llevaba inflamado el espíritu por el ideario estético acendrado en España: el ultraísmo.

Jorge Luis Borges es otro de los literatos que ejemplifican la escritura como una suma de voluntades, cuya historia de formación da cuenta de la fecunda relación literaria entre España y América. La invaluable recopilación de Jaime Alazraki, en torno a la crítica literaria del hacedor de laberintos, permite visualizar esa compleja relación creativa interoceánica. En el libro Jorge Luis Borges (Taurus, 1976), correspondiente a la serie “El escritor y la crítica”, dirigida por Ricardo Gullón, Alazraki rastrea y pone en valor los comentarios en torno a la prosa y el verso del latinoamericano que habría de influir con mayor fuerza en el pensamiento y la literatura europeas de la segunda mitad del siglo XX y, sin duda, del siglo XXI.

Guillermo de Torre, poeta y escritor español, nacido en Madrid en 1900 y fallecido en Buenos Aires en 1971, casado con Norah, la hermana de Borges y ultraísta consagrado, testimonia las veleidades creativas en la España de las primeras décadas del siglo XX.

Ya en 1924, en fino juego literario, Ramón Gómez de la Serna deja el testimonio de un viaje futuro a Buenos Aires donde se acercará juguetón a la casa del poeta rioplatense. Evidencia de la voluntad de sentir del madrileño. Con su prosa medida, propia de las greguerías que lo consagran como uno de los grandes caricalomistas1 hispañoles, Gómez de la Serna nos describe el trabajo de Borges en su libro inicial, Fervor de Buenos Aires. Es inevitable para él comparar al poeta austral con su coterráneo que, desde la poesía, dio tanto lustre y grandeza al hispañol español como Cervantes: “Un Góngora más situado en las cosas que en la retórica retiembla en la copa de Borges”.

Cuando Borges —escribe Gómez de la Serna— tenga ya la casa definitiva en Buenos Aires, llegaré a saludar al gran poeta. La casa llena de remanso y siempre con el carácter encortinado y con las incrustaciones de concha de la primera casa de los Borges, y los cien cajones de los bargueños se apretarán en sus nichos como labios que se pliegan con fuerza:

—No está —me dirá la doncella vestida de beguina.

—Pues hágame el favor de dejarle esta tarjeta cuando vuelva —y le dejaré una tarjeta, queriendo alcanzar la gloria de quedar en el tarjetero de bronce de los Borges, el tarjetero que, como un dulceo de antiguo día de santo, tiene tarjetas en sus tres conchas superpuestas, tarjetas que quedan como pajaritos alegres en las tazas de una fuente.

Ya en correspondencia siempre con esa tarjeta mía, disfrutaré del aire sutil y poético que trasciende este verdadero poeta.

Esta irónica relación entre dos grandes de la literatura hispañola tiene su explicación en las andanzas de Borges por España, en los tiempos iniciales de su carrera literaria. Guillermo de Torre, poeta y escritor español, nacido en Madrid en 1900 y fallecido en Buenos Aires en 1971, casado con Norah, la hermana de Borges y ultraísta consagrado, testimonia las veleidades creativas en la España de las primeras décadas del siglo XX.

En el artículo “Para la prehistoria ultraísta de Borges”, publicado en Washington en la revista Hispania (1963), cuenta De Torre que el escritor argentino fue un asiduo tertuliano del Café Colonial, “nada específicamente literario”, donde el maestro Cansinos Assens había instalado el autodenominado “Diván Lírico”. Las comillas son del propio Guillermo de Torre y expresan su difícil relación con el fundador del ultraísmo. Relata que su cuñado frecuentaba también la tertulia del Oro del Rhin, bar de tapas ubicado por aquella época en la Plaza de Santa Ana. Allí se reunían los más importantes colaboradores de las revistas Grecia y Ultra: Pedro Garfias, Isaac del Vando-Villar, Adriano del Valle, Luis Mosquera, Humberto Rivas, José Rivas Panedas, César A. Comet, Eugenio Montes, Tomás Luque, Antonio M. Cubero, entre otros que De Torre no registraba ya con demasiada propiedad en 1963. La memoria ha sido un comodín a la hora de reescribir la historia. Pero son estos hechos imprecisos los que se objetivan y la consolidan como verdad irrefutable.

Guillermo de Torre enfatiza que, gracias a él, Borges conoció la “Sagrada Cripta de Pombo” de Ramón Gómez de la Serna. Es altamente probable que los fugaces encuentros y la legendaria enemistad entre el creador de las ingeniosas greguerías y el maestro ultraísta, autor de El candelabro de los siete brazos, le hayan dejado a Gómez de la Serna la imagen de un Borges lejano, “huraño, remoto, indócil, (que) sólo de vez en cuando soltaba una poesía, que era un pájaro exótico y de lujo en los cielos del día”. Borges lejano, a quien castigó con aire zumbón al comentar Fervor de Buenos Aires, libro de versos con el que inauguraba su inmortal carrera literaria. Visión muy diferente de la de Cansinos Assens, cuyo aprecio y admiración por el muy joven conquistador de continentes literarios, el incruento Alejandro de las letras hispañolas. El maestro Cansinos Assens subraya en la revista madrileña La Nueva Literatura (1927) el carácter humano y literario de su discípulo: “Pasó entre nosotros como un nuevo Grimm, lleno de serenidad discreta y sonriente. Fino, ecuánime, con ardor de poeta sofrenado por una venturosa frigidez intelectual, con una cultura clásica de filósofos griegos y trovadores orientales que le aficionaba al pasado, haciéndole amar calepinos e infolios, sin menoscabo de las modernas maravillas”.

Otro español que sostuvo una fecunda relación con las letras hispanoamericanas fue Amado Alonso (España, 1896; Estados Unidos, 1952), filólogo y crítico literario que gozó del afecto de tres suelos. Alonso participó del comprometido grupo de escritores (Victoria y Silvina Ocampo, Bioy Casares, Henríquez Ureña y el propio Borges, entre otros) que en torno a Sur nutrieron la suma de voluntades que los consolidarían como uno de los grupos más importantes de las letras hispañolas del siglo XX. El español Amado Alonso, nacionalizado argentino, que escribiría en compañía de Henríquez Ureña una de las más importantes gramáticas castellanas (1938), futuro autor del Ensayo sobre la novela histórica (1942) y posterior traductor del revolucionario Curso de lingüística general de Ferdinand de Saussure (en 1945), descubre, en el primer libro de narraciones del hasta entonces reconocido poeta argentino, un lugar que se ha vuelto tópico de tanto señalarlo: el humor en Borges. Un tema que aún merece regresos con otros paradigmas de lectura. En el ensayo “Borges, narrador”, publicado en la revista Sur, Amado comenta el primer libro de cuentos de su compañero de aventuras literarias: Historia universal de la infamia. La obra es realmente una compilación de las narraciones que aparecieron en el suplemento literario Revista Multicolor de los Sábados, del diario Crítica, de las cuales sólo “Hombre de la esquina rosada” Borges reconoce como cuento de personal y auténtica factura.

El Nobel, premio cumbre que le fue esquivo a Jorge Amado, a Julio Cortázar y, por paradoja, al escritor Jorge Luis Borges, el hispañol que iluminó la filosofía y la literatura europeas.

Como lo cuenta magistralmente Marcos Ricardo Barnatán, en Borges, biografía total, la que considero la más lograda biografía sobre el bonaerense, cuando el joven escritor regresó a encontrarse con su Buenos Aires querido llevaba inflamado el espíritu por el ideario estético acendrado en España: el ultraísmo. No importa que después abjurara de este movimiento y molestara a Guillermo de Torre; su narrativa vital y su voluntad de escritor ya estaba tocada por el imperativo de la perfección en el ritmo y las imágenes; en la búsqueda de la palabra precisa para describir los hechos y suscitar resonancias trascendentes y arquetípicas: aquellas huellas acústicas que conectan con la historia filogenética de la humanidad.

Podríamos extendernos en esta revisión de los autores aparecidos en el trabajo de Alazraki que comentan críticamente la obra de Borges (Sábato, Casares, Reyes, etc.), pero la intención en esta oportunidad es evidenciar el diálogo sostenido entre América y España en el proceso de construcción del fenómeno literario del siglo XX que ahora mismo, a vuelo de teclado, denomino “el siglo de oro de la literatura hispañola”. Una expresión integradora de los esfuerzos creativos de Iberoamérica, que escapa a la excluyente, mercantil y reduccionista expresión “boom latinoamericano”.

Siglo XX que se inicia con la voluntad revolucionaria de Rubén Darío, considerado el fundador del modernismo, y la mirada iluminada de los ensayistas Unamuno (1864-1936) y Ortega y Gasset (1883-1955), y concluye, apoteósico, con un número sustancial de premios Nobel iberoamericanos: la ternura inaugural de la poeta y pedagoga Gabriela Mistral (Chile, 1889-1957), la valentía contestataria del novelista y poeta Miguel Ángel Asturias (Guatemala, 1899-1974), la comprometida mirada y la voz continental de Pablo Neruda (Chile, 1904-1973), la enormidad narrativa y mágica de Gabriel García Márquez (Colombia, 1928), el naturalismo del novelista Camilo José Cela (España, 1916-2002), la intención comprehensiva del poeta y ensayista Octavio Paz (México, 1914-1998) y el rojo fundamental de la literatura universal José Saramago (Portugal, 1922). Sí, Portugal y Brasil, porque el hispañol no se agota en el castellano; incluye al valenciano, al catalán, al sefardí, al aimara, al quechua, al lunfardo, a todas las panhispánicas culturas, para no extenderme en tediosas enumeraciones. Premio cumbre que le fue esquivo a Jorge Amado, a Julio Cortázar y, por paradoja, al escritor Jorge Luis Borges, el hispañol que iluminó la filosofía y la literatura europeas (Foucault y Calvino lo testimonian), pero que por fortuna no le fue birlado al más grande narrador de nuestros tiempos, autor de Cien años de soledad, considerado, después del Quijote, el libro más significativo de nuestro idioma —el hispañol, reitero. Bien apertrechada se prepara Iberoamérica para enfrentar los retos de un hispañol trimilenarista que la integre y la potencie.

Carlos Alberto Villegas Uribe
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Notas

  1. Caricalomía es el ejercicio particular de la caricatura (lato sensu) que utiliza volitivamente el lenguaje escrito (calamus) para recargar (caricare) la realidad, con el propósito de producir risa en el lector.
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