
“Quemada por el viento del
silencio una puerta golpea
en mi memoria”.
Teófilo Tortolero
El poeta Alberto Hernández, a pesar de no haber nacido en Maracay, lleva la ciudad en los ojos; la vive y la siente de una manera tal que la reconstruye poéticamente y le da un sitial especial dentro de nuestro imaginario. Muestra de ello lo constituye su poemario El poema de la ciudad (Estival, 2003), en el cual Maracay, sus calles y esquinas, personajes, arquitecturas, fantasmas, además de ausencias y presencias, queda plasmada en sus páginas como el más preciado patrimonio. Acá dos de sus poemas:
Pasaje catalán
La ruina pronostica la entrada.
Al fondo,
La agonía del tiempo en los ojos de un perro.
Glorieta
En medio de la plaza, el redondel techado aspira al cielo.
La retreta fascina la nocturna porfía de una modernidad inocente.
Vicente Salias y Luis Landaeta voltean para mirar la fachada
del hotel Jardín, mientras la pobre canción de 1811 encaja
en la perfecta disonancia de una puñalada.
Los pasodobles, los valses y Billo’s le dieron paso a los besos públicos,
al semen secreto bajo la colmena cósmica de la plaza Villanueva.
Alberto, como buen anfitrión en el marco de una puerta, la puerta de su escritura, nos invita a pasar a una ciudad tal vez olvidada o ignorada por algunos de sus habitantes. Confieso, como maracayero, haber descubierto o refrescado en el mar de letras de nuestro poeta a otra Maracay, a la de sus verdaderos orígenes, a la que hace honor a su nombre de grito o dolor.
Para un poeta, una puerta no es el objeto utilitario por el cual atravesamos a diario. Una puerta, a su vez, puede ser millones de puertas. Una palabra puede ser una puerta; una imagen que nos lleva a otro mundo, incluso hacia nosotros mismos, también puede serlo.
Alberto es eso, una puerta, yo diría que es una puerta hacia el silencio. Hombre que habla poco pero, a su vez, dice mucho.
Dependerá pues del poeta que esa puerta, o miles de ellas, tengan cerrojo, o por el contrario, estén abiertas como un cielo.
Alberto Hernández a través de sus ojos, porque él escribe con los ojos, nos lleva a tantos mundos, a tantas ciudades como puertas puedan existir. Puertas que nos llevan siempre a un sitio, o a ninguno, que nos mira, que nos escruta, que nos dice.
“Soy todas esas puertas, ese paisaje invisible”, nos dice Alberto en su poemario Puertas de Galina (Memorias de Altagracia, 2010). Alberto es eso, una puerta, yo diría que es una puerta hacia el silencio. Hombre que habla poco pero, a su vez, dice mucho. Hombre paisaje de su mundo visto y leído. Hombre silencio o habitado por él, pues nuestro amigo Alberto, en una de sus tantas facetas, es un mimo.
“¿Quién está detrás de ella / y no dice el silencio que lo habita?”, nos interroga Alberto en uno de sus tantos versos. Él, como otros tantos poetas, está habitado por el silencio. El silencio, tanto en la música como en la escritura, es el fin, es la perfección ansiada, buscada. Eso refleja nuestro poeta con el paso del tiempo, versos con menos palabras que nos dicen mucho más. Yo muchas veces, en conversaciones imaginarias, le digo que parece una casa donde reposa el silencio. Él me contesta sabiamente que sí, pero que para llegar allí hay que recorrer un largo pasillo.
Alberto nos deja claro, en su poemario Puertas de Galina, que el silencio está detrás de “la última puerta”, pero a su vez nos dice que “quien entra cierra la puerta”. Entonces esa última puerta ¿será la muerte? Quién sabe. En todo caso la muerte es un tema citado eternamente por la poesía y los poetas. Por ejemplo, nuestro poeta en El poema de la ciudad, poemario ya identificado en líneas previas, nos habla recurrentemente de dos temas que yo diría son inseparables e inevitables en el quehacer poético: la muerte y el silencio. Para finalizar, cito:
Cementerio
La eternidad termina en el silencio.
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