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Vallejo y Barba Jacob, hermanos en el desarraigo

jueves 10 de mayo de 2018
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Porfirio Barba Jacob (izquierda) y César Vallejo
El colombiano Porfirio Barba Jacob (izquierda) y el peruano César Vallejo, a pesar de sus distantes latitudes, vuelven a encontrarse en la vidriera de los tiempos y los templos.
(Homenaje a Luz Amparo Palacios Mejía)

Decid cuando yo muera y el día esté lejano, soberbio y desdeñoso, pródigo y turbulento, en el vital deliquio por siempre insaciado, era una llama al viento.

De esta manera, otro poeta de la angustia, el dolor y el desarraigo, el colombiano Porfirio Barba Jacob, podría reflejar la personalidad atormentada del poeta peruano por excelencia: César Vallejo.

Porque de alguna manera, estos hombres eran hermanos, y no sólo en poesía; sus rostros angulosos, sus huesos fuertes y una estampa alargada hasta la sombra, les conferían aire de familia.

Vallejo, lejos de su tierra, encuentra en la íntima conversación consigo mismo el reflejo de esa otra patria lejana que, como todo desarraigado, añora, desea, adolece.

Abordar Sermón de la barbarie, poemario póstumo de Vallejo, salvado del olvido gracias al persistente amor de su esposa Georgette, es volver a la poesía profunda del poeta peruano.

Ya en Trilce, César Vallejo hacía sonar las trompetas de la vanguardia en su propio continente, cuyos ecos repercutían en una Europa aún adormecida por las triunfales fanfarrias del modernismo de Rubén Darío y José Asunción Silva.

Estos ecos modernistas, es necesario acotarlo, que aún resonaban en el Vallejo de Los heraldos negros —1918— (“Sauce”, “Medialuz”, “Ascuas”), pero ya el desarraigo empezaba a abrir un camino de salida a esa angustia insondable.

Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma… ¡Yo no sé!

Son pocos; pero son… Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre… Pobre… ¡pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!

(“Los heraldos negros”).

Estos versos aislados en su primer poemario ya portaban el germen de ese dolor incógnito o de ese conocimiento lúgubre y letal que acompañarían al poeta, como bien podría haberlo señalado Barba Jacob.

Trilce —1922—, poemario angular de la poesía universal, profundiza ese dolor intenso de Los heraldos negros, e introduce un malestar en la forma y en el lenguaje para instaurar, a este lado del Atlántico, la personal vanguardia de Vallejo, precursora de la voz timbrada de Huidobro en su poemario Altazor —1931—, otro de los hitos de la vanguardia poética en Occidente.

Trilce es para Vallejo una manera nueva de asumir el verso libre y vulnerar el lenguaje canónico con voluntad de señorío, pero también una conciencia de nadar contra la corriente, como lo señalara el libertario José Carlos Mariátegui (el Amauta, como es conocido en el Perú) en el libro Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928); allí, en el ensayo “El proceso de la literatura”, el Amauta cuenta que Vallejo remitió una carta a Antenor Orrego donde defiende su posición y evidencia su conciencia poética, su voluntad de instaurar, a través de Trilce, una nueva estética en las letras.

El libro ha nacido en el mayor vacío. Soy responsable de él. Asumo toda la responsabilidad de su estética. Hoy más que nunca, quizá, siento gravitar sobre mí una hasta ahora desconocida obligación sacratísima, de hombre y de artista. ¡La de ser Libre! Si no he de ser libre hoy, no lo seré jamás. Siento que gana el arco de mi frente su más imperativa fuerza de heroicidad. Me doy en la forma más libre que puedo y ésta es mi mejor cosecha artística.

Trilce constituye entonces la expresión inicial de su desasosiego, de su primigenio desarraigo: la lucha desde la palabra escrita contra ese lenguaje impuesto que de alguna manera no podía conciliar los ancestros europeos con la sangre milenaria que ascendía por sus venas desde las alturas de Machu Picchu hasta su creciente conciencia universal. Ese primer y principal desarraigo es sobre todo un desarraigo con su tierra, con sus circunstancias históricas, con el propio lenguaje.

Sermón de la barbarie parecería ahondar en ese desarraigo vallejiano, extremándolo.

Pero en esta oportunidad escribe desde la conciencia de sentirse desarraigado, ya no de un lenguaje impuesto pero propio, sino desde un lenguaje ajeno, extraño, de sonoridades hermosas pero de realidades inicuas. Un lenguaje que segrega y hunde en más oscuras profundidades a pesar de su mito libertario.

Vallejo, lejos de su tierra, encuentra en la íntima conversación consigo mismo (sus poemas no son editados como libro hasta después de su muerte) el reflejo de esa otra patria lejana que, como todo desarraigado, añora, desea, adolece.

El desarraigo tiende puentes a otras partes, quema las barcas, pero deja intacta la orfandad para que se añore el regreso o se valore un pedazo de tierra que tampoco será del desarraigado, ni cuando éste regrese y, menos aún, cuando ese regreso se produzca. Quizás por esta razón los poemas de Sermón de la barbarie le cobran a la tierra que lo acogió, el despojo históricamente padecido por esa América lejana a la cual él tampoco pertenece. Reclamo que su militancia ideológica y su conciencia política demandan con persistencia, en compensación por el dolor de todos los despojados.

Por entre mis propios dientes salgo humeando,
dando voces, pujando,
bajándome los pantalones…
Váca mi estómago, váca mi yeyuno,
la miseria me saca por entre mis propios dientes,
cogido con un palito por el puño de la camisa.

Una piedra en que sentarme
¿no habrá ahora para mí?
Aun aquella piedra en que tropieza la mujer que ha dado a luz,
la madre del cordero, la causa, la raíz,
¿esa no habrá ahora para mí?
¡Siquiera aquella otra,
que ha pasado agachándose por mi alma!
Siquiera
la calcárida o la mala (humilde océano)
o la que ya no sirve ni para ser tirada contra el hombre
esa dádmela ahora para mí!

Siquiera la que hallaren atravesada y sola en un insulto,
esa dádmela ahora para mí!
Siquiera la torcida y coronada, en que resuena
solamente una vez el andar de las rectas conciencias,
o, al menos, esa otra, que arrojada en digna curva,
va a caer por sí misma,
en profesión de entraña verdadera,
¡esa dádmela ahora para mí!

Un pedazo de pan, ¿tampoco habrá para mí?
Ya no más he de ser lo que siempre he de ser,
pero dadme
una piedra en que sentarme,
pero dadme,
por favor, un pedazo de pan en que sentarme,
pero dadme
en español
algo, en fin, de beber, de comer, de vivir, de reposarse
y después me iré…
Hallo una extraña forma, está muy rota
y sucia mi camisa
y ya no tengo nada, esto es horrendo.

(“La rueda del hambriento”)

Esos desarraigos los entiende César Vallejo desde la entraña y por eso, ante la perspectiva de algún improbable regreso, prefiere y predice su muerte en esa tierra ajena pero también suya en el dolor, como cualquier tierra que sus plantas pise. Terrenalidad y añoralgia —añoranza mezclada con nostalgia—, pan de cada día del desarraigado, y juego de tiempos y regresos inimaginables, como en los versos premonitorios donde hoy será ese mañana que nunca regresa.

Me moriré en París con aguacero
una tarde de la cual tengo ya el recuerdo

(“Piedra negra sobre una piedra blanca”)

Juegos del lenguaje entre la materialidad y lo espiritual construyendo, dialécticamente, una escalera de significaciones para dejarnos al borde del abismo. Tesis y antítesis que puede llegar a ser síntesis impronunciable en los labios arrobados del lector silencioso, quien apenas intuye un asomo de la verdadera intención del poeta, pero a quien le han sido abiertas las puertas del asombro profundo, inenarrable, ese abismo del dolor compartido, pero apenas enunciado.

Consolado en terceras nupcias
pálido, nacido.
Voy a cerrar mi pila bautismal, esta vidriera,
este susto con tetas
este dedo en capilla,
corazonadamente unido a mi esqueleto.

(“Y si después de tantas palabras”)

Porfirio Barba Jacob no sólo habla de sí mismo en el poema “Futuro”; por el contrario, parece retratar con sus versos a ese otro grande desarraigado de América: César Vallejo.

Desarraigo de la tierra, de la historia, desarraigo del lenguaje, pero principalmente, como lo ha señalado con propiedad, el también poeta peruano Paul Guillén, desarraigo de sí mismo, de su propia materialidad, magistralmente expresado en los poemas de Sermón de la barbarie.

Y de nuevo los grandes vuelven a mirarse en el espejo de las hermandades, porque César Vallejo y Porfirio Barba Jacob, a pesar de sus distantes latitudes, vuelven a encontrarse en la vidriera de los tiempos y los templos, las mismas angustias, los mismos ojos hundidos, los mismos rostros angulosos y altaneros, los mismos húmeros hendidos parte a parte. Entonces el espejo del desasosiego los refleja en sentimientos para hermanarlos en la palabra, en la conciencia de visiones compartidas, en los incesantes pasos por tierras y latitudes distintas y distantes que los acogen a pesar de ellos mismos, de su insondable desarraigo.

Por eso cualquier fragmento de la palabra, cualquier verso, tiene en el desarraigo, ese espejo compartido, las propias imágenes del otro. Por esa condición de hermandad profunda, Porfirio Barba Jacob no sólo habla de sí mismo en el poema “Futuro”; por el contrario, parece retratar con sus versos a ese otro grande desarraigado de América: César Vallejo.

De simas no sondadas subía a las estrellas,
un gran dolor incógnito vibraba por su acento,
fue sabio en sus abismos —y humilde, humilde, humilde—
porque no es nada una llamita al viento…

Y supo cosas lúgubres, tan hondas y letales,
que nunca humana lira jamás esclareció,
y nadie ha comprendido su sórdido lamento…

Era una llama al viento y el viento la apagó.

(Barba Jacob, “Futuro”)

Desde esas simas del desarraigo, la voz de uno es también la voz del otro, a tal punto que Barba Jacob podría decir con las propias palabras de César Vallejo:

Yo nací un día
que Dios estuvo enfermo,
grave.

(“Espergesia”)

Carlos Alberto Villegas Uribe
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