
Hay una barricada en el oficio de los historiadores que parece infranqueable. Al momento de pretender abordar una época, un momento, un tiempo, llegamos a la conclusión de que a pesar de la calidad documental de las fuentes, ese tiempo, al final de todo, es irreproducible; es decir, que podremos lograr un relato, una narración epocal, sin embargo reproducir las percepciones de la época es cosa de la ciencia ficción: la primera de todas las novelas que trata una máquina del tiempo en la literatura es del español Enrique Gaspar y Rimbau, El anacronópete (1887); más tarde, la novela The Time Machine, de H. G. Wells (1895), inspiradora de dos películas homónimas en 1960 y 2002 y, por lo demás, la más famosa del género. Dentro de la cultura cinematográfica pop cómo no mencionar la obra maestra de Robert Zemeckis y Bob Gale Volver al futuro (1985) y la distopía apocalíptica Terminator, de James Cameron (1984). Son piezas icónicas del viaje en el tiempo, la única opción de un historiador para finalmente lograr representar las percepciones, las sensibilidades reales de un momento específico a través de un viaje por el reloj.
Huelen a la tinta del tiempo pasado sus palabras sobre aquella imprenta donde aprendió la primera anatomía de los libros José Rafael Febres Cordero.
A modo de confidencia y a la vez de reconocimiento metodológico, historiográfico y, si es admisible, crítico también, leyendo y analizando los discursos de José Rafael Febres Cordero (Mérida, Venezuela, 1898-1974) incluidos en Obra selecta (Fundecem, Mérida, 2019) hemos realizado lo más parecido a un viaje en el tiempo. Don Pepe Febres Cordero no creemos que haya pretendido ser —más allá de disciplinado lector, culto escritor y diligente bibliógrafo-bibliófilo— historiador de oficio, de rigor, y sin embargo en sus discursos, salutaciones y exordios elaboró por medio de la calidad de su escritura y sentimientos acerca de Mérida —como ciudad, como anfiteatro de grandes personajes, como paisaje y como atmósfera— una plena y clara representación de su territorio vital.
Construyó de una manera diferente la realidad del pasado de Mérida por medio del discurso, es decir, los gremios de la ciudad le pedían a José Rafael Febres Cordero que con su ávido lápiz arreglara unas palabras de rigor ceremonial para la ocasión y claro, sin pretenderlo —o sí—, el escritor acudía a todas las esquinas de su memoria, de sus sentires y evidentemente de su biblioteca; de la herencia determinante de ser hijo del polígrafo más interesante y notable de Mérida, prendado de recuerdos, conversaciones cotidianas —de esas en que cualquier cosa puede surgir—; todo unido al místico elemento de la esencia, de ser un merideño esencial, dio como resultas su capacidad de hacer viajar a los demás por el tiempo.
En su discurso por la develación del mármol de un prócer, don Pepe acudía a su erudición histórica del héroe, pero unido esto al contexto cotidiano del lugar de procedencia del mismo, de su gente, del pueblo, de su paisaje, de su clima. Juntaba en el discurso los detalles de la vida del protagonista, de sus palabras con la necesidad romana de encontrar un lugar en la conciencia civitas emeritense y al mismo tiempo un lugar en el universo de ese pequeño recodo de Mérida. Eso es la vida: una esquina universal en la memoria de alguien. Eso es, precisamente, un viaje en el tiempo.
El humor no se echa de menos en la arquitectura de estos discursos, un humor además que comprende justamente el sentir epocal de un lugar, una ocurrencia, un lance que, con menos imaginación y menos meditación de lo que se cree, es un traslado vertical y rápido a un punto pasado de Mérida, como si se estuviese con el arzobispo Silva, a caballo, por un sendero atardecido de Mérida, burlándonos del destino.
Huelen a la tinta del tiempo pasado sus palabras sobre aquella imprenta donde aprendió la primera anatomía de los libros José Rafael Febres Cordero. El santo Juan Bosco pareciera que en algún momento viniera a Mérida a hacer un truco de cartas. La inocencia y el compromiso de una ciudad letrada —la república de las letras— ante la mitra y la política, todo esto sin sonar vetusto, falso, enjuto ni rancio: lo leemos para tener esa percepción en el justo lugar, en el preciso tiempo que el discurso de don Pepe nos lleva. Un viaje en el tiempo. Estos discursos son la máquina del tiempo.
Al lector de los discursos de don Pepe Febres Cordero le digo: prepárese para un insólito encuentro con la esencia de una ciudad perdida.
Todo viaje en el tiempo lleva a un lugar, donde supuestamente debe ocurrir la historia. Ese es el viaje que propone José Rafael Febres Cordero. Podríamos hacer la salvedad de que probablemente no escribía sus discursos con ese fin; empero, estamos seguros de que esa fue su redonda y completa intención: que la audiencia peregrinara al pasado de Mérida, pero con sensación de tiempo presente, y si esto es leído hoy, año 20 del tercer milenio, el viaje es terriblemente más intenso, pues esa ciudad se desvaneció —la de don Pepe—, sufrió la metamorfosis de la modernidad forzosa, el aniquilamiento parcial de su esencia, la tragedia del desdibujamiento, el paso de los seres anónimos que no sabían —ni saben— dónde pisan. Acaso en el momento de los discursos ese alcance de lo pretérito era menos; por ello es que, leídos hoy, el vértigo es mayor, pues leemos una idea de Mérida para una gente que a su vez tenía otra imagen de Mérida más cercana al constructo de don Pepe; hoy nuestro concepto de Mérida está lejano del de aquellas audiencias que, a la vez, como receptoras de ese discurso, se iban con él a ese propio viaje del discursante.
Al lector de los discursos de don Pepe Febres Cordero le digo: prepárese para un insólito encuentro con la esencia de una ciudad perdida, prepárese para entender por única vez cómo cabalgaba un arzobispo en la noche campanaria de esta república de las letras que llegó a ser Mérida. Cuídese de la meseta de Tatuy, de la Laguna de Urao —que ya es muy mística—; mascará chimó con el arcano Érebos y con las hijas de Chía, esperará que no llueva en el descampado Circuito Teatral Los Andes de Valeriano Diez y Riega, donde quedaba la Sociedad Unión Protectora de Mérida; va a ir en la misma mula a Roma y a Timotes, a Ayacucho y a la avenida Ramos de Lora —con el prelado. Los comuneros del Socorro pedirán un vaso de agua, y usted dudará en sacar el delicado tema de los impuestos. Regrese de vuelta, pero entienda que no aterrizará en la Mérida de don Pepe, aterrizará en esta del año 20 del tercer milenio y, créalo, también es Mérida.
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