
Conocí a Guillermo Martínez González en 1995. Llegué a él gracias al libro El árbol puro del río, publicado en 1994. Por aquel entonces, los poetas nacidos a finales de los años 60 apenas nos abríamos al mundo poético y a las búsquedas literarias. Guillermo fue un referente para las nuevas generaciones, no sólo por ser el poeta más reconocido del Huila, después de Rivera, sino por su belleza poética y sus versos rebosantes de sencillez y profundidad.
Al encontrarme con El árbol puro del río, quise ahondar más en las propuestas poéticas de Martínez González. Fue entonces cuando llegué a Puentes de niebla y descubrí que Guillermo no sólo los había recorrido y demarcado; Guillermo los había atravesado con su voz, su estro y su poética de la fascinación. Martínez González, desde Declaración de amor a las ventanas (1980), fue un poeta que destacó por su tono existencial, filosófico, metafísico; emparentado con el paisaje, la naturaleza, los elementos y las grandes revelaciones del agua.
Esa es una de sus mayores constantes: el agua. Pero el agua no sólo como un elemento preciado, ahora que el mundo está acabando con ella, sino el agua como metáfora, a la mejor manera de Heráclito. Entonces Guillermo es un relator de los cambios complejos del hombre, de los días transcurridos; del movimiento vertiginoso de las hojas de un árbol que aún continua de pie. Ese árbol es el poeta y lo es la palabra. Y en su poesía se ve eso como una estría profunda en el canto de quien escribe:
Vértigo
Lenta
Cae una hoja.
Lo demás es silencio.
Una de las grandes preocupaciones de Guillermo Martínez González ha sido el tiempo; eso se expresa a lo largo de su línea imaginaria. Su poesía, desde ese trabajo iniciático llamado Declaración de amor a las ventanas, marca esa constante, como lo expresa este poema inédito “Vértigo”. ¿Qué es el vértigo sino el temblor frente a la celeridad de la corriente y de la desembocadura del río? ¿Qué es el vértigo frente a la fugacidad con la que se expresa la historia? Y es allí donde el agua de Martínez González es metáfora, es allí donde están sus puentes de niebla, el árbol más puro de ese río finito que es la vida.
La casa
Poco a poco se fue cayendo
Sin que nadie la habitara por dentro
Como una mujer abandonada.
El polvo caía de sus columnas
De sus techos de barro
Desvencijados por la lluvia y el viento.
Caía el polvo sobre la cal viva
Para formar un solo tumulto
Un muerto caos
Invadido de gusanos.
Caían sus muros
Como cuando se muere un padre
Entre la agonía de los perros
Y el espanto de los árboles.
Caía la casa
Y su espectro hirió el ojo
La enredadera flotante
El relincho del caballo
Ante la última luna.
¿Qué es la casa sino el cuerpo de la existencia? Y estas obsesiones del poeta nada tienen que ver con su vida personal —aunque también podrían entenderse de esta manera—, sino que lo suyo es una consideración universal, derivada de lo vertiginosa que es el agua del río frente a la quietud apacible del ser. Y si bien su Ser permanece incólume ante la fragosidad de los días y las horas, de los años ruidosos, de los lustros y la sombra de los lustros, la poesía de Guillermo Martínez González registra una cosmología que no sólo tiene que ver con su universo personal, la mirada con la que el poeta dialoga con la cotidianidad y la naturaleza, sino que también involucra, como poeta y vidente, las angustias colectivas del ser colombiano, las transformaciones existenciales del ser latinoamericano y los sueños elementales de un hombre ecuménico.
En Guillermo vemos la sabiduría del tao, las impresiones minimalistas del saber oriental, el acto de interpelar su realidad inmediata, que puede ser la realidad de cualquier ciudadano del globo terráqueo:
Ciudad
Maligna es esta ciudad
Como baba del diablo
Desde que surge la luz del sol.
Donde la lluvia cae interminable
Como una monodia
Sobre los ventanales y los muros
Sobre el rostro de pordioseros
Que aúllan como bestias heridas
Ante los basureros
Las iglesias
Y los portalones de mármol.
Donde cada saludo
Se parece a una pedrada
E inútiles brillan las estrellas en el cielo.
Sí, maligna es esta ciudad:
Temibles sus atardeceres de vaho plomizo,
Sus crímenes ocultos, sus jóvenes asesinos
Que conspiran en los bares.
Terrible es el espasmo de sus prostitutas
En los baños o los camastros de tendido grasiento
Mientras avanza el alba como un puñal
Sobre el sueño de los pobres.

Esta ciudad, la ciudad del poeta, no tiene territorio fijo. La desterritorialización del hombre moderno, con sus afanes y sus necesidades impersonales, sitúan las preocupaciones de Martínez González en un no-lugar que termina por abarcar al ser humano como especie. El poeta nos habla de la era del vacío, de las oquedades que llevan los seres que transitan por las modernidades periféricas, de la mezquindad del individuo posmoderno, cualquiera que sea su geografía. Y esto también tiene que ver con la metáfora del tiempo, el río que transita por los puentes de niebla que son la vida y la muerte; el principio y el fin de todas las cosas.
La poesía de Guillermo Martínez González oscila entre lo íntimo (como fuerza iniciática y creadora) y lo objetivo (como motor externo de contemplación). Sus obsesiones son filosóficas, pero también transitan lo cotidiano, lo manifiesto, lo visible y lo invisible; lo profundo y lo elemental (siempre desde lo no físico). Es una poesía espiritual y física, tangible e intangible, visible e inaudible. Y así, como el agua, corre rápido, sacude los bastidores, rompe las estructuras de los puentes de niebla que conforman la historia de los sujetos contemporáneos:
Vuelve creciente
Vuelve creciente
Con tu rugido de bestia oscura
Cargada de troncos
Animales muertos
O con los ojos desorbitados.
Vuelve con la furia de tu agua
Que muerde los acantilados
Con tu diluvio
De batracios negros
Agonizantes en la hierba
Y tu grito de dios
Herido en la noche.
Inundación que arrasa piedras
Perros y flores de plátano.
Turbión
Agua de tormenta
Vuelve.
Su poesía nos habla desde múltiples orillas, y construye el discurso literario desde una declaración de amor a las ventanas: ese manifiesto de la sobriedad, de la espontaneidad madura, de la serenidad del hombre contemplativo que aprendió a cruzar los puentes de niebla desde comienzos de los años 80.
Antología
Esas tardes, esos paréntesis
Sucede que hay días
Que hay tardes en que uno
No quisiera trabajar
En que uno quisiera estar por ahí
Fumándose un cigarrillo
O bebiéndose un buen vino
Mientras se acerca la noche.
En que uno quisiera estar por ahí
Hablando sobre las primeras novias
Con un viejo amigo
Mientras la lluvia cae sobre la ciudad
Como una cortina blanca
Como un coro de ángeles húmedos.
Sucede que hay tardes
En que uno quiere volar por la ventana
En que uno quisiera ser como la música
Que no pesa en el aire ni en los hombres
En que uno está para soñar
Para conversar con antiguos
Días de la infancia.
Sucede que hay días así
Mañanas de esas en que uno amanece de vago
Tardes de ésas paréntesis de ésos
En que duelen los horarios del oficio
Y las teclas de la máquina
Se clavan en el alma.
En que uno está totalmente
Desligado del mundo
Y no quiere hacer nada
Y quisiera estar todo el tiempo
Bailando sobre la lluvia.
Piensa en sus cabellos de agua
Si un hombre
Vestido de lluvia
Te visita en la noche
No lo dejes partir muchacha
Piensa que sus cabellos
Son de agua
Que él ha escapado
De salvajes que bailan
En el verano.
Piensa que es alguien
Que conoce la música de los acantilados
Un hombre dispuesto
Para el tercer turno
De los oficios de la noche.
Alguien que ha caminado
En el mar sobre las aletas
De los tiburones.
No lo dejes partir
No lo dejes que se pierda en la tarde
Como si el arco iris devorara su cabeza.
Piensa que él jamás estropeará tus pies
(Él será suave como la luna
Llena de pájaros)
Ni pasará como el viento sobre tu lecho.
Y ordenará tu cama
Y tu colección de abejas
Y no te dirá adiós sin un mensaje
De palomas en la puerta.
Saludo al mundo con mi séquito de fantasmas
A veces despierto en la noche
Sobresaltado por el galope secreto del viento
Por la conversación transparente
De mujeres desnudas
Por el fragor de antiguas batallas
Y el humor dulce de recientes muertos.
Y entonces invadido de inmensos
Surtidores de mariposas
Poseído de la canción incesante
Del mar que me persigue desde la infancia
Saludo al alba con extrañas metáforas
Doy mis buenos días al mundo
Con mi séquito de fantasmas.
Una resurrección
Una resurrección,
Pido ahora para poder vivir
En estos días de muerte
De mal que se agarra
A mi garganta como una soga.
Para volver a sentir de nuevo mis heridas
El sol que quema al deseoso
El odio, la ironía que nace de mi amor.
Para volver a verte, amiga mía,
Dulce cantora entre la lluvia,
Como cuando estábamos poseídos de luz
Y tú soñabas frente a mi espejo
Y de tu boca salían pájaros.
Renacer,
Eso pido como cualquier Lázaro
En estos días en que transito
Solo en la sombra
Como piedra lanzada al vacío.
Muchacha en el río
Recuerdo tu pubis bajo la sombra del puente.
El ruido del agua junto a tu cuerpo.
Recuerdo la salvajina y tu voz que sobresalía
del Chorro de las Piedras. Te recuerdo
junto al caballo, junto a la estrella que descendía
del árbol. Te recuerdo así: desnuda
sobre las piedras del río.
Caín
Mudo contemplaba la hoguera cuando
pensó en matar a Abel. Ciego anda el crimen
desde la tarde en que levantó su garrote de
odio, su hueso negro.
Los muertos
Amanecían en las calles con la cara de
espanto alterada por las moscas
O bajaban al pueblo en el lomo de las mulas
guindados como animales de sacrificio
O flotaban en la hierba y el río con el
treno inflamado bajo la luz de la luna:
En aquel tiempo
la violencia se paseaba con su tambor
de medianoche por las aldeas.
Estás aquí
Estás aquí
Para alumbrar lo muerto
Para llenar los ojos
Del que cree en el milagro.
No sabrías volar
Si no supieras de pájaros
Si no conocieras el aire
Para erguirte como el árbol.
Soñadora: penetras en los
Huesos del pobre
Del que deambula solitario
Por las calles del mundo.
Tienes la luz de la estrella
Pero tu poder
Está en el silencio
Del hombre que se desangra.
Guillermo Martínez González (La Plata, 11 de mayo de 1952; Bogotá, 26 de septiembre de 2016) fue un poeta, ensayista, editor y librero colombiano.
Licenciado en Filosofía en Letras, ejerció hasta su muerte como librero y editor.
Publicó los libros de poemas Declaración de amor a las ventanas (1980), Diario de media noche y otros textos (1984) y la selección anotada de poemas Marx y los poetas (1984), Puentes de niebla (1987), El bosque de los bambúes (traducciones de poesía china, de 1988), Mitos del Alto Magdalena (1990), Lu Xu, poemas (traducciones de 1990) y El árbol puro del río (1994).
Publicó varios libros de versiones de poetas chinos, entre otros: Wang Wei, Lu Xin, Li Po, etc.
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