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Humberto Márquez, el poeta de los boleros

domingo 27 de junio de 2021
Humberto Márquez
Sobre el bolero y ese ritual llamado despecho nadie ha escrito con mejores detalles que Humberto Márquez.

(Este texto es el prólogo de De bares, boleros y meretrices, libro de Humberto Márquez de próxima aparición).

Las muchachas ocupaban una hilera de sillas. Sus vestidos parecían un florecimiento de campanulas y cayenas. Eso ocurría cuando pocas mujeres usaban pantalones y el vestido generaba una curiosidad similar a la que despertaba la carpa del circo: ¿qué misterios esconde?

Uno miraba a la muchacha que deseaba conocer, amiga de unas amigas, representación de otras familias, visitante de barriadas sin explorar, y al lanzar esas miradas el corazón saltaba como perro alegre, pero los pies parecían de hierro.

Afortunadamente la muchacha admirada poseía un imán y jalaba fuertemente. Los pies de hierro se movían estilo robot. Uno esperaba el estallido de una guaracha, una salsa, algo con ritmo, porque era más fácil que ellas aceptaran bailar a medio metro de la excitación. Pero eso imponía la necesidad de conocer algunos pasos con gracia y estilo para no quedar en ridículo.

El bolero era la antesala de todas las pasiones, de todas las felicidades y sufrimientos.

Aunque lo verdaderamente terrorífico, pero intensamente deseado, era que sonara uno de esos boleros matadores, maldición de miel, y que la muchacha dijera que sí, cuando uno preguntara con voz temblorosa: “¿Bailamos?”.

Era preferible que se apareciera la esfinge diciendo “Vas a morir si no respondes mi pregunta”. Era preferible que te reclutaran y te llevaran a una guerra y la primera caminata fuera sobre un campo minado. Bailar un bolero con una impresionante mujer se convertía en el reto de los retos. Significaba tener cerca la calidez que te impedía respirar bien porque no conocías las maravillas del cuerpo femenino, pero soñabas con ese territorio. El bolero era la antesala de todas las pasiones, de todas las felicidades y sufrimientos. También, por supuesto, era y sigue siendo un canto de apareamiento que de alguna manera preserva la especie.

Inclusive, Arthur Schopenhauer lo escribió y ese señor no hablaba necedades:

Todas las pasiones amorosas de la generación presente no son, pues, para la humanidad entera, más que una “meditación sobre la composición de la generación venidera, de la cual a su vez dependen innumerables generaciones”. Ya no se trata, en efecto, como en las otras pasiones humanas, de una desventaja o una ventaja individual, sino de la existencia y especial constitución de la humanidad futura; en este caso alcanza su más alto poderío la voluntad individual, que se transforma en voluntad de la especie.

En este gran interés se fundan lo patético y lo sublime del amor, sus transportes, sus dolores infinitos, que desde millares de siglos no se cansan los poetas de representar con ejemplos sin cuento. ¿Qué otro asunto pudiera aventajar en interés al que atañe al bien o al mal de la especie?

Uno se enamoraba o creía que se enamoraba y si no tenía la costumbre de leer poesía entonces escuchaba música y escogía alguna canción para que fuera como el himno del enamoramiento. A veces uno se enamoraba solo. La muchacha ni se enteraba.

Ya un poco más adultos, cuando uno aprendía a beber ron y cerveza, guarapita y otras combinaciones de combustible al alcance de la mano, se buscaba una rocola cercana a la casa de la muchacha y comenzaba a poner el disco en cuestión o algún bolero que le dijera a ella a todo leco que uno estaba cerquita enviando palabras de amor a través de la voz de Roberto Faz o Benny Moré, de Daniel Santos o de Toña la Negra.

 

Cualquier despecho de Humberto es bueno

Enamorarse y despecharse, ilusionarse y decepcionarse para luego darse de alta con música y néctares de bar, de botiquín, de burdel, de cabaret, de night club, forma parte del ritual latinoamericano que tuvo su apogeo en el siglo pasado. Y sobre el bolero y ese ritual llamado despecho nadie ha escrito con mejores detalles que Humberto Márquez.

Todo ese tema ha sido más fácil de entender escuchando a Humberto y leyendo las cosas que él escribe. Ha sido placentero, inclusive, viéndolo vivir y compartir con él un poco de su existencia.

Siempre he sido un pecador natural, pero a lo largo de mi existencia he conocido a dos personas que me han honrado con su amistad y me han hecho sentir bendito y angelical: Daniel Santos y Humberto Márquez. Con ambos me he sentido dichoso y sacrosanto.

Virgen de medianoche,
virgen, eso eres tú;
para adorarte toda
rasga tu manto azul.

Yo corría por el patio persiguiendo un perro que perseguía a una gallina y mi mamá me ordenaba desde la cocina que dejara la ventolera con esos animalitos de Dios y me paré en seco.

—¡Es Daniel Santos! —grité desaforado, y mi mamá dejó de hacer lo que estaba haciendo y se asomó colocando la cabeza en posición de antena viviente tratando de escuchar más allá del patio y de los confines del barrio si era preciso.

Señora del pecado,
luna de mi pasión,
mírame arrodillado
junto a tu corazón.

—¡Daniel está cantando en la Radio Nacional, negro…! ¡Prende la Philips rapidito, chico! —me gritó y ya yo estaba en la sala-comedor sintonizando a Daniel Santos, en el aparato de radio tipo capilla que mamá llamaba confianzudamente “la Philips”, de la misma manera que a Marilyn Monroe le decía “la Marilyn” como si fueran amigas de lavar y de tender ropa.

El despecho se torna completamente académico cuando lo analiza y lo describe Humberto Márquez.

Daniel Santos Betancourt, cantante de la época de oro de la Sonora Matancera, era uno de los extraños ídolos de mi infancia. Compartía mis reverencias y admiraciones con Groucho Marx, Frankenstein y Hank Aaron. Nadie, jamás en la vida, hubiera podido adivinar que en el futuro yo sería amigo de Daniel Santos y que hablaría muchas veces con él. En sus últimas visitas a Caracas, lo acompañé en sus ensayos musicales y en reuniones con el también desaparecido periodista Héctor Mujica, quien escribió las memorias de Daniel.

Recuerdo la última vez que hablamos. Se veía desenfadado, muchachón de barrio. En la hebilla de su correa se leía el nombre “Puerto Rico” grabado sobre la bandera de la isla.

Después de eso conocí a Humberto Márquez. Él y Daniel Santos provenían del mismo bosque poético donde reinaban las mujeres y los discos de vinilo. Comíamos y bebíamos y nos emborrachamos escuchando a unas bellas mujeres cantando boleros y lo único que recuerdo es que casi me subo a una mesa a bailar con mi esposa. Afortunadamente ella no aceptó cuando le pregunté: “¿Bailamos?”.

Humberto siempre ha sido como el duende de la alegría terrenal. Cuando nos llamaba en son de trabajo era en realidad para divertirnos. Su escritura fue para nosotros, desde hace muchos años, una fuente de emociones y festejos. Nos llenaba de ratos sabrosos y sinceros con su gracia y su amor por la música latinoamericana. Sus programas de radio han sido una revelación, un descubrimiento de raíces sonoras. Un despecho perenne. Un motivo inamovible para seguir la rumba a pesar de los pesares.

El despecho se torna completamente académico cuando lo analiza y lo describe Humberto Márquez. Pero también vuelve a sus orígenes y a su verdad popular cuando él lo vive, lo experimenta, lo convierte en poesía.

Kierkegaard se empató en una de Humberto y escribió lo siguiente, que es como una visión del despecho:

Desde tiempo inmemorial, la poesía ha encontrado un objeto para su amor feliz en el amor desgraciado. Así como se ha dicho que fue una madre la que, junto al lecho de su hijo enfermo, inventó la plegaria, la plegaria que evidentemente ha sido hecha precisamente para tal sufrimiento, casi se podría creer que ha sido el amor desgraciado el que inventó la poesía. Pero en ese caso, es justo que la poesía se lo retribuya acudiendo en ayuda del amor desgraciado, y que lo haga gustosamente.

 

Ángel caído

Humberto es un hombre sonriente que avanza buscando lo mejor que la vida pueda ofrecerle y a continuación trata de compartir lo que consigue. Su lucidez es como una explosión constante de galaxias apretujadas que no encuentran hacia dónde apagarse o encenderse.

Humberto Márquez es, definitivamente, un ángel caído y su caída es una de las más hermosas. Porque puede contarla mil veces y siempre podrá saborear lo que dejan el amor, el dolor, la música, la poesía.

El cuerpo aporreado, desvaneciéndose, desgastándose, cae en el abismo de todas las impotencias y sin embargo mantiene su nobleza porque un ángel caído nunca deja de ser un ángel.

Aunque a veces provoca decir que Humberto es más bien un demonio suspendido, enjaulado en un limbo. Porque las rocolas han cedido su reino, los boleros se han resguardado en las almas nostálgicas y se han quedado amontonados en el desván de las generaciones anteriores. El bolero es un legado que muchos nietos ya no desean recuperar. Pero lo recuperarán porque se trata de una expresión que entra al corazón y sale de ese mismo sitio numinoso. Lo recuperarán cuando vuelvan a escuchar las voces que surgieron del amoroso mar Caribe.

 

He admirado desde todos los ángulos la sinceridad y el desparpajo con que escribe este poeta nuestro.

Humberto y las fiestas

De repente llamaba para invitarte a un evento y si le decías que a lo mejor no podrías asistir porque era una fecha atravesaba, Humberto respondía: “Siempre que te pregunto, que cómo, cuándo y dónde, tú siempre me respondes quizás, quizás, quizás”. Y ya eso te hacía reír. Y aceptar.

—Mira, Humberto, es que me estoy moviendo con la brisa…

—Si tienes un hondo penar, piensa en mí…

—Es que me he comprometido para ese día con fulano y fulana…

—Usted me desespera, me mata, me enloquece…

—Está bien, Humberto: nos vemos a las diez de la mañana.

—Reloj, no marques las horas…

(Es evidente que invento. Que juego con estas cosas. ¿Cómo escribirle un prólogo a un libro de Humberto Márquez que ya de por sí no necesita definición ni interpretación?)

He disfrutado una barbaridad leyendo este libro que pronto saldrá publicado. Y no sólo me he reído y he aplaudido como si estuviera en un teatro cuya escena refleja la vida de un amigo: he admirado desde todos los ángulos la sinceridad y el desparpajo con que escribe este poeta nuestro. Porque en estos tiempos terribles, una de las distracciones sabrosas han sido precisamente los programas de radio que han servido de puente para que continuemos la amistad con este señor que a veces parece perverso:

Pero, ay, amor
Si te llevas mi alma
Llévate de mí
También el dolor

—Ponle volumen que es el programa de Humberto… —dice Petra.

Yo ando corriendo tratando de agarrar una hoja de papel que vuela por toda la sala porque hay una ventana abierta. Vuela y gira como gaviota. Largo el bofe. Cuando hago un avión de papel para presumir ante los nietos, lo lanzo y cae en picada.

—Estoy lejos de la radio —digo acezante.

—Humberto puso a Bola de Nieve —explica Petra mientras se adelanta hacia el aparato de radio que en realidad ya no existe. Es algo implicado e imbuido en un celular que ella tiene colocado en un estante como si fuera un altar diminuto.

Cuando al fin logro atrapar el papel, una cuartilla con apenas cinco líneas escritas, se escucha la voz de Humberto:

—Si alguna vez se escribiera la historia universal del despecho, estoy seguro de que yo me llevaría unas cuantas páginas, a mí me dejaron todas, pero a estas alturas de mi vida, ya viejo y retirado de las andanzas del amor, daría lo que fuera por tener una mujer más que me dejara, una solita, ya no pido tanto, tal vez porque siempre celebré que me dejaran… para que viniera la siguiente y me dejara otra vez…

Entonces comento, hecho el Willie Howard Mays. El güiliméis:

—Humberto debería ser amado y abandonado por una de esas princesas que se la pasan desvelando a la reina de Inglaterra. Me gustaría ver ese despecho.

—Tendrá que buscar una rocola que contenga discos de Los Beatles —dice Petra.

Y finalmente yo:

—Para eso está Julio Jaramillo: “Amor de mis amores, reina mía, qué me hiciste…”.

José Pulido