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Cajas de poemas

martes 2 de noviembre de 2021
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Cajas de poemas, por Álvaro Ríos
En mi casa habitan cajas, cajas y más cajas atiborradas de libretas, cuadernos y hojas sueltas con miles y miles de poemas. Fotografía: cottonbro • Pexels

¿Por qué razón un día, de la nada y de forma repentina, me dio por escribir poesía? De aquello hace mucho y al día de hoy no he podido encontrar una respuesta satisfactoria, incluso puede que seguir insistiendo en el tema sea una pérdida de tiempo. Lo que sí pudiera ser de interés es detallar aquel hecho tan particular de cómo cada verso fue formándose hasta crear estructuras alrededor de una idea, y también, ese efecto avalancha que pretendía alcanzar la gloria y que a su vez parecía ser operado por la angustia y ese transitar por caminos desconocidos. Sin ampliar el contexto, lo más natural es haber pensado que tal ejercicio valía la pena, de modo que la respuesta pudiera estar próxima a la narrativa, a la necesidad de escribir historias que fueran atractivas para miles de lectores. ¿Qué tendría que ver lo anterior con la escritura de poesía? Tal vez mucho… Quien lee y escribe poesía de alguna manera está poseído por cierto tipo de magia que a su vez es la responsable de cada verso, lo que obviamente es muy útil para quien pretende escribir narrativa. Ello pareciera una postura un tanto exagerada, pero verosímil al mismo tiempo, pues quien escribe un poema lo hace obedeciendo a un instante natural y espontáneo, donde bandadas de palabras de naturaleza poética vuelan hacia las ramas del papel. Normalmente ocurre así: sin deliberación, ni pensamiento, sólo palabras en busca de sentido y belleza. Recuerdo que escribía como si estuviese poseído, como si mis manos no fueran mis manos, y, en efecto, a lo mejor lo estaba, y no porque la musa descendió de golpe, sino por la desesperación de expresar ansiedades, sentimientos y cualquier otra razón donde era necesario manifestar lo que concebía en silencio. Mientras cada palabra conquistaba la pluma, sentí que cada verso iba ajustándose con una fuerza desmedida, como un magnetismo envolvente que movía las entrañas de un enorme motor. Cada poema nació allí mismo y ni siquiera hubo necesidad de buscarlo. Simplemente asomaron y se manifestaron. Uno tras otro fueron emergiendo, unos cuantos en pocos minutos y muchos en una tarde lluviosa… Y cuando me vine a dar cuenta la cantidad daba para dos, tres e incluso cuatro libros. Fue entonces cuando me pregunté: ¿qué haré con ellos? ¿Acaso habrá lectores interesados? ¿Serán buenos? ¿Y si no lo son? ¿Los deposito en una gaveta? ¿Los quemo? Entonces sentí dolor, una molestia indescriptible, como si alguien me estrujara el “corazón”, palabra que, curiosamente, se repetía de forma insistente en la mayoría de los poemas.

Una mañana me recosté en el sofá y entonces imaginé que pasaba una temporada en un sanatorio. Mientras me recuperaba, un día recibí la visita de Max, un antiguo compañero de la niñez. Antes de que se fuera, le hice entrega del lote de poemas y le pedí encarecidamente que al llegar a su casa los quemara. Un rato después volví a la realidad y lo primero que hice fue preguntarme: ¿tales escritos serán poemas? La respuesta fue el silencio. El hecho de que su origen estuviera vinculado a un instante, a unos minutos o a una tarde lluviosa, me resultaba paradójico. Al repasarlos me pregunté de dónde diablos habrían salido y qué ángel tan travieso pudo habérmelos dictado. Me parecían ajenos, como cuando se usa traje y corbata para vender palomitas de maíz en un cine. Tiempo después, una mañana de sábado me dediqué a revisarlos; de hecho, los releí varias veces. No sé por qué, pero sentí vergüenza de mí mismo, como si los hubiese copiado de algún libro o hurtado a un poeta de verdad. Mi evolución intelectual no puede ser tan abrumadora, eso está más que claro, y no es que yo sea un escritor mediocre, no señor, he escrito algunos cuentos que han sido publicado en revistas y periódicos y mucha gente me ha felicitado por ello. Pero de allí a ser poeta es algo que está fuera de lugar, la verdad no me lo creo, incluso lo considero sorprendente ya que jamás fui lector de poesía. Una cosa sí sé, y es que he leído a muchos escritores famosos, entre ellos al gringo Auster, al manito Pacheco, al galo Houellebecq y al paisa Ospina. ¿Qué tienen estos señores en común? Se me ocurre que, además de grandes novelistas —género por el cual los conozco a fondo—, han sido excelentes poetas. Es muy probable que la poesía de esos literatos gravite de forma sustancial sobre sus obras narrativas, eso es casi seguro, y de allí que, como por ósmosis, haya terminado empapado; sí, eso debe ser. Dicha teoría es absurda, pero una teoría, al fin y al cabo, y que de alguna manera puede servir para echar por tierra la suposición de que haya sido un ser celestial quien me susurró al oído todos y cada uno de los versos. En realidad, sé muy poco sobre poesía, pero eso sí, soy un poeta, me considero poeta, y luego de escribir tantos poemas tengo un deseo inmenso de continuar, de ir a París, Roma o Buenos Aires y respirar aquellas atmósferas románticas para después, con mucho fundamento, alcanzar el horizonte de la verdad más novedosa del arte: expresar todo lo hermoso que sentimos en apenas pocas líneas que aparecerán en libros infinitos. Sin embargo, lo mejor será bajar de la nube y dejar de soñar, una pintura abstracta sólo puede ser interpretada por un genio. Por ahora, lo único que puedo hacer es ir a la placita del este y reunirme con el viejito del traje rasgado, dicen que fue un gran poeta, a lo mejor pudiera darme buenas referencias sobre algunos poemas que pueda facilitarle. Es posible que luego de leer unos cuantos ofrezca un gesto de agrado y entonces siga con palabras alentadoras. Tal vez aclare que la poesía es poesía, así de simple, incluso sin metro, ni decímetro, ni kilómetro, ni rima, ni vaya usted a saber qué más, y que la buena poesía se da cuando sucede lo que a mí me sucedió: un dictado automático que el día menos pensado fluye desde lo más profundo de un cerebro angustiado.

Hoy sigo tan angustiado como antes, y quizá por ello continúo escribiendo poemas de forma desenfrenada, porque lo único que anhelo es volver a lo básico de la vida.

Todo lo que acabo de decir constituye un desahogo, una especie de purificación. Tenía necesidad de deslastrarme de un montón de cosas que me afligían, y, desde luego, había que hacerlo por medio de un lenguaje distinto, poético como era de esperarse, que si a ver vamos es la única forma de hacer visible lo abstracto. Tal vez usted no me crea, pero esa era la función, o al menos lo fue en aquel instante. El asunto es que de nada ha servido. Hoy sigo tan angustiado como antes, y quizá por ello continúo escribiendo poemas de forma desenfrenada, porque lo único que anhelo es volver a lo básico de la vida. No sé si es lo correcto. No sé si pierdo el tiempo. No lo sé…

A todas estas, una tarde fui a la plaza. La advertí vacía y sin vida, como si nadie jamás hubiese pasado por allí. Durante varios minutos estuve sentado en un banco hasta que finalmente alguien apareció. Se trataba de un heladero que empujaba un carrito de forma desinteresada. Cuando me vio me brindó una sonrisa y luego mencionó que todos estaban en la avenida. Del otro lado, el alcalde echaba la casa por la ventana: comida, bebida y música, todo abundante y además gratis, el hombre busca la reelección. Le hice saber que sólo deseaba hablar con el poeta. ¿Poeta? ¿Cuál poeta?, preguntó extrañado. El viejito, usted sabe, ese que se pasea todas las tardes por aquí, el del traje rasgado, ¿acaso lo ha visto? Ah, ese, pero él no es ningún poeta, más bien es un anciano con problemas mentales. Lo que sucede es que se aprendió de memoria uno que otro poema de un tal García Torca, Volka, Piolka o algo así, qué sé yo… Pero será mejor que lo olvide, pues ayer lo encontraron tieso en el mismo banco que ahora usted ocupa. Creo que ni parientes tenía el pobre hombre. Lamento haberle dado la mala noticia, y si no le apetece una paleta, con su permiso… El hombre se alejó silbando una vieja melodía de un cantante argentino. Aquel sonido de pronto me sustrajo de la tristeza y entonces pensé que debía olvidarme de París y Roma. La solución era ir a la Argentina, quizá las calles de Buenos Aires alojen la respuesta. Además, puede que encuentre algunos poetas en las plazas de la ciudad. Tal vez tengan la amabilidad de leer mis poemas y a lo mejor adviertan sobre la falsedad de que son incomprensibles, sólo difíciles de retener y nada más.

Desde aquellas dilucidaciones hasta el presente han pasado muchos años, tantos que ahora todo es blanco. No obstante, los poemas siguen escribiéndose como ríos al mar, es tan grande la cantidad que ya no sé dónde guardarlos. En mi casa habitan cajas, cajas y más cajas atiborradas de libretas, cuadernos y hojas sueltas con miles y miles de poemas. Aún hoy sueño con viajar a Buenos Aires. Para ello sólo necesito un boleto aéreo y unos cuantos dólares. Algún día los tendré a la mano, de eso no me cabe la menor duda. Lo único que realmente me preocupa es lo siguiente: ¿habrá un avión tan grande que pueda albergar tantas cajas?

Álvaro Ríos
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