
Diana se mueve como un silencio felino. Se desplaza sin rozar nada, busca el ángulo, pasa aprovechando un claro entre unas matas y toma la fotografía. Apenas sonríe, pero cuando lo hace libera una expresión de plena sinceridad.
Su trayectoria como artista se ha consolidado con una diversidad de expresiones que implican fotografía, video, instalaciones y performance. En ningún momento deja de lado su preocupación por promover ideas que unan a la gente en torno a una cultura de la vida.
Hace varios años estuvimos con Diana López en el estudio del fotógrafo Ricardo Armas. La idea era hacerle una entrevista a Ricardo. Las fotografías serían realizadas por Diana. Fue la primera vez que la vi trabajar con su cámara. En esa ocasión Diana obtuvo varios retratos de Ricardo que seguramente figuran entre los más descriptivos que le han hecho. Diana tiene un toque de ternura en los ojos que se transmite a través de sus fotografías.
Diana López jamás se coloca en un primer plano. No le agrada figurar, atravesarse, es todo lo contrario de un obstáculo.
Diana mira lo que significa, lo que se desarrolla verdaderamente ante sus ojos. Ella sabe leer las conexiones sentimentales, el interés más humano que va uniendo existencias.
Otro rasgo que resalta en Diana López es que ella jamás se coloca en un primer plano. No le agrada figurar, atravesarse, es todo lo contrario de un obstáculo. Prefiere estar laborando incesantemente como un trabajador más, como un esfuerzo más. Ni siquiera dice “aquí estoy yo”. Sólo se presenta y comienza a poner en acción su voluntad creadora.
Ya antes la había visto afinando detalles en sus obras de arte, organizando eventos culturales, ayudando a quienes en el ambiente de la creación artística necesitaban un respaldo. Y también fui testigo de cuando motivó a varios presos políticos para que escribieran, dibujaran y pintaran lo que sentían. El arte es un alivio frente a los embates de la crueldad.
¿Qué es el arte? Algo más allá de lo normal suspendido en la exigencia de la comprensión. Alcanzar la comprensión exigida forma parte de los resultados en el arte. Es como el lector y el libro: sólo la incomprensión puede distanciarlos.

El libro
El libro que hace poco tiempo ha publicado Diana López con el conocido editor Javier Aizpúrua, de Ex Libris, es como un compendio de su pasión artística. Porque se trata de un proyecto que inició hace veintisiete años y en aquel momento esa acción ha debido considerarse como un tema pocas veces abordado. Entregó cámaras fotográficas con película en blanco y negro a cuatro niños de familias de emigrantes en Nueva York. Les pidió que fotografiaran lo bello, lo feo, lo grande y lo pequeño, y ellos buscaron en esas exigencias todo lo que consideraron significativo para sus vidas. Lo buscaron de esa manera. No tuvieron que descubrir el papel que iban a desarrollar en la vida sin antes desarrollar los sentidos, en especial el de la vista interiorizada.
En aquellos tiempos, esos niños hicieron, inclusive, lo que hoy se llaman selfis, autofotos. Descubrieron instantes de la intimidad familiar, revelaron un modo indefenso de estar en el mundo.
No es un secreto para nadie que lo feo, lo bello, lo grande y lo pequeño, pueden cambiar radicalmente ante los ojos y la mente de los niños. Ellos acostumbran mezclar acertadamente las singularidades, las cualidades, los defectos, hasta crear historias que parecen cosas narradas con una especie de lenguaje directo y sorprendente.
Diana mostró posteriormente esas fotografías y lo que significaba su propuesta. Y veinticinco años después hizo el libro. Volvió a ver a los niños, que ahora son adultos. Y supo que, así como fue altamente trascendente para ella como artista ese proyecto, también resultó inolvidable para ellos.
El proyecto se tituló El ojo de… porque cada niño fotografió lo que vio y lo que quiso ver. Son varios libros en uno. Constituyen una obra en conjunto. Un mensaje que no perece. Que no se termina.
El arte como puente
Diana se ha enfocado en transformar en arte cualquier objeto y en lograr que otras personas participen en ese arte con sus sentimientos, su intuición y la necesidad de contar algo propio. El espectador y la obra pueden interrogarse y convertirse en una misma historia.
Lucy Poe, Gala Delmont, Wen-You Can y Franklin Osorio, cuatro niños hijos de familias emigrantes llegadas a Nueva York, se convirtieron en buscadores de imágenes.
En un año, de 1995 a 1996, Diana López realizó ese proyecto con los niños, cuyos resultados artísticos se funden con los resultados sociales y con algo muy distinto, que seguramente queda fuera de cualquier observación apegada a lo comunicacional o a lo artístico: la experiencia poco usual que vivieron esos cuatro ciudadanos infantiles.
Lucy Poe, Gala Delmont, Wen-You Can y Franklin Osorio, cuatro niños hijos de familias emigrantes llegadas a Nueva York, se convirtieron en buscadores de imágenes, en fotógrafos de la existencia propia, se unieron a sus cámaras entendiendo la poética del blanco y negro. Y el definitorio encargo que Diana les hizo. Ese encargo de Diana fue el toque necesario, el talismán.
Pedir que fotografíen lo bello, lo feo, lo grande y lo pequeño es, de algún modo, plantear la búsqueda de una conexión con la realidad. Los cuatro fotógrafos, que a la vez se convierten en obra de arte y en hacedores de la obra, comienzan a existir de manera distinta a partir de la intervención de Diana López. Ella comprendió la sensación infantil de que sólo la magia es un instrumento certero. Y además les entregó la fórmula para diferenciar la magia de las realidades que conformaban aquel entorno, aquellas experiencias.
Sí: los niños representan un cambio en la sensibilidad.
Gombrich
En su libro Arte e ilusión, Ernst H. Gombrich escribió esto:
En el mundo del niño no se da una distinción clara entre la realidad y la apariencia. Puede usar las más inverosímiles herramientas para los más inverosímiles fines: un velador cabeza abajo como nave satélite, un orinal como casco de acero. En el contexto del juego, este último artefacto puede resultar muy adecuado a sus fines. No “representa” un casco, es una especie de casco improvisado, e incluso puede tener utilidad como tal. No hay división rígida entre la fantasía y la realidad, entre la verdad y la falsedad… Lo que llamamos “cultura” o “civilización” se basa en la capacidad del hombre para ser un hacedor, para inventar usos inesperados, y para crear sustitutivos artificiales.
Los niños creen en la magia; esperan que la magia ocurra y se haga presente.
Los valores
¿Cuáles son los verdaderos valores de la vida? Es una pregunta persistente entre los filósofos idos y venidos.
Y da la impresión de que esa es una de las interrogantes que esgrime Diana López cada vez que emprende una obra de arte, un proyecto, en cuya esencia van implícitos el arte y un modo de responder.
En vez de usar pintura, mármol, bronce, palabras y papel, ella escribe con ideas, propone un acto creador a partir de una propuesta que genera una cadena de quehaceres y hacedores.
Es lo que ocurrió con la idea de entregar cámaras fotográficas con película blanco y negro a unos niños que deseaban expresar lo que estaban viviendo, pero no se lo habían propuesto como algo cotidiano, porque los niños creen en la magia; esperan que la magia ocurra y se haga presente. Y cuando tienen la oportunidad de contar y describir la existencia lo hacen desde un punto de vista que siempre asombra, porque en algún momento de la vida adulta hemos olvidado ese ángulo.
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