
Hace cien años Jorge Luis Borges publicó la primera edición de Fervor de Buenos Aires. En ese libro dice que las calles de Buenos Aires, incluso las invisibles por habituales, son su entraña. Camina por el barrio elegante de La Recoleta hacia el cementerio y afirma que sólo la vida existe, y el espacio y el tiempo son instrumentos mágicos del alma. Avanza en la penumbra de la tarde por una calle desconocida admirando terrazas, balaustradas, balcones que entran en su corazón. Siente su amada plaza San Martín con sus árboles gigantescos, bienhechora como una lámpara y absuelta por los árboles. Habla de unos viejos jugando a los naipes, que resucitan versos y diabluras de las generaciones que llegaron a la ciudad. Un patio le parece un cielo encauzado, agradece vivir en la amistad oscura de un zaguán. La metáfora se presenta con lucidez sin estridencias, con emoción de hondura. La rosa siempre sola y platónica espera inalcanzable en cualquier jardín. Camina por las calles del barrio reconquistado a la tormenta cuando el arco iris perdona y se extiende un olor a tierra mojada. Borges tan filosófico vive la sensación concreta como cualquier mortal inspirado. Incluso reivindica la carnicería que sería un espacio vil como una afrenta y la cabeza colgada le parece un ídolo. Y en el arrabal al atardecer (“los naipes de colores del poniente”) olvida Europa y siente Buenos Aires. Su ciudad le parecía el pasado, pero ahora ve que es su futuro. También nosotros creemos que algo es el pasado, pero tal vez sea el futuro.
Borges habla con una sobriedad modesta, pero con un fervor sutil, con la quintaesencia de la emoción. Realiza con las palabras una alquimia en silencio. Decían que era cerebral, pero tiene la emoción más honda, esa que nos hace ver las cosas y tocarlas con el fin de los dedos. O con la punta de los ojos. Borges estaba lleno de filosofía pero suelta pinceladas vivas de toques concretos. Le parece todo una fantasía pero vive la realidad tan cercana. Sus palabras son escogidas y les da un toque justo de semántica. Decían que Borges era cerebral, pero ya en su título reivindica el fervor. Y aun cuando se quedó ciego tuvo, como Sábato, los toques de visión más lúcidos. Debía de ser emocionante hablar con ese hombre tan poco estridente y metido en su sombra. Y aún lo es ahora leer su poesía, tal vez lo mejor de su obra, metida en su sombra sin grito.
Como Borges amaba Buenos Aires así deberíamos amar nosotros nuestras ciudades. Amar Madrid, Barcelona o Sevilla. Como las amaron ya algunos escritores, como pueden resurgir en atardeceres visionarios. Sentirnos concretos y vivos delante de la ciudad concreta y viva. Sentir el fervor alumbrado que sólo pueden sentir las personas. Decían que Borges era cerebral, pero no hubo emoción más lúcida que la suya, como nunca la tendrá ninguna máquina sujeta a un programa. Decían que las máquinas eran para ayudarnos, pero ahora las ayudamos nosotros a ellas.
Dejen un poco de sitio todavía para las personas y su fervor que resucita las ciudades, no den todo el sitio a las máquinas y la Inteligencia Asesinada. Vuelvan a esa inteligencia sutil y vibrante de Borges que ningún programa podrá programar. Las máquinas eran para servirnos, pero ahora nos echan del planeta. Y sirven para enriquecer a unos pocos prepotentes que nos masifican y explotan. Y la humanidad se suicida creyendo que esta mecanización de todo es un progreso ¿para quién?
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