
Todavía estamos en el centenario de Álvaro Mutis. Y tal vez me publiquen este artículo antes de que acabe el año. Mucho me ha fascinado este autor en distintos momentos. Y coincidí con él en los mismos espacios en distintos tiempos. Como él caminé por las calles vibrantes o misteriosas de Cartagena de Indias. Como él atravesé los Andes mirando la nieve. Como él paseé por El Escorial a medias fascinado y horrorizado por Felipe II el Oscuro y Distante. Como él en Compostela me pareció que el apóstol Santiago me daba una especie de paz impensable.
Tengo aquí el libro Summa de Maqroll el Gaviero, la reunión de toda su poesía. En ella están Los elementos del desastre, Los trabajos perdidos, Reseña de los hospitales de ultramar, Caravansary, Los emisarios. Ya los títulos son tan sugestivos. El barco o la caravana son metáforas de toda su vida y de toda su obra. Pasó por todas las visiones y todas las vivencias, en un viaje interior y exterior sin fin. En una inquietud y una curiosidad constante.
Pero una vez, en medio de tanto trasiego, le parece, ante el Apóstol en Compostela, que en el fondo de su corazón todo está en orden, todo está en una calma secreta. Me dejó asombrado ese poema. Una vez en la sierra de Gredos conocí a una especie de profeta gallego sencillo, de andar por casa. Daba unas charlas en Madrid y en un alojamiento en las montañas. Tenía sentido del humor y quiso hacer a los cuarenta años con las chicas lo que no hizo en su adolescencia. Decía sencillamente que en el fondo de todos nosotros hay una fuente de calma indestructible y pase lo que pase sólo tenemos que contactar con ella, regresar a ella. Yo me quedé deslumbrado con aquello tan sencillo, que él practicaba. Y Álvaro Mutis dice lo mismo en su poema sobre Compostela. Y en otro poema sobre la Alhambra un mirlo que entra por una ventana le hace reunir las imágenes de su vida y percibir lo que hubo en toda ella de más valioso.
Es sorprendente lo que aporta Álvaro Mutis, como un viajero sin fin que nos da destellos silenciosos. Y se detiene en la caravana de manera prodigiosa y nos hace sintetizar la vida o acrisolarla. Es como un gaviero que nos orienta y no nos deja perdernos.
Mutis parece decir algunas veces que la vida entera no es nada, pero en otros momentos, que tiene un valor sin nombre.
El libro que tengo en las manos se declara “Poesía reunida”. Pero también hay textos en prosa tan sugestivos, difíciles de olvidar. Como ese sueño del Príncipe Elector de Alemania que ve a una doncella bañándose desnuda en un lago y un espíritu le dice que no es para él. O “La muerte del capitán Cook”, que convierte los países en que estuvo en frases flotantes y sugerentes. O una oración extraña a un dios extraño llena de elementos contradictorios. O ese conductor de trenes que tarda meses en llegar al destino y se enamora de una pasajera y al final deja el tren olvidado. O “La muerte de Alexander Sergeievich”, al que visita una mujer que le trae una felicidad intacta y torrencial y cabalgatas en el bosque, y cuando ya va a entrar en el otro mundo recuerda su nombre, Natalia Goncharova, y el recuerdo es inútil. Mutis parece decir algunas veces que la vida entera no es nada, pero en otros momentos, que tiene un valor sin nombre. Con la alquimia como casual de sus textos.
Pero también hay poemas aislados increíbles, que parecen frases vagabundas de Chopin. Como ese “Si oyes correr el agua”, donde toda la profusión de la vida se ahonda en el discurrir del agua. O “Pienso a veces”, donde dice que todas las palabras han perdido ya su fuerza y su sentido y habría que recrearlas de nuevo. Cuánta razón tiene. Y de todos modos esa es la función del poeta, yo creo. Pero lo mejor es ese tono de silencio, de parecer que no dice nada pero lo dice todo. Y en el tráfago sin fin de sus viajes mentales y físicos ocurren momentos como esos de revelación callada. Momentos que hacen ahora, cien años después de su nacimiento, conectar con él de verdad, sin ceremonias. Creo que será mejor homenaje leer en silencio esos fragmentos que todas las ceremonias y los discursos de las academias y los poderes.
Coincidí con Álvaro Mutis en La nieve del almirante. Ahora cuando leo ese texto me acuerdo de aquellas remotas alturas entre la nieve.
Una vez Consuelo y yo fuimos en autobús desde Bogotá a Popayán en el sur de Colombia y atravesamos los Andes en una carretera de novela sin fin. Recuerdo restaurantes de asados contundentes con mesas en la intemperie, desfiladeros asombrosos, espesuras que parecían sin salida, puentes sobre el Magdalena o el Cauca, curvas en lo más alto que parecen llevar al infinito. Y una desesperación a veces y un creer que no llegaríamos nunca. Porque Consuelo había contraído un herpes en México, pero aún no sabíamos lo que era, e iba sufriendo con dolores y fiebre. Hasta llegar a las casas blancas salvadoras de Popayán donde Guillermo Valencia poetizó la intensidad única del atardecer.
Y en fragmentos de ese viaje vimos montañas nevadas o descampados con nieves solitarias. Y coincidí con Álvaro Mutis en La nieve del almirante. Ahora cuando leo ese texto me acuerdo de aquellas remotas alturas entre la nieve. Mutis habla de un bar instalado en lo más secreto y solitario de los Andes que se llama así, La Nieve del Almirante. Allí paran los camioneros que atraviesan las montañas descomunales. Les atiende un personaje obsequioso y callado con su mujer que bajo sus ropas recias parece esconder una pasión de vivir.
Un pasillo muy largo conduce a un baño que es sólo un agujero sobre el precipicio en las montañas. Y en ese pasillo hay una serie de textos que escribió el dueño del bar en distintos momentos. Y esconden una sabiduría torcida o alucinante. Algunos de esos textos dicen: “Soy el desordenado hacedor de las más escondidas rutas, de los más secretos atracaderos. De su inutilidad y de su ignota ubicación se nutren mis días”. O también “Guarda ese pulido guijarro. A la hora de tu muerte podrás acariciarlo en la palma de tu mano y ahuyentar así la presencia de tus más lamentables errores”. O también: “Hay regiones donde el hombre cava en su felicidad las breves bóvedas de un descontento sin razón y sin sosiego”. O también: “Las mujeres no mienten jamás. De los más secretos repliegues de su cuerpo mana siempre la verdad”. Porque no somos sólo un cerebro, sólo cuatro reglas desconectadas de la vida.
Y ahora que cumple cien años me gusta recordar que Mutis y yo compartimos la nieve más secreta y casi inaccesible de los Andes. Como la nieve de su poesía en sus mejores momentos.
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