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Aratinga

jueves 28 de mayo de 2020
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Aratinga, por Andrea Molina Hernández
Dudo que exista una lingua franca para todas las aves, mas creo que a ella le habría gustado que su visitante le hubiera dicho cómo es afuera, cómo se siente estar bajo la lluvia con todas esas gotas chorreando el plumaje.

Papeles de la pandemia, antología digital por los 24 años de Letralia

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2020 en su 24º aniversario

Fue entonces cuando me fijé bien en lo que hacía Dorotea. Yo inocentemente creía que ese pequeño regalo de Dios era muy feliz en casa, ya que ahí tenía comida, cobijo, protección… y a mí, que la adoraba.

Pero lo cierto es que su existencia entre esas cuatro paredes era poco menos que soporífera, aburrida, carente de sentido. Lo cierto es que ella ya había conocido algo mejor y lo añoraba.

¿Qué era lo mejor para ella? Apamates en flor, guayabas maduras, un hoyo en el tronco de una palmera y la brisa fresca de la mañana rozando dulcemente sus alas extendidas, al vuelo. Mi Dorotea, ciertamente, no era humana, pues estaba cubierta en su mayoría de plumas amarillas, con algunas verdes en las alas y la cara en perpetuos rubores dorados: era, pues, un perico dorado.

Pero luego tuve que hacer como ella y limitarme a existir en esos cien metros cuadrados de apartamento que llamo hogar.

Uno que jamás me habló, pues ya mencioné que conmigo vivía triste. Mas lo raro es que tampoco llegó a odiarme: se paraba en mi dedo (firmemente, debo decir) y comía de buena gana, volaba hasta mi hombro y parecía supervisar mis avances en esa novela fallida que jamás terminé, incluso prefería que su jaula de dormir estuviera en mi cuarto. Acaso prefería mi compañía a la soledad absoluta, o quizás alguien en el pasado la trató con dureza y en comparación debí parecerle un pan… no lo sé, pero yo creía que aquellas eran señales, signos de que ella era todo lo aviarmente feliz que puede ser una mascota con su humano acompañante.

Me di cuenta de la verdad hace como un mes, cuando debí quedarme en casa. Antes yo solía tener razones para salir todos los días: hacer mercado, ir a trabajar, caminar por el paseo, tomarle fotos a cuanto animal o planta viera en el parque… y por ende a Dorotea la dejaba sola hasta la tarde, que era cuando regresaba. Francamente la pobre debió hacer un gran esfuerzo para no estresarse y arrancarse las plumas.

Pero luego tuve que hacer como ella y limitarme a existir en esos cien metros cuadrados de apartamento que llamo hogar: empecé a trabajar a distancia, pedía todo a domicilio, incursioné en el hatha yoga en un intento de no engordar exponencialmente y usé de modelo fotográfico a todo ser que se posara en la ventana, sin obviar por supuesto a mi plumífera musa dorada. Todo con el fin de no ser una cifra más en las estadísticas de salud.

Me seguía levantando a las 5:00, pero iba con menos prisa al baño, hacía el desayuno más lentamente, bebía mi café con parsimonia sabiendo que el trabajo estaba a cinco pasos de distancia.

Fue entonces, como dije al principio, cuando me fijé bien en lo que hacía Dorotea. Después de estar en su jaula de dormir ella era “libre” y podía comer cuanto y cuando quería de un plato con fruta que había en la cocina… pero antes de eso se iba derecho al teclado. Un viejo teclado de cuatro octavas que muy de vez en cuando yo encendía y usaba, pero siempre limpiaba.

A ella parecía gustarle el bicromatismo de las teclas y con sus patas las hundía una por una, sin expectativas de que otra cosa sucediera hasta que, estando yo ya enterado de esto, lo encendí sin que se diera cuenta. A todas luces le sorprendió que la tecla sol sonara en sol (pues estuvo paralizada durante al menos veinte segundos), mas probó con todas las teclas, inventó sin querer unos acordes y llegó a la conclusión de que así la cosa le agradaba todavía más. De ahí en adelante su servidor pudo escuchar a la Chopin psitácida con deleite y orgullo.

Luego, jugaba con esos aros de plástico que los niños colocan en un pequeño poste; los sacaba, los volvía a meter, los ordenaba por color o tamaño y a veces simplemente los dejaba tirados por ahí como todo buen infante. Los cubos con letras sólo los tocaba en ocasiones, cuando parecía estar harta de que la fila empezara por la “a”, y los desparramaba violentamente, con patadas y golpes de ala, para finalmente ponerlos en orden inverso con inaudita parsimonia. Está de más decir que el resto del tiempo ella atendía sus necesidades fisiológicas y, hasta cierto punto, sociales.

Dicho todo esto, el amable lector de este relato notará que Dorotea procuraba mantenerse ocupada. A ella definitivamente no le gustaba tener ratos de ocio porque ¿qué le tocaba hacer entonces?, ¿verme trabajar o sufrir con los párrafos de mi escrito?, ¿observar la televisión, tal vez sin comprenderla?, ¿pararse frente a la ventana y ver cómo otras aves sí eran libres de volar sobre la ciudad entera? Mientras hacía todo eso bien su cerebro podría descansar, su razonamiento bien podía encargarse de rumiar su tristeza, sus ganas latentes de irse para siempre… y era posible que no le agradara llegar a ese punto.

Lo supe cuando la encontré precisamente viendo hacia la ventana; en el otro lado del vidrio estaba un azulejo, de esos que a la vez parecen golondrinas. Él lucía tan interesado como cualquier usuario del metro puede estarlo en sus compañeros de viaje, mientras ella lo examinaba detenidamente.

Llegó a mí hace un año, ciega y sin plumas, sabrá Dios si había nacido en una jaula, en una caja o en un hoyo de árbol.

Dorotea sólo estuvo así durante dos minutos, pues él se marchó, aburrido. Luego, se mostró apática y regresó a su teclado con menos ganas que de costumbre. Dudo que exista una lingua franca para todas las aves, mas creo que a ella le habría gustado que su visitante le hubiera dicho cómo es afuera, cómo se siente estar bajo la lluvia con todas esas gotas chorreando el plumaje, que bien pudiera ser la comida de los parásitos. Le habría gustado más eso que una despedida silenciosa.

Yo observaba esto atentamente, pues el trabajo se había tornado flojo y daba poco que hacer. Estaba, pues, aburrido: leía mucho, escribía sandeces sin parar y observaba a mi musa. Pero algo faltaba.

Y era eso, el exterior. Mientras pasaban los días desarrollaba más manías inútiles: ordenaba los libros por autor, color, tamaño, título… cambiaba constantemente la organización de los ficheros en la computadora y optaba por consumir únicamente alimentos amarillos. Mientras pasaban los días, iba olvidando las caras de aquellas personas que trataba, odiaba o ignoraba a diario, así como también olvidaba cómo era caminar bajo la lluvia.

Tenía tiempo de sobra para pensar y sentirme como un autómata, tenía tiempo de sobra para ver cómo mi Dorotea se mostraba tal y como era: un vivaz animal transfigurado en un ser acostumbrado a las rutinas, un perico aburrido. Yo, que he conocido el exterior, me siento vacío sin ese ajetreo de las calles, las demandas de la vida social, el trabajo presencial y absorbente. La gran diferencia es que puedo quejarme.

¿Cuánto tiempo llevaba ella estando así? Llegó a mí hace un año, ciega y sin plumas, sabrá Dios si había nacido en una jaula, en una caja o en un hoyo de árbol. Tal vez fuera en una jaula, ya que era extremadamente dócil y básicamente nunca se mostró hostil ni intentó escapar. Esa increíble y triste resiliencia, que podría rayar en lo estúpido, fue lo que más me desagradó de todo esto.

Ahora, yo escribo desde una pequeña celda. Sigo teniendo una vida rutinaria, sigo estando en cuarentena y espero algún día volver a ocupar mis cien metros cuadrados de hábitat. Pero estoy muy seguro de que ese viaje ilegal a la selva valió la pena.

Andrea Molina Hernández
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