
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2020 en su 24º aniversario
El mensaje
Cundió la alarma. El peligro que se cernía ahora sobre la humanidad había partido del corazón de la misma, diseminándose lentamente a través del planeta. Se apreciaban ya los primeros estragos, confirmación de su avance apocalíptico. Las esperanzas se veían ahogadas por un temor y un desánimo generales. Los poderosos, antaño remotos y ruines, se removieron en sus triclinios y acordaron luchar unidos contra aquella afrenta propia. Responsables altamente cualificados de todos los países intentaron conjurar el peligro con propuestas extravagantes. Ninguna fue refrendada: hacían soñar al hombre con una inverosímil salvación y luego se desvanecían en lágrimas. Alguien, al investigar en los archivos, sugirió el Alfabeto Arquitectónico de Steingruber de 1773; esto es, modelos de edificios basados en las diferentes letras del alfabeto latino, construcciones parlantes, ciudades legibles desde el aire. Una humanidad frágil y angustiada hizo suya esta estrategia contra el destino, resuelta a demorar al menos la extinción masiva. Se organizaron grupos de acción. Pese a la dificultad de la empresa, se levantaron por todo el mundo, a distancias regulares, nuevas y formidables edificaciones que reproducían nítidamente las siglas escogidas. Sabedores que de la suma de aquellas construcciones dependía en gran medida su supervivencia como especie, el esfuerzo fue unánime. Si hoy, desde las alturas, un centinela celestial contemplara con detenimiento las viviendas de los hombres, le sería ofrecido el peculiar espectáculo de formaciones arquitectónicas en las que podría leer este mensaje desesperado, ubicuo, repetido millares de veces: “S.O.S.”, “S.O.S.”, “S.O.S.”…
Los despeñaderos
Es sabido que cuando nuestra población crece de forma desmesurada, un acto reflejo nos lleva periódicamente a los despeñaderos cortados a pico. Tras el anuncio de los heraldos, abandonamos las ciudades amuralladas y subimos a miles de trenes cremallera que día y noche salvan lo angosto de los escarpes para trasladarnos, en distintos puntos del globo, a los más altos tajos, acantilados, desfiladeros, cañones o gargantas. La multitud, ordenada en fila india, avanza entonces apresuradamente sobre el camino trazado, pisando las pisadas de los que nos precedieron. Se ven charreteras, uniformes y abrigos rescatados del almidón, alfileres de corbata, zapatos y bastones relucientes, mujeres de labios pintados portando todas sus joyas, obreros con monos limpios, enfermos sobre angarillas con pijamas bien planchados. Pese al silencio, no hay aire de duelo, prevalece en general nuestro sentido de la responsabilidad cuando llegamos al borde desde el que, sin detenernos, sin pensar, apretados unos contra otros, nos precipitamos al vacío. Sólo se escucha una incesante serie de crujidos blandos y lejanos, breves retumbos que pugnan por subir de las profundidades. Y cuando la polvareda se disipa, únicamente quedan sobre la tierra las manchas de aceite de castor de las lámparas y, en el cielo, el púrpura diáfano de un mundo más clareado y vasto, más sereno, menos incierto, delicadamente ingrávido, como recién creado.
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