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Cantos de la peste

sábado 30 de mayo de 2020
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Cantos de la peste, por Ricardo Rojas Ayrala
¿Quién besa / ahora mismo tu barbijo: el loco, el bufón o el profeta?

Papeles de la pandemia, antología digital por los 24 años de Letralia

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2020 en su 24º aniversario

—de las personas vivas, de las sierpes,
de las plantas, de los animales medianos,
de las varias mojarritas del Río de la Plata,
del terror y de las muchas notables cosas
que entonces dieron a suceder—

Canto uno

“Recitar versos no ha sido uno de mis hábitos, / Pero ahora en
prisión, ¿Qué más puedo hacer? / Pasaré estos días escribiendo
poemas, en cautiverio. / Cantándolos el día de la libertad se acerca”.
Ho Chi Min

Polisón terrestre, comportate,
en todos lados huarpe en peligro
que cantás, entonces, tus canciones
a los gritos, de cuarentena en cuarentena.
Las clavijas vencidas de los reproches
tensás vos, sin bondi, una vez más,
al descerrajarse el firmamento sobre nosotros.
Intuís en la negrura ideal del alma, un lucero.
Mismo, acuchillás con tus tontos reproches
el telón tímido de semejante claridad, luego se verá,
sabés, que toda lengua, toda humanidad, toda infestación,
toda diversidad, todo resplandor y toda alegría es política.
Absorto murmurás, uno a uno, estos cantos.
Vos rumiás en el aspamento del alfalfal
como alma que lleva un ángel.
La peste, ah, la peste y sus doce perros.
Por prontitud y por cisura, enumerás las pavuras
como quien pierde su estampa del Gauchito Gil
en el desplome mientras te confinás en tu casa.
Amorcito, mi dulce amorcito, tosé una vez más.

Para entonces el pez payaso insiste
con la gilada del sexo correcto, en su éter,
y vos apañás insulsos artefactos vitoreados
por la noche más ancha, xenófoba y miserable.
Mostrás tus tatuajes más aspaventosos, tu león babilónico,
y tus cicatrices, mientras buscás miradas enamoradas
en esos ojos, locos, que reflejan. ¡Egipcianos menos,
vos y tu milonga, arenal de toda desesperación!
Espectorás. Viene el cánido y trae en sus fauces
a la demócrata zarigüella dormida. Perjurás,
soso, en el saludo de cada vuelo cancelado,
con el vino tinto servido en la mesa extraviada.
Hundís tu cuchara de todos los días en el potaje
de la bobería, del temor más general y del crimen,
revolvés como si en eso no se te fuera la vida.
¿Escribís tu Antonio y Cleopatra en medio de la plaga?
¿Ya pasó el patrullero advirtiendo que el aislamiento
es obligatorio? Tan suave, vos desguazás esa soledad
profesional en mitades cosmopolitas para la carne más
saludable que prefieren los gusanos. Sufrís como un mártir.

Todo menos la cosa es eterno, aun la pedorra
e inalcanzable rosa de Borges y, aun más, esos niños
embadurnados de sortilegios recogiendo algodón igual
entre la melindrería, la inmovilidad y el espanto.
Vos traslumbrás este sendero de despechos
ante el fogonazo de lo inesperado. Como un biguá,
que anida en la enramada, vos ya nadaste
en el Carapachay contaminado. ¿Qué esperabas?
Vuelve el silencio con sus modales inconfesables.
En cada síntoma, obligás vos a los espectros a regresar
prolijos, flasheros y a tiempo, hechizados de nuevo,
con las canciones que jamás volviste a cantar.
Tu trajecito de cometas y milagros es una afrenta.
Empecinado, fabulás sobre el remordimiento
del condotieri en harapos que se toma, igual,
otra selfie al borde del ventanal más alto.
En la víspera sosa, sin ningún papel ni fragancia
de la malva tan emponzoñada dejás a las culturas,
los malestares más inesperados y los amores imposibles
pastar en paz, sin tantas exigencias pormenorizadas.

Desembravecés vos a la víbora con simple cloro,
al onagro y a la efigie, pero no cesás ni un instante
de contarnos los porotos de la inmensidad —la verdad
sea dicha— y del indescifrable arrobamiento.
Igual que el ciervo que enguye serpiente, y sangra,
voceás tus demandas a los doce vientos en Monte Chingolo,
en la última seca y en la luna. Te lavás las manos mil
veces, temés más a la bilis y a la baba que al puñal.
Vos tostás este remordimiento menor, en los salones
cuán tímidos donde olvidás unos postizos hermosos,
ante tus perplejidades más ñoñas e insípidas,
sarta de notables del staff de las ánimas en pena.
Te aconductás, desde cada uno de los oxidados
Kalashnikov, abandonados al torpe devenir de nuestra
especie sirenera, que escapará —quizá— de nuevo,
y ojalá las Patronas de Amatlán nos den una tortillita.
Trampeás esos cohetes tripulados que conducen
a una extrañeza viuda. ¿La bestia sos vos? Rompés
el engranaje de la tristeza sin ningún cuidado. Das azul
a los gastados postes, tan confusos, que tornasolan.

Nos recordás sostener los tigres baqueteados
con las dos manos. Lo desnaturalizás con tus mejores
bajos instintos ordenados por su desmesura o por su remedio.
¿Hay un afuera? ¿Todavía te queda un afuera, al menos?
El hombre abandona la ciudad y los animales retornan.
En consecuencia, escardás el horizonte, desde tu balcón,
con ese detenimiento digno de otras enfermedades
más ocurrentes, bastante zonzas y la mar de festivas.
Lirondo, en su poncho norteño. Ante el tarro
del alcohol en gel. ¿Es el amor, el que se oculta?
Anotás el “death toll” de hoy. Practicás vos este azul
para la profundidad que ya no se da la talla.
Llamás después a un número equivocado. ¿En qué puesto
de trabajo te amparás, en tu bate cantina a lo monstruoso,
guante por guante, neumonía por neumonía, amargo
osezno por osezno? Donás la piedra de Sísifo que cargás.
Aplaudís en horario a los médicos y a las enfermeras,
de lejos, mientras sueña el enemigo pachorriento que
morirá al amainar la bruma, contigo. Y sueña bastante bien,
ante el apuro de los juncales tras la zancada que no llega.

Rosario de promesas falsas de Getsemaní que vos
olvidás ni bien se anuncian, a la cuenta de seis, cinco,
cuatro. Azuzás estos contagios tekila tras tekila.
Te aferrás al deseo, ah, te aferrás como un náufrago.
Lábiles, cotejás esos escondites en cada carancho
que no regresa. ¿En qué talego quedó tu futuro?
Vos te atormentás, tumultario, como todo
penitente recién desencantado.
Mosquitero del pobrerío ante la pestilencia
que sólo atrapa desilusión y guitarreo, este virus
inaugura un siglo y vos necesitás cualquier otro
adverbio urgente y tres ceremonias diarias conocidas.
Y no todo es amenaza. Adecentás vos, amigo,
el túnel que vincula el dulce sepulcro al olvido,
todavía. Revoleás tu vieja moneda de 1974,
de dos escudos y medio, a ver qué toca.
Lógico, vos cotejás ese pánico aprendiz al borde
de la extinción sin mucho escándalo. Hipás, todo lo que
podés: vaca loca, gripe aviar, gripe porcina, coronavirus,
¿en qué leonera esconderse de la industria alimenticia?

Enmascarado, en medio de la congoja elemental,
mirás el infinito. Aunque tanto titubeás, vos, nunca
terminás de perder todo tu wi-fi, con insólito
sentimentalismo, en esa frontera que tanto añorás.
Salís, furtivo, a comprar una lata cualquiera.
El mausoleo gitano donde dios nos recibe
en grupitos de a siete. ¿Sacás, mejor, a pasear a tu galgo
muerto? Granizás a tantos litros de la partida.
Cuál forma tímida faroleás al avecinarse
un cuenco vacío, vos soñás lejos ante la garantía
de esta inquietud inmarcesible. Rayás la noche
de Tristán Suárez, el desasosiego y su cofradía.
Desinfectás todo lo quieto en su mediodía. Medís
el cráneo, la órbita ocular y la frente de cada enfermo
probable. Atento al viento sobre las casuarinas nadás, vos,
olímpicamente, en cada misión humanitaria que se frustra.
¿Esas flores son la sombra de los dioses,
de los señores, o de los reyes? Licor ácido de la desdicha,
embrollás esa lengua para tal rezongo pues donde
hay claveles, y tanto padecimiento, hay insurrecciones.

Con despreocupación supina, antes de prenderle
el cigarro nuevo al ekeko más infalible y pedile un amor,
vamos, vos pedile un amor, que de la salud se ocupe
ese tecito de flores que humea como un faro.
Alabás vos el torpe cordón del picapedrero
al ignorar el peñón. Entrenás esa penúltima
delicadeza para lo absoluto y estos contagios.
Nuestro cuerpo es nuestra trinchera.
Cruzás los dedos, guacho, porque de esto
depende el otoño, su lucha impostergable,
la herrumbre del puente Avellaneda
u otro confinamiento que prolongue su silbo.
Aislados, discernís que es joda este insomnio
que omite las utopías de los manglares apenas
inaplazables, gracia y adorno del humedal en invierno.
Te parás a dos metros de todo lo que se mueva.
Borroso y núbil es el atuendo del paciente cero.
Así, guarango, vos te enamorás, con furia salvaje
bajo los tilos, mientras Kazuo Ohno cuenta las flores rojas.
¿Presagiás, vos, cómo será el mundo dentro de dos meses?

 

Canto dos

“Nadie sabe lo que puede un cuerpo”.
Baruch Spinoza

Geoda libertaria vos abrís tu bagayo
al borde de nuestro alfabeto. Intranquilizás
con tales fuegos en la boca. La lengua está muy viva:
chinófobos que comen el arroz yamaní con las manos.
Pensás que, de cada niña tarahumara en su kerosén,
una rodilla se perderá en la llanura y llorarás más alto.
Urdís otros chaparrones en las polvaredas de Virreyes
donde estás desterrado, como un querube, hasta nueva orden.
Rancia, vos retomás esa zozobra inmemorial
con cierta diligencia pueblerina. Aguas oscuras
en el crepúsculo. Todes: rabiás, vos rabiás, rabiás
en medio del apestamiento general e intransferible.
Oteás ese ocaso con verdadera calma meridional.
Sin vacuna designás, en la corta franela, toro envenenado
al indolente toro y su veneno más infeliz cocido
en los laberintos, con tal bochorno ante el hastío.
Enfantasmás, algo más, cada mirto farolero
en su bisagra, sombra por sombra en el nuberío,
rizo impaciente del verde sin ramas. Un druida nos
sonríe, con sus bultos de cuero en el suelo, derrotado.

Paseando por la Bolonia apestada, con tal soltura.
Con el pico, vos le concedés infinita y pueril misericordia
a todo lo que se asome, le das color al terror con tu pañuelo.
El virus es como una lluvia, decís, pero puede matarte ahora.
Empantanás esa prebenda amada y roja, en esta última
peste neoliberal, fáctica y suspicaz porque como esos
disparos, en la noche, buscan cualquier pellejo boca arriba.
El terror, ese cándido método de control social, ¿no lo ves?
Hordas febriles de sueños que, vencidos,
bermellones y pirados, se pierden en la noche
de los cuerpos y de las razones sanitarias.
Te ufanás, apocado, de esa mansión de Dios.
Con tu flauta hipnótica de Tandil vos te quedás
en el molde del séquito, en la crema de la propiedad
privada, en la novedad de los denisovanos.
Qué te van a hablar a vos, ahora, de horrores.
Lo no dado da de morfar a la veracidad,
con su hollejo, en esta bruma infinita
de objeciones y vos tocás al piano naderías.
Otoño que en las sendas abandonadas fallecés.

¿Desoculta tu web al supercontagiador de hoy?
Por mera impericia vos marisqueás el ocaso,
paso a paso, pie por pie, capricho por capricho,
lo invocás en el dialecto de Maramures.
Así, cualquier perejil recobra el juicio
después de muerto. Apuñalás vos ese cielo
que hace un voto de fe, otro de zarabanda
y otro, a las cansadas, de razón.
De esta plaga se sale entre todos, suplicás.
Comprás algún alma probable y la clavás
al menudeo mientras emperifollás
—a las apuradas— tu universo más a mano.
A este granizo útil protegés de los murciélagos
de Wuhan, de los últimos limoneros en llamas,
de los amantes de Ituzáingo que se devoran
y de las campañas sanitarias recién tergiversadas.
Te abotonás el bermellón al cuello con seriedad. Contás
cada día de la cuarentena. Cuando los animales asilvestrados
dormitan primereás al azul en su pataleta de meteoros.
Tramás, al detalle, lo que harás al aire libre ni bien salgas.

Ronda que, de súplica en súplica, aclama,
en su fiambre, a la codicia. Abrazás a cualquier
infectólogo, al boleo, como si ya no quedara nada
de todos los más allá inimaginables.
Ponés tu tragaluz troesma al mero arriba, tu tos en su
arrebato, punzás esa pompa de las horas muertas con ira
en la fraternidad equivocada y con un plan misterioso.
Te restregás las manos y te encomendás a los hados.
Eventualmente, vos hilás finito, finito,
esta nueva tempestad, de los 196 países,
por sencillísima complacencia. Ni te bajás
de tus tacos aguja, hay más de eso por suerte.
Granjeás otro costal falopa para acudir a lo inconfesable,
con esperanzas, y con unas guirnaldas descoloridas
que no combinan con la fresca. Cadáver en su melodía,
ni hay simples manzanas que enrojecen al descuido.
¿Por cuál beso inesperado? Cuán sentimental,
vos rebuscás en el fondo de la intemperie. Ebria,
pasea la muerte, en su góndola de todos los días, la ves
muy de cerca con una libretita de hule en la mano.

¿Qué descubrís vos en este preciso instante:
una grulla espantada, una pancarta, un laurel?
Nos estamos recagando de hambre, o de miedo,
y se presentó el rocío, sabés, ¿la bestia soy yo?
Vos confundís el camino con la música,
la tarasca con la cuarta dimensión, las plumas
suavísimas del sueño con la duermevela y el ahogo,
la insólita luz con la luz misma.
Este sutil prodigio resumís, el que se desgrana
entre los dedos, en el pobre cablerío del aire
que se cancela, que se pospone, que se anula.
Desnudos, al resplandor de los cerezos, temblando.
Lejos de los vacunatorios y esas enfermeras cansadas
vos rejuntás, igual que el joven hombre lobo,
las partes menos sanguinolentas y despanzurradas
de los sueños muertos recién, recién.
Vos te ves tan increíble para la edad exacta
donde se observa al vértigo descamar, y continuar,
en cada ruin paquete stokeado, en cada femicidio,
en cada labio desdibujado por la desdicha inagotable.

Tornás vos, y retornás, a la congoja
por el barullo de la misma huella vieja,
transcurrís como la vida, a los saltos. ¿Quién besa
ahora mismo tu barbijo: el loco, el bufón o el profeta?
La belleza continúa en la calle muerta,
en el fárrago de los últimos adoquines y, abajo,
la playa. La lengua perdida, decís, en estas letras que
Juan Gabriel abandonó para siempre a la incertidumbre.
Alguien pasa silbando. Sorda construcción del que
con pirita y alpaca hace la gran literatura, quien afirma
esta muchedumbre cachuza en su pespunte, escondida,
ausente, taciturna. Cagada de miedo. Ya sabés.
Esta pradera dejás de atravesar, como si no fueras más
el tímido asesino que huye, con unas medias tres cuarto
tan irreprochables. De tu persiana cerrás esa claridad.
Te sentás mejor frente a la pantalla muda.
Julepeás vos con tu lirio, a boca de jarro,
a los poquísimos viandantes, al amor y a las peluqueras,
sensiblero King Kong de papel maché coloreado.
Diste positivo entre los abedules. El universo sigue.

Mandás a todo el mundo a su casa. ¿Y los que viven
en la calle, decís? Vos, gato, rebautizás cosa por cosa,
tras su precio amnésico en los días interminables.
¿En el mar anaranjás, aún, el salmón con antibióticos?
Salvajía arriba, presurosos, vos rogás en su cobalto
por las changas de lo habitual que estos demonios
se apacigüen, en este momento, que aflojen, ahorita
que liberen las vías del tren Sarmiento para nadie.
En el mérito, vos salmuereás en el retiro
lo que plañe y dejás de tomar el té verde
con las transgénero, mejor maquilladas,
que saben tantas historias de infectados.
Cabrioleás la angustia, posterior, en la quietud
contigua, vos le zarpás la lata, imaginás
además que todos los carabineros, ahora, ya no
apuntan a los ojos de los manifestantes.
Vos surcás la pendiente de lo vivo, agitás como carretero
con buey nuevo. Sólo lo público nos salvará, ¡zape!
Apenas bebés una grappa seca, en soledad, rememorás
hospitales rebosantes, severos, y ese enamoramiento.

Viniste vos a decir lo que aún no se ha dicho, sobre
cada amargo sueño de Píndaro cuando las abejas lo alimentan.
Esto de acá. Lo que arrasa. Cualquier lésbica conjugación.
Simple gramática para apestados. Su lujo punga. El no poder.
Un día el Estado somos nosotros. Si ese tímido plato
laburante fuera un cáliz, esta enfermedad otra derrota,
otra línea sutil sobre un pelícano melindroso
o sobre una perdiz que ensaya un vuelo.
Cuando vuelvan a llover los farsantes,
vos cubrite bajo el enorme pontón de cemento
o bajo el mapa de la guerra, detallado y tan pintarrajeado,
que suelen estudiar los samuráis que estornudan.
Nos encomendamos a San Quirino de Neuss. ¿Qué más?
Tu ocaso bermellón bruñís, entre desempleo y desempleo,
mejor que un conjurado con su mandolina lustrosa,
afinada en Mi, mientras saboreás una pizza de dos por uno.
Viniste vos a decir, pensás, a gritar, deducís, a bardear,
a desgañitarte nombrando —como un hostiario recién
resucitado— cada incertidumbre en su polea menos familiar.
Exigís, a lo amoratado, otro cielo lejos del redil y un amor.

Ricardo Rojas Ayrala
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