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Juan Carlos Quintero Herencia:
“La literatura nunca es de uno”

domingo 12 de junio de 2016
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Juan Carlos Quintero Herencia
“No me dan ataques de prisa con el tema de publicar”.

Juan Carlos Quintero Herencia (Puerto Rico, 1963) es docente e investigador en la prestigiosa Universidad de Maryland. Está adscrito a la Escuela de Lenguas, Literaturas y Culturas en calidad de profesor de literatura caribeña y latinoamericana en su Departamento de Español y Portugués. Es egresado de la Universidad de Puerto Rico (B.A.) y de la Universidad de Princeton (M.A.-Ph.D.). Es un poeta cuyo trabajo creativo ha desbordado los márgenes de lo cautivo desde lo cotidiano. Como académico, el doctor Quintero Herencia se ha dedicado a desmantelar los imaginarios identitarios de quienes insisten en silenciar u ocultar la cimarronería detrás de un paso de salsa desde las letras y su lectura de aquello que nos hace bailarle a nuestro propio ritmo. Nada nuevo, igual había pasado al afrontar el reto de escribir su disertación doctoral, pero con nada más que el santoral de la revista cubana, Casa de las Américas. A partir de su último trabajo poético, nuestro admirado don Juan Carlos ha tenido la grata bondad de compartir unas palabras conmigo para contigo, creo que con más deseos de estar por acá que vos, recitándonos sus versos, verso a verso. Les comparto sus palabras con el mismo amor que lo hizo conmigo.

—Volviste por tus fueros, los de poeta. No es la primera vez. Llevas varias veces en las de volver por tus fueros. ¿Cuál es la onda corporal en la que nos deviene El cuerpo del milagro (2016)? ¿Cómo surgieron a la vida estos nuevos versos? ¿De qué tratas en este último trabajo creativo-poético publicado? ¿Cómo insertas este y todo tu anterior trabajo creativo con tus pasiones de vida, la literatura caribeña y latinoamericana?

Es un poco difícil hablar de mi poesía.  

—Me gustaría, quisiera siempre irme, zafar de donde me han ubicado, o fugarme de donde debo estar. En fin, estar en otro lugar o hacer mi madriguera en otro sitio y que me dejen en paz. No me imagino volviendo a ningún lugar. Creo en salir, abandonar(se). Pero imagino que ese “volver por mis fueros” es tu metáfora, tu elogio para lo que representaría mi último libro, El cuerpo del milagro. A lo mejor cambias de opinión.

Honda u onda corporal, tira, cuerda, rizo, ondulación, frecuencia, las de ese cuerpo son más bien palabras que apuntan hacia un trabajo sobre los sentidos de la imagen, los sentidos de la imagen como sensación e intensidad de diverso radio, la imagen como trabajo y juego no sólo con la mirabilia, sino con el cuerpo de las sensaciones, los cuerpos sensacionales. Lo milagroso en ese cuerpo carece de una nomenclatura religiosa. No creo que sean “poemas” nuevos o novedosos, más bien son zonas de escritura y reescritura que decidí llevarlos a imprenta. En este libro me parece ver varios libros o se podrían construir ediciones a partir de algunos imaginarios allí trabados.

Tengo la costumbre de fechar los lugares y momentos que me han parecidos decisivos en la escritura de los poemas. Algo parecido a las marcas que dejamos a veces en los árboles o en los baños públicos. Así que el lector verá arcos, cesuras diversas entre ellos, algunos de estos momentos y lugares de escritura remiten a fechas de finales de los años 90 y otros se escribieron hace dos o tres años. Es un intento fútil por agarrarme a situaciones que no las registrará jamás el calendario o el reloj.

Es un poco difícil hablar de mi poesía. Qué más quisiera yo, como el Palés Matos ante la reedición del Tuntún… en 1950, escribir un vocabulario que acompañe el libro. Esta extranjería poética es ya un modo de respirar. Creo que no me corresponde hablar sobre algo que decidí tratar ya de ese modo. Además hay muchísimas cosas que se me escapan. Pero si me acosas repetiré que El cuerpo del milagro parece una meditación sobre la imagen, sobre su aparecer que no sé por qué lo asocio con mis experiencias, diría Palés, en el litoral. La imagen como litoral sensitivo y como pasadía playero, como intensidad variable de cara al mar y de cara a mi escudo de armas: el juey.

—Hace unos años, ya más de una década, publicaste Fulguración del espacio. Letras e imaginario institucional de la Revolución Cubana (1960-1971) (2002). Cuba es ese viejo amor que se quiere y no se olvida, ¿no? Trabajas el grueso de los debates político-culturales cubanos y latinoamericanos dentro del contexto de la revista Casa de las Américas. ¿Cuál consideras tu mayor contribución a la historia crítica de las políticas culturales cubano-latinoamericanas dentro de este trabajo creativo de investigación?

—Mi relación o mi pasión por “lo cubano” no pasa ni por las mayúsculas, ni por la identidad, mucho menos por algún imaginario nacional o nacionalista. Otra vez, Cuba son dos sílabas afectivas, rostros, nombres, cuerpos, unos textos, música, mucha música, una gastronomía, una ciudad y qué ciudad, y en el caso de Fulguración del espacio una manera (defectuosa) de lidiar con las utopías de mis mayores, de no pocos de mis maestros y, por supuesto, con las propias. Una manera de rumiar ciertas creencias políticas alimentadas por la estrechez ética y política del Puerto Rico universitario que me tocó vivir en los años 80 en Río Piedras. Un mundo estudiantil que parecía impermeabilizado entonces ante lo que ya se sabía (hacía tiempo) en torno al cierre totalitario cubano.

De nuevo, no soy yo, ni mucho menos, quien pueda decir cuál ha sido o será la contribución de mi “tratado cubano” (la frase es de Ricardo Piglia), de ese mamotreto que me dejó muy mal sabor en la boca al terminarlo. En el registro de las contribuciones no tengo nada que decir. Sin embargo, con Fulguración… descubrí y me apoyé en mis verdaderos amigos, así como también el libro (que primero fue mi tesis doctoral) me ganó la interlocución de voces y lectores que nunca hubiera ganado si en vez de pensar críticamente el imaginario institucional de la Revolución Cubana hubiese perpetrado otro acto de endeudamiento, celebración o postración moral ante la cultura del poder cubana. Quise pensar la enorme interpelación de la luz revolucionaria y sus mores en la forma de la revista Casa de las Américas, usarla de trampolín para lanzarme a otros textos decisivos en la época. Pensar no es disfrazar un homenaje o un himno bajo el ropaje cada vez más dudoso de un estudio académico.

—Si comparas tu acercamiento como investigador de la cultura caribeña o latinoamericana, sea música o literatura, en La máquina de la salsa: tránsitos del sabor (2012) con Fulguración del espacio. Letras e imaginario institucional de la Revolución Cubana (1960-1971) (2002), ¿qué diferencias observas en tu propio trabajo creativo además de su diferencia respecto a los géneros con los que trabajas? ¿Qué es aquello que has aprendido dentro del proceso creativo de dar forma y contenido a un corpus teórico propio de los estudios culturales?

—Esta es tremenda pregunta porque tironea pasiones e islas del corazón —Ramón— islitas de mis amores (para glosar a Marvin Santiago). La máquina de la salsa respondió a la rápida canonización y la identitarización (si se me permite) verosímil del género salsero por el discurso de los estudios culturales y cierta sociología bien pensante anidados en las universidades a principios del milenio. También fue un modo de enjuagarme la boca tras las desazones y amarguras que supuso paladear, en Fulguración del espacio, la prescripción sacrificial e inmoladora, el dogmatismo, la persecución como la homofobia del Estado cubano. La máquina… fue un comenzar a perderle el respeto a las plantillas hermenéuticas que todavía agobian mi gesto en Fulguración… En La máquina… creo que encontré una pista y, otra vez, una salida por donde abandonar la tediosa escritura que plaga demasiadas escrituras universitarias. El rigor y el estudio no son idénticos a “la aplicación” (palabra atroz) de marcos teóricos, la fiesta identitaria o la mala digestión de conceptos y proposiciones que al final terminan machacados por una suerte de uno-dos-tres-chá-chá-chá procesal que desde la introducción anuncia (y aburre) lo que supuestamente se va a “descubrir” o “pensarse” a partir de su objeto de estudio. Ese libro es una suerte de engendro entre el análisis cultural y el ensayo, una suerte de descarga, en el cual, para serte franco, nunca perseguí ni estuve atento a un modelo o un modo de hacer “cultural studies”. Ahí me leen y me pusieron algunos lectores.

La salsa no tendría que reducirse a un asunto de tablas e intercambios “científico-etnográficos”, al conteo de sílabas, mucho menos a la moralización costumbrista ya sea del barrio, la diáspora o alguna identidad en perenne fase auroral. Cierta urgencia ética y política me llevó a escribir ese libro como quien ya presiente la inminencia de un desastre, de un huracán o de un bostezo. Preguntaba entonces, ¿esta gente que escribe así sobre la salsa se apretaron con alguien en un baile de graduación de colegio o escuela superior amenizado por Roberto Roena o Bobby Valentín? Nunca vi allí banderitas ni puños alzados, ni breves homenajes a “nuestro pasado o herencia cimarrones”. Agitado por lo que ya comenzaba a publicarse y celebrarse sobre la salsa, antes de mi regreso a Puerto Rico en los tempranos años 90 y durante ellos, mi escritura maquinal salsera, que no maquinación en tanto intriga, mucho menos maquiNación, fue y es también un modo de mirarle la cara a las institucionalizaciones de saberes corporales por algunas disciplinas universitarias.

En La máquina… quise trabajar con el hechizo y el arrebato que al día de hoy me hace escucharla diaria y repetidamente. Sí, estoy superquedao con la salsa. Tras mi experiencia universitaria en Princeton mi oído contaba con otra caja de resonancia y en verdad me dediqué a cruzar mis preocupaciones teóricas con la sensación, con el rumoreo que la salsa en tanto experiencia que la lengua agitaba. Pude apreciar de otro modo por qué ciertas canciones me afectaban del modo que me afectaban. Y la cosa se puso peor. También quise dar por recibidos la escritura y el texto salseros. Si la cosa salsera era exclusiva o fundamentalmente un asunto bailable, una manera cultural de “sentirse orgulloso y resistir”, un exhibicionismo de virtuosidades musicales ¿por qué los soneros no hacían silencio e incluso se lanzaban a escribir? ¿Por qué el poeta paradigmático del género, Catalino “Tite” Curet Alonso, copaba con sus canciones la poética y firma del género? La sorpresa o la escucha de un matiz, de un giro en la palabra, en la interpretación de este o aquel sonero, me revelaba que había no sólo una escritura, sino todo un imaginario salsero para la fricción del sabor que excedía las plantillas de naturalización y domesticación que le imponían ciertos “oídos”. Incluso, la “musicalización” de la cotidianidad barrial no era la transcripción verista de subjetividades conscientes de su ser contracultural. Lo que comparten Fulguración del espacio y La máquina de la salsa es el deliberado acto de leer los textos como zonas no cristalizadas por las plantillas disciplinarias, sin hacer concesión alguna al verosímil, a la obviedad historicista (Benjamin). En La máquina… me negué a trabajar con partituras o los autógrafos de las canciones (a veces ilocalizables) y procedí a transcribir las canciones, a escucharlas una y otra vez. (Volví loca a mi familia, hasta que me conseguí unos audífonos.) No me interesaba, ni quería, ni creía que con esto me acercaba a una suerte de momento en estado puro de la creación del hit salsero, al Origen del palo salsero. Me interesaba asediar la seducción y el embeleso con los cuales una escucha siempre múltiple escoge y decide que esa es la canción que será grabada y lanzada al mercado. También quise pensar cómo cierta escritura y una escucha particular representa el tiempo-espacio de la escucha y en un doble movimiento, como un poro, “musicaliza” la producción y el consumo de lo sabroso. Por lo tanto mis repetidas y semiautistas escuchas con bolígrafo en mano de las canciones fueron una suerte de viaje que no evita ficcionalizar este momento sensorial que inscribiría el tiempo de la imagen salsera, ese tiempo que, cuando los involucrados en la grabación-inscripción de esas canciones —hoy emblemáticas— ponían a conversar el texto y el arreglo. Para mí meterme en ese tiempo es inseparable de esa continua y repetida escucha que padecemos todos los fiebrús. Pues como quien sigue dándose gusto con eso, reescuchar la canción es de alguna manera volver a grabar(nos) las canciones, a transitar por no pocas memorias y claro gozar con las pasiones que esas canciones también son.

Escuchando salsa, en las afueras de un saber musical o de un saber musicológico, me permití gozar de un cuerpo, de varios cuerpos, y también ensamblar mi máquina crítica, teórica. Incluso hacer otro tipo de política. La “muerte” del género en nuestros días es indisociable de esa experiencia del lenguaje, de esas experimentaciones en los umbrales de lo que se puede hacer y decir. Esta experiencia-experimento firma el momento “clásico” del género, el momento de su “primera vez”, y es esa experiencia, compleja, variada, la que grabó el género en el imaginario acústico del mundo.

—Sé que por ahí viene otro trabajo de investigación intitulado La hoja de mar (:) Efecto archipiélago I. ¿Qué nos depara este trabajo y a cuál archipiélago hace referencia? ¿Qué relación ves con su lectura de la cultura caribeña con la de Ángel Quintero Rivera, Manuel Moreno Fraginals o Antonio Benítez Rojo?

—De nuevo, no sé. Lo que entregue ese libro es responsabilidad de sus lectores. No quiero dañarles la película a los posibles lectores pero adelanto lo siguiente. La hoja de mar (:) Efecto archipiélago I recoge mi deseo y retirada de aquellas tarimas institucionales donde lo literario es procesado por variados protocolos disciplinarios, terapéuticos, ortopédicos, mercantiles, identitarios. Acariciaba mientras lo escribía, al menos, desde esta contemporaneidad dominada por la alharaca y la velocidad, un trabajo con mi pasión por la poesía, la teoría y por la literatura y ante sus retos, de algún modo, explayar mi deseo crítico. Creo que doy un paso más allá de lo que hice en La máquina… y me parece que es por el momento el libro que mejor exhibe qué tipo de lectura disfruto.

La hoja de mar… es el resultado parcial del tiempo obtenido, en verdad comprado gracias a una beca John Simon Guggenheim, lo cual me llevó sin darme cuenta a escribir un libro sobre el/la mar. Creo que allí le doy cuerpo a una fantasía playera. Presiento que con La hoja de mar… apenas he logrado que mis fantasías entren en un registro muy, pero muy menor de lo conmovedor. Esta playa además no me refugia de nada. En La hoja de mar… quise “desdatar” los tiempos, desclasificar los espacios literarios y pensar en los modos difíciles a través de los cuales textos claves del Caribe devienen sensibles, han adquirido sentidos entre nosotros.

Mi archipiélago es un trazo (Derrida) que leo y estudio en textos literarios específicos. En ese libro me dio por jugar con paréntesis y dudosas ecuaciones para de algún modo figurar lo que allí denomino el efecto archipiélago: ( )-(a). Son más bien ecuaciones pictóricas antes que químicas, nunca, jamás, matemáticas. Soy muy bruto con las matemáticas. La hoja de mar… tantea lo metafórico, las figuras ante lo que falta ( ) y ante lo que falla en este archipiélago imaginado o presupuesto por ciertos textos; una manera de reconfigurar(me) el problema político de la falta-grieta subjetiva caribeña. Este tanteo podría, además, reescribir la significación de textos cardinales que se han pensado como idénticos a sus circunstancias caribeñas. La sensación de carencia que dificultaría alguna escritura ante esos textos ante los que parece haberse dicho todo lo que podría decirse me fue muy productiva pues pude reeditar las relaciones con el vacío, con esa laguna perceptiva del “no” que atormenta también algunas creencias o agita otros comienzos en no pocos textos caribeños.

No escribo poesía gobernado por un horario o siguiendo alguna disciplina de ejercicios.  

Hay una sección del libro dedicada a leer críticamente la concepción de lo caribeño en Benítez Rojo pero hay otros autores también implicados por mi experiencia archipelágica.

—Tienes otros tres poemarios. ¿Por qué los títulos de los poemarios? ¿Qué tiene de particular tu trasfondo personal (historia de vida) en la formación del contenido de tu trabajo creativo en estos poemarios? ¿Cómo se ha integrado tu trabajo de creación literaria de por sí (poemas) con tu trabajo de ensayista e investigador? ¿Cómo integras tu experiencia de vida en tu propio quehacer creativo hoy en Estados Unidos?

—Mi escritura poética antecede y hoy acompaña a mi escritura ensayística y a mis investigaciones académicas. No sé. No escribo poesía gobernado por un horario o siguiendo alguna disciplina de ejercicios. El poema llega, casi siempre se anuncia con una vibración de palabras que me ronda la cabeza por días. Creo que mis títulos nombran el espacio-tiempo que imantan esos poemas y también la cavidad perceptiva que los ha hecho posibles o los ha malogrado.

Aprendí mucho de mi maestro Ricardo Piglia en cuyas clases y textos veíamos cómo aparecían oraciones, enunciados e ideas ya en la boca de él como profesor como en las de algún personaje o narrador. Como si eso que se decía o se escribía podía transitar, aparecer aquí o allá sin tener que presentarse ante la aduana de los géneros o las disciplinas.

Admito que no entiendo bien la pregunta, porque no “integro” mi experiencia de vida en mi trabajo literario. No están separadas, ocurren, concurren en ocasiones, comparten los mismos y distintos cuerpos que somos todos. Igual es un problema mío.

—Sé que eres es un autor caribeño que nació en Santurce, Puerto Rico, pero que se ha anclado dentro de los Estados Unidos, donde tiene una vida privilegiada de poeta y docente universitario a la vez. Resulta interesante que tu trabajo creativo se comienza a publicar a manera de libros ya reubicado dentro de los Estados Unidos, no antes, aun cuando dentro de Puerto Rico ya ocupabas un espacio dentro de la academia, si se le puede considerar así. ¿Por qué no lo hiciste antes? ¿Fuiste objeto de censura, cultural o no, o de autocensura? ¿Te consideras de Santurce? O, al igual que Eduardo Lalo o José Luis González y, creo yo, Mayra Montero, ¿te consideras puertorriqueño? ¿Existe el puertorriqueño o sólo su literatura? ¿Por qué? ¿Qué es lo que hace que tu literatura sea tuya y lo que es tuyo es o decide ser dentro de los Estados Unidos?

—Me gusta eso de anclarse, porque supone que mi casa es una suerte de navío que ha hecho una pausa, de bote que flota quedo en las aguas de la tierra norteamericana. Igual, si nos ponemos a comparar o sentimos que debemos llevar a cabo algún acto de contrición ante la indiscutible vida miserable y trágica de tantas personas en el mundo, la vida de un escritor y académico puede parecer y en cierta medida es un privilegio. No vivo con culpa o vergüenza mi particular circunstancia, tampoco idealizo mi emigración profesional a los Estados Unidos. Al contrario, creo que tuve no poca suerte al irme de Puerto Rico en el momento que lo hice. Eso sí, es un privilegio indiscutible poder pensar sin prisa ni atropello nuestra contemporaneidad y esto no está garantizado en el espacio universitario norteamericano.

En los días que corren, la corporatización de la academia norteamericana ha enrarecido y empobrecido real y discursivamente la experiencia del pensamiento en la universidad. El espacio universitario en los Estados Unidos es hoy políticamente un páramo y está tomado por una “gestión administrativa” que de lo único que habla y ejecuta es la razón monetaria (“modelo financiero”) que debe “guiar” o “salvaguardar” la universidad. El empresarismo, la lengua del “motivational speaker”, del “coach” para el “nuevo futuro” de las humanidades son algunos de los personajes protagónicos que dosifican el sentido común neoliberal, vitaminizando (entre otras sandeces) la poderosa cultura antiintelectual enquistada en las universidades. Ojalá antes de jubilarme pueda ser parte o presenciar algún cambio que estimule la posibilidad de una agencia intelectual universitaria transformadora del estado de cosas.

Aquí debo hacerte algunas aclaraciones. Yo empecé a publicar (precariamente) poemas durante mis años de bachillerato en la revista Filo de Juego (1984-1987) en la Universidad de Puerto Rico, Río Piedras, junto a Rafael Acevedo, José Liboy, Israel Ruiz Cumba, Mario Rosado Aquino, Belia Segarra, Maribel Sánchez, Mayra Santos y otros. Mi primer libro publicado fue La caja negra (Isla Negra, Puerto Rico, 1996), cuando ya trabajaba en la Universidad de Puerto Rico, recinto de Río Piedras, como profesor en el Departamento de Estudios Hispánicos. Mis garabatos de juventud, los cuadernos El hilo para el marisco-Cuaderno de los envíos fueron publicados por el Instituto de Cultura Puertorriqueña (2002) pero habían sido sometidos y aprobados para publicación muchísimos años antes de publicarse. Las razones para la tardanza en publicarse y el casi “secuestro” de este último volumen responden a las “lógicas” institucionales y al arroz con chicle que son algunas de “nuestras” instituciones culturales.

No me dan ataques de prisa con el tema de publicar. Mastico, borro, boto y reescribo mis cosas durante largos períodos y cuando soporto volver a ellos con otros ojos los reescribo. Si pudiera reescribiría todo lo que he publicado hasta ahora, pues sé que en el momento de la escritura no puedo evitar el desbarajuste y la torpeza. Es por eso que la edición y reescritura es un goce malsano con el cual ya he hecho las paces. Digamos que este goce ni me paraliza ni me lleva a creer en mi escritura, y de seguro no se protege de los errores.

Esto de lo puertorriqueño, de la puertorriqueñidad, no es algo que considero. No medito sobre mi identidad, no reflexiono sobre ella como si fuera una inevitabilidad sanguínea o un deber descolonizador. Mucho menos escribo para tornar visible lo puertorriqueño. De hecho, la puertorriqueñidad no me parece ni tan siquiera relevante para pensar y actuar en ciertos espacios. Fui instituido, institucionalizado, sujetado como puertorriqueño. Ya es muy tarde o patético, por igual, demostrarlo como querer pasar por otra cosa. Esto no es ni una condena, ni una bendición, ni una suerte de peregrinaje ontológico bobo, banal. Como se dice por acá: “It is what it is”. Desconfío de las tautologías pero esta recoge algo puntual sobre el carácter circular e intrascendente de ciertas situaciones. De lo puertorriqueño me interesan los residuos que no devienen retórica, genuflexión, religiosidad, idealización, ideologema, feligresía. De los temas que forman parte del mantra identitario, me interesan los discursos y las prácticas que ha conformado la puertorriqueñidad, como “verdad”, como “utopía”, como “realidad existente”, incluso como camisa de fuerza o tapaboca eterno para cualquier actuar-pensar político de otro tipo. Estoy convencido de que los modos de “afirmación” o “resistencia” nacional o nacionalista en Puerto Rico son parte del orden discursivo que hegemoniza y administra la cosa boricua y apenas le hace cosquillas al desastre de estos días.

La literatura nunca es de uno. Me parece. La literatura es siempre una experiencia de los demás, con los otros y con las cosas que no son nuestras, que no nos pertenecen, ni nos son o parecen “familiares”. Un relacionarse con los muertos, con las opacidades y los fantasmas, con las brumas, con la burundanga (susurra Palés). Digamos que no me identifico en o con mi literatura. La literatura que me mueve la molleja desdibuja y hasta destruye las fáciles correspondencias entre alguna pertenencia identitaria y alguna simbolización cultural. Para mí la literatura es una práctica política, en tanto un trabajo, una apertura (o abertura) y un pensamiento con los sedimentos, con lo oscuro, con la dificultad o complejidad de las cosas, con el lenguaje que se echa y con las imágenes que buscan trabajar esa constelación, diría Walter Benjamin. Me interesa la literatura que rebasa certidumbres, simplezas, sobre todo las simplezas morales, las evidencias demostrables de algún sentido común.

—Don Juan Carlos, no el borbón, ¿cómo visualizas tu trabajo creativo de carácter literario con el de tu núcleo generacional de escritores en Puerto Rico y ese insoportable Caribe que te habita aún dentro de los Estados Unidos? ¿Cómo has integrado tu identidad étnica y tu ideología política con o en tu trabajo creativo?

No escribo para integrar mi identidad, ni mi ideología en los textos.  

—No hace falta lo de don. Tuve que oír el chiste desde niño en la escuela elemental en boca de maestras que no eran especialmente graciosas. Era a mi padre a quien lo mentaban como don Juan o licenciado, y era un abogado notario de la avenida Campo Rico en Carolina que nunca amasó una fortuna. Pero si tú lo necesitas, adelante. Yo prefiero llamarte Wilkins si me lo permites.

Otra vez, al escribir, o si pensara sobre mi escritura, nunca la coloco entre la literatura de mis compañeros de promoción. No la pareo o la comparo con la de ellos. En esos momentos no estoy pensando en autores o escritores. Leo a muchos de ellos y busco sus textos para enterarme de los asuntos que les movilizan la escritura o por recomendación de lectores que admiro, respeto y escucho.

No escribo para integrar mi identidad, ni mi ideología en los textos. No entiendo la pregunta porque no pienso en esos términos y en última instancia me parece que en lo concerniente a la política de lo literario, la ideología del autor o sus intenciones poco o nada deciden las resonancias (Lezama) que desate un texto u obra en específico.

—Tu trabajo creativo literario no se inicia recientemente. No obstante, has dedicado una parte de tu vida a la cátedra universitaria. ¿Cómo relacionas tu trabajo político-cultural con tu lectura particular de la vida y tu propio quehacer literario hoy?

—La enseñanza y la investigación universitaria conforman un espacio de pensamiento, conflicto, formación y satisfacciones asociadas a la interlocución y al diálogo con los demás. Ahora que ya “saldé” mi deuda departamental como director puedo enfocarme en mis estudiantes con más detenimiento y gusto. Llegué al salón de clases desde el nerviosismo y la arrogancia de un joven poeta de Río Piedras (já) y me topé con sujetos, profesores e intensidades que me dejaron ser allí otra cosa, usar otra voz, ponerme otra máscara. Creo ser mejor profesor que vendedor de autos usados. No incorporo, ni hablo, ni asigno, ni tematizo mi escritura literaria en el salón de clases o en las investigaciones de mis estudiantes.

—¿Qué diferencias observas, al transcurrir del tiempo, con la recepción de tus compañeros de viaje o aventura creativo-literaria con tu trabajo creativo y la temática o las temáticas que has abordado y los géneros literarios (ensayo de investigación y poesía) desde los que les has abordado?

—En verdad, Wilkins, no tengo una contestación para esta pregunta, porque no creo haber convertido a mis compañeros de promoción en objeto de estudio o reflexión.

—¿Qué otros proyectos creativo-literarios tienes pendientes?

—En estos… trabajo en el segundo volumen de La hoja de mar…, que no llevará ese título. También edito y añado otros ensayos de intervención en las redes, en blogs, que lleva por el momento el título De la queda(era). Mi familia quiere que escriba un libro sobre la crianza y el mundo de los gallos de pelea. Crie con mi padre y hermanos gallos de pelea en una urbanización de clase media en Río Piedras. Quisiera retomar una pasión adolescente que es el Altazor de Vicente Huidobro, así como escribir un libro sobre lectura literaria, no un libro que formalice y estabilice algún avatar de lectura académica, mucho menos un manual que haga pedagogía con y para la literatura. Horror de los horrores. Todavía no lo tengo claro. Y por supuesto, mi cuaderno de trabajo tiene siempre un marcador o un bolígrafo ante la siguiente página en blanco.

Wilkins Román Samot

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