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Édgar Vidaurre: en el lugar más sosegado

sábado 10 de febrero de 2018
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Édgar Vidaurre

Édgar Vidaurre es poeta, ensayista, editor y director fundador de Editorial Diosa Blanca. Nació en Caracas el 5 de diciembre de 1953. Es abogado egresado de la Universidad Católica Andrés Bello. Es filósofo y músico. Obra publicada: La resurrección de los frutos (Mención de Honor en la Bienal de Poesía Mística Antonio Rielo de España), La fugitiva, La séptima rosa, El lugar más sosegado, Panayía, El lamento de Ariadna. Es autor de numerosos ensayos y escribe para diarios y revistas. Es presidente del Círculo de Escritores de Venezuela. Editorial Diosa Blanca, de la que es fundador y editor, ha publicado 47 títulos.

Más aún que el abandono y el desamor, nada hay más doloroso que dejar de sentir la pasión del espíritu. Es mejor ser arrojado a las llamas que dejar de vislumbrar, según palabras de Édgar Vidaurre, “la última espiga de trigo en la sombra”. A raíz de una larga conversación con el poeta, ensayista y editor venezolano Édgar Vidaurre Miranda, me adentro en la lectura de sus poemarios El lugar más sosegado (Mención de Honor en la Bienal Municipal Augusto Padrón) y La fugitiva (publicado por el Ateneo de Valencia en coedición con La Liebre Libre en el año 2002, Premio de Poesía Bienal José Rafael Pocaterra). El poeta también es músico graduado en el Conservatorio Juan Manuel Olivares y pasa largas horas en amoroso combate con el piano. Vidaurre es el fundador y director de Editorial Diosa Blanca, con cuarenta y siete títulos publicados, de destacados autores iberoamericanos y europeos.

La charla nos lleva a recordar sus experiencias de vida y sus preferencias literarias; desembocamos en los orígenes de sus indagaciones y en el camino de retorno al eterno femenino a través de la poesía. Al llegar a casa intento escribir esta nota sobre sus versos: “Conjurada por la flor de sal, así fue la visión. Vino como si fuera una fiebre” (…) “Cuando yo cerraba los ojos, ella abría la tierra y el eco de un perfume brotaba de su boca”. Una primera reflexión surge de esta lectura. Los versos dejan vislumbrar ideas arquetípicas con un criterio estético lejano a la simple anécdota o al discurso cognoscitivo. Se siente su fuerza poética y no se lee la palabra “fiebre” como un concepto, nos abrasa la fiebre. Así es el verdadero poema.

Vidaurre dialoga con la aparición de sus sueños y le ruega que no susurre más su nombre, “el nombre por el que me llamaba”. Huye de “la agonía presentida” pues teme lo que será luego una nueva ausencia. Porque todo encuentro es fugaz, nadie posee la piedra de luna de la unión eterna. Inexorablemente, los seres humanos somos la otra mitad de nosotros mismos, la huella de la ausencia del otro, una estirpe fracturada desde el comienzo de esta senda misteriosa que es la Vida.

Las confidencias del poeta abren ventanas en relación con el poemario La fugitiva y, sobre todo, sobre la obra de Édgar Vidaurre Miranda. Los poemas hablan por sí solos, no requieren explicaciones; no obstante, un poeta como él, capaz de desentrañar el desarrollo de su escritura a través de una reflexión inteligente, culta, poblada de señales, códigos e interpretaciones personalísimas, es invalorable. Su constante desvelo por el encuentro con el centro, el alma, es plasmado en una nostalgia absoluta por la Belleza, por el Eterno Femenino. Édgar Vidaurre es un amante de la esencia, un enfermo incurable de lo trascendente. Escribe apoyándose en los mitos y leyendas, con un lenguaje y una voz propia, creando también sus propios mitos que surgen de los seres que lo habitan.

Los versos de Édgar nos inducen a inclinar la cabeza en el regazo de la Madre Primordial, la Tierra, como vientre de la vida psíquica.

Es difícil no dejarse ir por una rendija del corazón en procura de La séptima rosa, título de uno de los poemarios de Édgar Vidaurre. Digo esto porque sus versos convocan al lector hacia una experiencia íntima a través de sendas señaladas por sus manos de pianista. La lectura de estos poemas nos expone a una fiebre incurable, la de la obsesión por la poesía, y nos arriesga a ser coronados con una cinta de sangre: “El amor se fue con los veranos (…) yo le ataba una cinta de sangre en la muñeca (…)”. Se ve y se siente el lazo de púrpura en plena letra y en pleno corazón. Se lucha para no dejar ir nuestra “llama doble”, como la nombraba Octavio Paz, porque sin ella andamos extraviados, sin rumbo, sin sentido trascendente. Atados a la polea de un tiempo que no nos pertenece y al que no pertenecemos, porque tenemos sed de eternidad y el tiempo no sabemos cuánto dura para los seres humanos. El poeta escribe en uno de sus versos sobre la “peregrina de la noche”, el alma escondida entre los lirios de abril, visitante de los abismos y de las esferas celestes. Los primeros seres de la tierra se sumergieron en las aguas del deseo para alcanzar el ojo del alma y también la ciudad perdida hace milenios. Los versos de La fugitiva traen a mi memoria lecturas de otros tiempos. Y me acerca a las huellas del Caminante de la Aurora que es Édgar Vidaurre, buscando, como Miguel Serrano en su obra Las visitas de la Reina de Saba, la “piedra de luna”, esa visión siempre añorada en la historia personal y colectiva de la humanidad.

Los versos de Édgar nos inducen a inclinar la cabeza en el regazo de la Madre Primordial, la Tierra, como vientre de la vida psíquica, y nos hace topar con nuestras propias interrogantes. El lector es cautivado por la sagrada locura de la búsqueda de un ser que somos nosotros mismos en su espejo de nacimientos y muertes sucesivas. El Amor Eterno puede ser ignorado, olvidado, combatido. Mas la Estrella Matutina nunca dejará de brillar para el Caminante del Alba, este poeta que nos invita a cerrar los ojos para hallar la luz, en el centro donde el alma no hace sombra.

Del poemario de Vidaurre El lugar más sosegado emerge luminoso el árbol de la vida, con poemas en los cuales germinan los abedules, los árboles de mango, los viñedos, todos ellos desprendidos de la Flor de Jessé, Enmanuel, ese “granado florecido” por el cual suspira el poeta:

Hay un árbol ardiendo
hay un árbol intocado por el fuego
redondo como el fruto de sus frutos
Todas las nostalgias
descansando sobre esta higuera
que llora
con sus raíces que nos miran desde el cielo.

Este libro es hermano de su poemario La fugitiva, con imágenes distintas bañadas en las aguas de las Sagradas Escrituras y de los poetas místicos como Kadyr, Tagore, san Juan de la Cruz, Simone Weil, Elizabeth Schön. La añoranza continúa siendo el infinito, la eternidad, el alma:

Una es mi alma que es de un árbol
En el lugar más sosegado de la tierra lejos del eco y la sombra.
Un árbol de sol donde bajan tus aguas por donde vuelven tus ojos.

El poeta Édgar Vidaurre nos ha descubierto la séptima rosa escondida en el corazón del árbol del Sol. Allí hemos de encontrarnos, al pie de su ramaje, donde el alma no hace sombra. Él se halla dispuesto a “sembrarla en el centro de la vida”, e inspirado por el profeta Isaías canta a su amada con la mayor dulzura y belleza de que es capaz un poeta del nuevo milenio.

Carmen Cristina Wolf
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