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El frío de la muerte

miércoles 29 de mayo de 2019
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“Signos del pantano”, de Doan Ortiz Zamora

Signos del pantano
Doan Ortiz Zamora
Teatro
Gobierno Regional de Cajamarca
Cajamarca (Perú), 2018
70 páginas

I. La clarividencia del signo

Cantar, cantar, cantar hasta ver blancos los árboles. Esta noche sagrada. El grueso de las explicaciones indica que debemos continuar. La encrucijada es sinuosa, polvorienta. Las flechas conducen a la duda. La existencia es el designio del tormento. La faz de la tierra es el tormento elegido. No puedes dar vuelta atrás. Estás atrapado en la bella encrucijada; húmeda, distante, obedece a crujidos tempestuosos que galopan dentro de las venas invisibles, colándose por el hoyo de lo inexplicable. Acaso un eco de lo que te escuchas, a ti mismo. Acaso una sorda inexistencia de lo todavía no acaecido.

¿Alguien habló sobre el frío de la muerte?, reza el alma vendida a esta helada estación de vivientes, Jaco. El viejo blues del salón en el ángulo oscuro. Robert Johnson invita a soñar una voz exitosa hecha humo, azulino, eléctrico, desleído en el habitáculo. Moridero de peces purgando como una ensoñación aguachenta, de tu boca. De pronto, el ritual melodioso de una voz, la sombra aherrumbrada, medieval: una lanza clavándose en el estómago. Cunde la noticia: “Hallan lívido a Brazos de Marfil: aparente suicidio. Seguiremos informando”.

Se abre el telón, la hojarasca se despeja, dando paso a un viento inclemente únicamente reconocido por los muertos a esta hora de la no-hora, del no-paso del tiempo nocturno y desvelado por un viento a jirones. Atmósfera rarificada intensifica la palidez mortuoria del recinto.

Me dijo que el frío lo sentían los que se quedaban; los que fracasaban con la muerte; los que creaban ese idilio infinito con la agonía y el hartazgo. Por eso yo nunca lo sentí”.1

Las sombras te atormentan, las sombras te apresan, no te dejan salir de ese abismo confuso de luces opacas. Una gran carrera por delante, como vestigio de la fatalidad recorriendo el abismo en que estoy. Es como la caída inexplicablemente estrepitosa de un Gibreel Farishta y un Saladin Chamcha, y a la vez, el ascenso de la Bella Remedios libre ya de sábana blanca, hacia el cielo de lo clarividente.

Largue usted, tranquilamente, el saco de piedras sobre la charca podrida, la fritura de gusanos blancos a falta de tortas, la caída de culo, el pescozón por ser tan tonto, qué sé yo. Pero tu conversación es asaz pesimista. No tienes a nadie más que estas voces latas. ¿Los miedos están ahí? Sí, son reales. No puedes correr. Atrapado en tus sueños, mientras lo haces, alguien ajeno a ti y tan familiar a tu siamés inmediato te hala de la cuerda.

¡Tiren, tiren, tiren! Entrambos, las guerras interiores se dilucidan, se sacan los trapitos nauseabundos al sol, los secretos mejor ventilados a jeta parkinsoniana. El estómago se te dilata, atraca en lo hondo de un pozo del que sabes se entra fácilmente ebrio y nunca se sale. Un helado estupor hace de tu arraigo, mientras caes, un imperceptible tormento disparando polen marrón desde una corola amarilla de retama. ¿Acaso el despertar? Podría ser la fría, nebulosa muerte.

Contemplarás, sí, “los templos del abismo”. Una paráfrasis del signo, una cara verborrea musicante; el infierno fundido; aquel vestigio con olor a ostra en medio de una borrachera, mujer: “Contemplando los templos del abismo”.2

Cerca de las ciudades. El rugido espantoso del mar, cuando te aproximas a él, te energiza la serpiente de la perfección muy a la usanza de tu gusanillo interior. Es como si navegaras en círculos, es como si te atraparas una y otra vez, incontables veces, la cola. Todo es cíclico y repetitivo. Cerca, la ventana horizontal. Musitas, desvelado, la clarividencia del signo. Esa cueva. Cómo es que las almas pintadas de negro ovacionan y conspiran para que tú te entretengas y el hombre de color avance con el faro celeste en mano, mientras la mujer perseguida lo hace, vuelta hacia el malecón, Jaco.

Todo es tan extraño, tan indeseable, como si estuviera atrapado en una pesadilla. Ahora no duermo, no tengo cansancio; pero siento el peso que tienen mis ojos. Aunque no sé si continúan allí. Puedo sentir mis cuencas como dos túneles, donde el viento pasa como único elemento vivo en este lugar. Claro, si es que podría decir que hasta el viento existe aquí. Hasta extraño a la serpiente y sus signos. Lo que no puedo soportar es la maldita fragancia del recuerdo y del ruido.3

 

II. Aquel valle de las horas

Para el poeta Paúl Mendoza Malaver, Signos del pantano

Pertenece al teatro onírico existencialista. El argumento central es la búsqueda de Jaco, un músico de blues que decide dejar una banda para continuar su carrera como solista, inspirado por una enigmática melodía de Robert Johnson y una fragancia, mezcla del sudor de todos los cuerpos de las mujeres que amó, y de todos los sonidos que fluían de su guitarra. Jaco es un ente metafísico que desde el más allá lucha consigo mismo para reconstruir su memoria. Dejando en la nebulosa la identidad de su asesino, recobrará el sentido de su muerte en los signos, ahora inmóviles, hundiéndose como él, en el pantano del no ser.4

Signos del pantano es la mirada furtiva, en tres actos, de aquellas alegorías alerta en que se cuece un suicidio. Brazos de Marfil, el muchacho “de la risa esquelética”, aparece, lívido cuerpo, sin vida, en su habitación en ruinas. La tarea esgrimida por el dramaturgo será develar la misteriosa desaparición de un individuo enigmático, cuyos vestigios traslapan un híbrido entre novela negra y poemario cinemático. Ser cansado de vivir, entre nebulosas oníricas rociadas por el hada verde de la absenta; fondo musical, un blues desgarbado, tal roñoso maullido purpurino amaneciendo en este Valle de las Horas como espinas.

Las escenas que entretejen el telón de esta poética de la depresión están subvertidas por el invento de horas eternas, cifra precaria, ladrido, fotografía literaria con que acaso estuvo descrita la agonía del acto. La actual escena teatral basa su búsqueda en la existencia como espacio reflexivo, donde las personas se han convertido en ánimas, en medio del marasmo consumista, el gran escándalo de la televisión basura y las redes sociales, que nos van convirtiendo en sombras batallantes exhibidas en una vitrina antropofágica. Animales en conserva petrificada, de cara al desmoronamiento gradual de la personalidad y una actitud ególatra, amén del escaso cuidado del hábitat en que nadamos, en plena asfixia XXI.

La nebulosa umbría de Signos del pantano atraviesa terrenos poéticos, sucesivas estaciones que, en fondo surrealista y a la vez urbano, entretejen un plúmbeo telón de fondo.

Jaco y las sombras, el desdén parsimonioso de la poética de César Moro y la desgarradora atmósfera de poeta suicida, son algunos de los elementos que, como certeros recursos literarios, amalgaman Signos del pantano, del escritor Doan Ortiz Zamora.

Personajes deslizándose en una autopista de marasmo existencial de sádico lirismo. En tanto, el sonido ensordecedor de las primeras horas del amanecer rechina un ronco solo de saxo al oído, viciado de resaca vital como creativa: procelosa manera de encarnar el pensamiento del actual hombre contemporáneo, racimo de miedos interiores y fantasmas del pasado que lo aquejan y lo envejecen, en medio de precarios signos, pantanos y florestas en la niebla.

Jack Farfán Cedrón
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Notas

  1. Ortiz Zamora, Doan. Signos del pantano. Gobierno Regional de Cajamarca. P. 18.
  2. Ibídem, P. 24.
  3. Ibídem, pág. 31.
  4. Ibídem, contracarátula.
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