
Elena o el relato imposible
Alberto Hernández
Novela
Umbra y HH Editores
Pereira (Colombia) y Maracay (Venezuela), 2020
134 páginas
Hace ya mucho tiempo que no voy al poblado.
No sé si Eglé siguió la tradición de morir
o aún espera.
José “Pepe” Barroeta
(de Todos han muerto, citado en Elena o el relato imposible, p. 126).
La imposibilidad de narrar o modelo para armar.
Buena jugada del autor, ya que también nos advertimos en la narración. Reta y nos coloca en la memoria del personaje-narrador quien se hace sujeto en mí (lector), por medio del cual consigue atraernos: el relato recreando esta imposibilidad como una figura literaria dentro de otra, un relato dentro del otro. Literatura dentro de literatura. El rastro literario será el gozo del lector. Este narrador me sonríe para conseguir mi complicidad que puede fracasar o no en la representación, pero me lleva de la mano por otros pasajes literarios que disfruto y, por eso, lo literario será la forma de esta narración cuya intención quiere comprometerme emocionalmente. A la vez que me induce desde sus monólogos, fragmentos, frases y versos que se me hacen personal. Leo al narrador y adquiero la sensación en esa fragua cálida que me ofrece y nos aproxima a nuestro cuerpo como gesto de amistad y gozo por lo literario. Con esto quiero decir que el gesto personal del narrador se diversa por lo alcanzado en la alteridad de la narración. Me explico: la misma forma en que se presenta fragmentada y separada por citas literarias será el signo de su propia representación: el lector lee, pero también ordena su lectura a partir de otros textos que se cruzan. Se entrega éste al mismo nivel sensorial de los recuerdos de aquel narrador. No son recuerdos sino paisajes que se hunden en el corazón del lector. Pero no nos equivoquemos, es esta misma construcción la que le concede su lugar racional. El relato entonces traiciona al título por su intención lúdica (la construcción de la narración estará terminada al ritmo de aquel lector). Este relato es posible porque se define en la misma dinámica de la escritura. Aquello que no se alcanza en las líneas de lo confesional es justo donde está el éxito que tendremos que armar hasta alcanzar nuestro “mecano”. El relato, después del calor de la fragua, deja lo personal para introducirnos en la vida de los otros y, con ello, la otredad logra asir al lector (mi yo lector) que se suprime para descubrirme al tiempo de la lectura. Lo literario se “mueve” en esa estructura emocional, en la sensación por lo sensible, en la vida de los otros y en una relación con lo estético porque así lo dispone la escritura fragmentada, donde el estadio de la memoria juega con la mía o, si queremos, con el deseo por lo literario. El divertimento. Narrar como si estuviéramos atentando contra la forma, con el propósito (en el lector) de urdir su propio relato y envolvernos en ese atisbo de vida de aquel narrador-personaje. En momentos, el curso omnisciente del narrador dialoga con el monólogo psicológico y la sintaxis se ordena en lo que podríamos llamar ¿novela breve?, relato o, en otras instancias, crónica. Desde esa relación de la vida con lo literario (de)construimos la historia del relato: mi cuerpo (la memoria) es la acción y la representación de aquello que, en tanto lector, le confiere su otredad: la vida, el amor y el placer se tejen en la medida que logro trabar los recuerdos de este narrador y también los textos de otros autores como si la vida no se pudiera concebir sin lo literario. Sabemos que el narrador se ficciona por tal intertextualidad (la cita de otro autor dentro de la novela funcionando como propio). Se da en el rigor conceptual de hacer de lo literario cuerpo y vida con la memoria: la bioficción a la que alude Enrique Vila-Matas. El narrador (¿el autor?) está al corriente de ese valor lúdico:
Este relato lo escribió Alberto Hernández cuando tenía 16 años y aún no era Alberto Hernández, sino un ectoplasma.
Todo el futuro que en él aparece es producto de un espejismo que se hizo realidad con los años, por lo que el narrador/personaje —dada la distancia y dado el olvido— no se hace responsable por todo lo que aquí acontece [las cursivas son nuestras] (p. 3).
Este entrar y salir del relato, de citarse a sí mismo, sumergiéndose en la pluralidad del otro, porque no somos sino lo que deviene en el relato. De alguna manera la sensualidad entonces se produce. ¿Por qué?, porque me emociono en la (im)posibilidad de conformarme en las palabras, en el relato, en la figura de lo literario y al ritmo de la escritura. Otra vez, la escritura un divertimento inteligente y sensible. Como podrá notarse, se revierte su propio orden sintáctico. El lector es un espectador en la medida de aquella intertextualidad (como sistema de escritura propia, dispuesta de principio a fin), a modo de componer este juego al narrar lo imposible: otros autores, poetas o narradores se encajan en el tejido de las palabras. Escribir es un acto amoroso: la amistad y la vida reunida en lo literario. Así que, una vez alcanzada la emoción, la vida de Hernández se ficciona y todo (lo narrado o no siendo prosa poética) se fragmenta. Y el olvido vendrá a hacer su jugarreta: irrumpe. Y en esa medida aparecen los afectos, personales o no, todavía cercanos al número de autores que cita uno tras otro en la búsqueda de un canto en cuya cadencia se cruzan las voces que a un tiempo se enlazan en el recorrido de su propia manera de entender lo literario. Así, tal como está expuesto, la intertextualidad no será un artificio, sino la postura de ese canto. El encantamiento se posiciona. Y lo literario será parte de éste. Tal como quería Julio Cortázar que sucediera con lo literario. Siempre un compartir sobre la atmósfera del encanto. Y el lector participa de ese “encantamiento”. Por ejemplo, Elena nos encanta a partir de su desdoblamiento. Es Elena y no lo es. Es el amor jovial del autor al tiempo que construcción verbal, puesto que sólo funciona para el texto narrativo. Es decir para la estructura narrada en los límites de su estilo. Haciendo del estilo lo narrado en sí mismo. Y la trama poco importará después de todo. No importa lo que se dice, sino cómo se dice. En otras palabras, el artificio de lo verbal quiere ser protagonista. Lo hará con el firme propósito de unificar aquel estilo por encima de toda categorización. No obstante es honesto con el lector:
—Bueno, no la recuerdo, pero creo haberla soñado para esta novela (…). ¿Puedo leerte algo?
—Claro, estoy ansioso.
—Bueno, voy:
“Siempre he sido fea. Cuando chica solían verme con desdén, sobre todo las otras muchachas. De los muchachos, miradas que me desvestían. Mi timidez, sumada a las creencias religiosas de mi madre (…). En plena adolescencia logré con el maquillaje, a escondidas, disimular un poco los rasgos grotescos heredados de la relación de primos con primos y hasta de un cruce donde una madre y la hija tuvieron el mismo amante (…)”.
—Pero así no era Elena…
—Coño, no me interrumpas. Claro que no era así, ese es el personaje que ella me ha llevado a construir. Tiene algunos rasgos, aquella Elena que tú me haces recordar era tímida. Esta también, pero en el texto es un personaje que crece. No sé cómo será ahora. Ese es mi personaje. ¿De acuerdo?
—Está bien, vale [las cursivas son nuestras] (ídem, p. 36).
Y el recorrido que nos da Hernández lo disfrutamos de la mano de la literatura venezolana. Se estima lo literario como hallazgo del lenguaje. De modo tal que la novela no pudiera ser leída de otra manera, siempre, en la construcción, en la duda o en lo fragmentario como adelanto ante cualquier prejuicio. En consecuencia, quien quiera leerla de modo convencional, lineal y sin saltos de tiempo no podrá hacerlo, puesto que la invitación a recrearla está abierta desde el principio. Una y otra vez los autores, el tiempo, lo biográfico o el aprecio a los escritores nos sirve de pisapapeles. Y de allí al encuentro con un estilo literario que me seduce por su construcción literaria. La cual se representa además, insisto, en la lectura de los otros autores dispuestos en la misma novela. Siempre los otros, como sellando los límites emocionales y racionales que nos produce lo literario.
Por lo expuesto, los autores citados componen esta racionalidad por medio aquí de su poética. Dichos autores no están forzando su simpatía con el lector, por el contrario, se contienen de las ideas, haciendo de lo literario pensamiento. Siendo así, la emoción se intelectualiza hasta la construcción racional: las ideas incluidas del autor en la obra literaria. A fin de cuentas deseamos definir lo emocional por medio del diálogo entre los textos. Lo que a su vez produce significación, puesto que el encaje interpretación/significado se pone de manifiesto en aquel goce del lector, porque asimismo interpreta de acuerdo con el diagrama de sus impresiones. El amor y la vida son signos de la emoción en tanto que trascienden de la interpretación en forma de pensamiento sobre el lector. Y Hernández lo logra desde ese propósito. De lo contrario, sólo sería un diario personal que poco o nada aportaría en lo literario. En ese caso de las emociones, el dolor también nos corresponde: la muerte del padre se asocia con nuestros sentimientos. El recuerdo, el arraigo del dolor cuando a su padre “el mismo camillero se lo llevó a terapia intensiva. Lo último que me quedó de él fue su olor ácido. El color blanco y colorado de su pecho. Antes de traspasar la puerta levantó levemente la mano izquierda. Y desapareció” (p. 117). Tal como desaparecen nuestros afectos. Este dolor se introduce en mí (lector) como parte de aquella bioficción a la que hacía referencia más arriba. En la voz del personaje-narrador, su padre es mi padre a partir de esa relación conceptual que me produce la literatura y la vida en el mismo lugar del libro. De tal manera que la muerte del padre sirve de transición en la voz del narrador:
Afuera lloraban. Una hilera de personas esperaba la entrega de cuerpos e ilusiones perdidas. Reclamaban, gemían, protestaban. Muertos heridos, muertos aporreados, muertos abaleados, muertos ofendidos, muertos lastimados, muertos olvidados, muertos sin nombre, muertos recién lavados, muertos podridos, muertos sin olores, muertos del día y de la noche, muertos por el odio, muertos de amor. Puro muerto. Papá iba tranquilo en su sombra. Muerto ya, callado como todo muerto que se respete. Muerto en su caja solitaria (p. 119).
La escritura invoca este sentimiento. Su estructura literaria: el ritmo y la prosa poética. Hernández escribe lo que está dentro de su corazón sin que por ello la forma se desvanezca cuando lo literario prevalece. Como la emoción es fugaz, la intención del ritmo accede al lector en el constante aparecer de otros autores que articulan aquellos estadios por medio de los cuales esta emoción del dolor es presentada en la modalidad de lo literario. Y en ese instante la razón abre las puertas para que el lector acceda a la ficción, quiero decir, a la mentira en la acepción ficcional del término. Se miente para decir la verdad. La verdad adquiere entonces su propia sensualidad, puesto que es este ritmo quien lo permite, decía, su cadencia, sonoridad, alteridad, metáfora y, al cabo, esta poética que lo define. Siempre que las ideas estén contenidas en esa sensación del dolor, estaríamos haciendo una construcción racional. Veámoslo en perspectiva: la familia, los hermanos, la madre y los amigos del personaje-narrador son, por tales razones expuestas, los mediadores de esta metáfora, puesto que adquieren en el texto su alteridad verbal: no son sus hermanos, quizás una sombra que se verbaliza, la palabra que accede, el signo de la memoria, la emoción que se desvanece, el dolor que se metaforiza, el deseo en la frase, la excitación del olvido, la nostalgia que se acentúa, la aliteración de la ironía y quizás la elipsis del desamor. La alquimia del verbo. Y el relato trasciende de lo personal a lo impersonal, de uno al otro, del yo al (nos)otros y de lo cotidiano a lo abstracto. Mostrar (contar) lo real por diverso que es. Del mismo modo como se anuncia en su epílogo: “No todos han muerto. Siempre queda alguien para contar el cuento”. Ya vendrán las otras voces a alternarse en mi memoria cuando el dolor se repita en mí como lector sorprendido, porque podría ser leído desde el inicio hacia atrás o desde cualquier capítulo que me acerque por lo emocional, ya que la secuencia del relato reconoce, si se me permite la osadía, leerlo con la improvisación del juego. Entendiendo que este juego, por otra parte, es la excitación de las ideas. Así quiero pensarlo cuando al final del relato se muestra una foto de su hermano con la agenda: Hernán es un relato. Como lo entiendo, el hermano es un signo que se deja a la libre interpretación y lo plural se hace cuerpo y memoria. Esta foto signa esa relación sin mayor pretensión que no sea el homenaje. Y el lenguaje triunfa.
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