
Anábasis
Adalber Salas Hernández
Poesía
El Taller Blanco Ediciones
Bogotá (Colombia), 2019
74 páginas
Las historias se decantan por lo significativo de ellas. Se van cuajando para alcanzar su adultez tanto en el pensamiento que deviene del recuerdo como de las sensaciones producto del sentir. Llámense emociones en todas sus formas y manifestaciones. Me sucede con Anábasis, antología poética (El Taller Blanco Ediciones, 2019), de Adalber Salas Hernández. Es una lectura que nos acerca a aquellas historias que por sus giros en el vocablo pudieran pertenecernos, es el artejo de la voz poética. Las imágenes se mantienen allí, en los recodos de la conciencia, en lo claro de las madrugadas y en la candidez de los rayos del sol. Quizás las situaciones son, evidentemente, muy distintas, eso creemos, pero en el fondo cuenta el vínculo de las descripciones tocadas por las remembranzas; entonces, mis antepasados, con toda seguridad, se cargan de emociones, con sus encuentros y desencuentros. En ese devenir se va componiendo el espíritu que se funda en el sentimiento. Dije al comienzo que las historias se van cuajando; puede suceder que se desvanezcan para darles paso a otras y florezcan desde la embriaguez e ingenio de la palabra dicha y, en este caso, escrita. Salas Hernández se arropa en Anábasis con buena parte de sus otros libros: Extranjero, Heredar la tierra, Salvoconducto, La ciencia de las despedidas y Cartas náuticas.
Cada libro es una estancia en donde debemos detenernos para darle espacio a la imaginación. Es un juego de formas discursivas donde se permite andar acompañado del poema; la prosa poética, porque existe una historia, una descripción y un sentido figurado. La voz poética nos envuelve con sus giros confesionales. El poeta se dispone de la palabra como artificio para acoplar lo inadvertido de las emociones, es decir, que cada libro es una conmoción para que el lector active su ensueño. Veamos entonces: sentencias que van quedando en la memoria del lector. Nos desplaza como si lo escrito estuviera en algún lugar desde hace ya siglos signado por Dios, al igual que su padre. El poeta nos lo descubre en este instante —el del poema. Lo pronunciado queda para leerlo entre líneas, da para detenerse y tomarse una copa de vino o un café para continuar con la búsqueda de las emociones. Emociones que despiertan historias en miniaturas; no olvidemos que Anábasis es el producto de cinco libros y no por pequeñas en su extensión implica que sean intrascendentes. Ellas, las historias, se van hilvanando, aunque el poeta no se lo proponga en un principio.
Son treinta y tres poemas contenidos en un poco más de setenta páginas, no sé si será casual, pero es un número que está en la historia del signo que marca un camino como aquel hallazgo heredado por los afectos. Así me acerco a la voz poética que le acontece el sentir de un número que contiene sus connotaciones religiosas: a Jesús —hijo de Dios— lo crucificaron por obedecer y creer en su fe cristiana. Luego, en torno a ello, se manifiesta o nos han hecho creer que sobreviene lo sagrado, lo místico y la sabiduría; debemos agregar el tono de solemnidad con una fuerte dosis de misterio. Por todo lo que encierra el término. En Anábasis me atrapa ese tono espiritual para dar explicación —si la hubiera— de los acontecimientos y su relación con la figura del padre. Es un llamado, es un dolor, es una ausencia, no lo sabemos. El aura espiritual está: “No sé qué es esto / que te pronuncia en el azar de mis venas, // esto que descubre tu caligrafía / marcando las paredes de mi respiración, // esto que me llama a hurgar / bajo la blanca ceguera que te cubre. // Padre, / no sé qué es esto / que sorprende en mis manos / las ruinas impares de tu sombra”.
El agua flota porque el deseo y la virtud del poeta Salas Hernández lo enciende-padece en su intimidad.
Espacios con ceguera, respiración, sombra y sangre emparentados con las ausencias, con el alma, sí, aquello que no vemos pero que se manifiesta en el abrigar de una dialéctica entre un arquetipo y un querer despegarse de ese hallazgo heredado —como lo hemos llamado anteriormente—; por eso cobra sentido el epígrafe: Jenofonte le consulta a Apolo cuál de los dioses le dará la respuesta de la mejor ruta para el viaje que ha de emprender para llegar a salvo a su destino; el dilema se presenta entre viajar o quedarse, ¡oh, Sócrates!, con tus respuestas; dicho esto, el epígrafe confiere un cuerpo significativo. Sigamos: el acto de la enunciación va más allá, la voz poética se descubre entre la memoria de su padre —insisto en ello— y entre aquellos espacios de la cotidianidad para llevarlos a su momento, el de su intensidad que se va haciendo con la presencia del canto. El agua flota porque el deseo y la virtud del poeta Salas Hernández lo enciende-padece en su intimidad, descubre con su discurso aquello que vive en las inclinaciones espaciales en donde la razón no tiene cabida.
La sudoración no se detiene. El tiempo no se descompone, quizás la conciencia sí; en todo caso, va como el secreto antiguo del hechicero: juego alquímico de las palabras. Como el mismo nombre lo sugiere, Anábasis es un largo camino: “Cuando vimos la costa, endeble, allá, sólo pensé: mar. Y decíamos: mar. Que era como decir párpados inagotables. Que era como decir hambre. Que era como decir la saliva del tiempo”. Signos que unidos se transforman en otras almas, otras ciudades y otros espejos. El viaje de cada uno. Estas tres combinaciones, como ejemplos de la confluencia de estados y sensaciones, porque después de todo somos sólo eso: alucinaciones y sacudidas. El acercamiento de la seducción es inevitable por cuanto la piel es texto-poema y Anábasis contiene su esencia en el vocablo. Entonces, por qué privarnos de su sonoridad como los verbos dicendi, aquellos que cantan y me dicen. Todo el libro es para ser contado con una voz susurrada y con detenimiento. El encanto está en el descubrirse en el canto-poema como lo que se es, aunque duela: “¿Motivo del viaje? Desde hace / años sueño con una ballena que me traga, / me alberga durante meses detrás de sus dientes / de yeso, en la noche blanda de su estómago, / para finalmente escupirme en costas extrañas”.
Luego, después de todo, el arrumaco de lo inenarrable con el sentimiento. El poema quizás no sirva para nada, es muy posible que las convocatorias vayan por otros caminos; sin embargo, ese poema, como escritura única, cura la herida, resguarda la memoria y permite pensar en lo que fue y en lo que viene. El poeta con la presencia de su otredad —porque él es el otro— se corresponde con: “Palinuro, la han encontrado, / una vez más: la eternidad. / Es el mar mezclado con el sol”. El sustantivo en su interioridad como la otredad. Salas Hernández por Salas Hernández o poema por poema como su único discurso: “La luz no puede perdonarnos que hayamos venido / a inventar la sombra. / Ella, que no conocía sino / la cal de su propia piel, la blancura irreversible / de su paso. / Ella, la gran lectora de todo lo que / no había sido escrito aún, la médula secreta de / este mundo, no nos perdona que / le hayamos / contagiado estas oscuridades que ahora le pueblan (…)”.
La voz poética sugiere un imaginario que está en la memoria de cada lector. Éste será quien se descubra en el poema, para en seguida convertirnos en nosotros, el otro. Es evidente que el poeta rema con el vocablo sin imperativos como las nubes de flor que entran con la noche de este reino de contrarios y con los delfines de lugares desconocidos que bajan por la necesidad de quedarnos con sus conversaciones de otras vidas, otros vinos y otras luchas de templanzas o como nos lo descubre el poema. Todo es una alucinación de imágenes. Cada clase de palabra adquiere otra notoriedad, imprescindible a la naturaleza del poema que aflora en su desnudez, sólo lo esencial. El desgarro de la emoción sin explicación alguna, algo así: sin palabra pronunciada no existe vida, en consecuencia, lo extraño del pensamiento se viene desde la nostalgia con aguas de ensueño, la voluptuosidad de campanas con colores en su inclinación, es decir, lo inexplicable ante el efecto imaginativo. Paisajes análogos a la desesperanza que trepan con fantasía en el libro de esa; la lejanía que se dispone en su lentitud para descubrirse en una o dos líneas, como: “Los peces no hablan: es bien sabido. Atraviesan / callados el cielo invertido del mar…”.
El poeta comparte la figura poética para luego convertirse en la otra unidad: aquello llamado amor.
La sílaba se descompone para ser “la lengua del sueño… párpado de espuma… engañar a la distancia…”. El poeta comparte la figura poética para luego convertirse en la otra unidad: aquello llamado amor, la denominación aceptada por la convencionalidad, llámese acepción del diccionario, desaparece: “Vendrán pronto tiempos nuevos / en los que el océano/ desatará los ligamentos de las cosas / y la última tierra / ya no será Tule”. Se desvanece esa realidad para unirse en el vocablo y así compartir con la incondicional del viaje. Vale decir que emerge la sustancia de una identificación con lo que se es y con lo que se dice, la esencia del océano y de la tierra, se visualiza la cadencia de lo nombrado, luego, otra vez el vocablo. En esta secuencia de enunciados no existe plan alguno, sólo es el tránsito con la palabra y quedarse para siempre en otro estado: Es el mar mezclado con el sol. El signo va hacia otro sentido. La designación de lo nombrado en el poema va a contracorriente de lo predeterminado; entonces, la expresión cambia en su sintaxis porque el poema es subjetividad pura. Dicho así; el carácter del poema, que es en la voz del poeta, se traslada al lector, al otro, que se identifica con el propósito de lo inadvertido. El canto se instalará para siempre en la hoja del libro.
El poema me atrapa como lector porque en él se dispone una relación de complicidad, deviene el enunciado ordenado por la palabra misma donde se descubre el sentido de lo humano sin pretender enseñar, porque esa no es la intención, sólo se cuenta para deslastrar lo que se convierte en comprensible sin conceptos, es decir que lo que se denomina es porque se transfigura en el sentir, en el dolor, en las ausencias y en el instante de la soledad. La palabra-verbo se designa porque pasa por el tamiz de la comprensión sentida. El instante de la expresión va con el sentido intuitivo del canto. Después de todo es a lo que se aspira: ser acompañado con la lectura del poema. Así como yo me acerco a la voz poética, deseo que a todo aquel que lo lea le acontezca este sentir.
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