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Sabés que debía hacerlo…

martes 25 de agosto de 2015
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También esa era una forma de desafío, abrir la ventana como si no hubiera afuera la más mínima resistencia por parte de una brisa inaccesiblemente bella. En suma, el diario ejercicio de levantarse un tanto más viejo, con el aliento pesándole en la garganta, buscando de cuando en cuando la fotografía que cambiaba a intervalos regulares, cediendo a vagas interjecciones el único y extraordinario deber de martirizarle, era una excéntrica y agobiante manera de provocar el insulto de un lucero consumiéndose en el claro espacio de la mañana, del café luego del romántico resultado que le producía entreverse en un rocío adherido a la copa de los árboles, del ruido embarazoso del picaporte del segundo piso, de él mismo…

Estoy demasiado, demasiado viejo, ya no sirvo para estas cosas, antes de que Lucrecia se levante súbitamente por la mañana. Ella todavía conserva la fe. Todavía me quiere, es capaz de obsesionarme con la juventud que nunca tuve. Es cierto, nunca tuve. Sacrificio, fracasos, insomnios, estúpidas borracheras de estudiante, delirio por un par de senos o el reojo debajo de las faldas. Vaya que después de tantos años ese ha sido el mayor deleite; pero de qué me sirve el pasado (un pasado lleno de lujuria, lo demás es mierda), si es ahora tan inalcanzable (¿inalcanzable? Palabra desnutrida, bulliciosa), tan remotamente jodido que sólo me basta guardarlo en la memoria. Al fin y al cabo, de qué me sirve la memoria. El recuerdo es una superstición que me convence. Un espejismo más bien patético que admirable. Si uno se atreve a descansar, existe, en mayor o menor medida, la posibilidad de un entorpecimiento casi proporcional a la existencia por medio del sueño, sea cual sea el objeto de nuestras quimeras, de nuestras absurdas utopías. Y ese es el destino, dormir para cuando llegue una mañana de aliento oxidado, de fotografía, del destello de una estrellita fantasiosa, de picaporte, puerta número quince, segundo piso.

La carta sobre la mesa de noche. La carta de Lucrecia hace ya muchos años en donde se despedía sin reparos para marcharse con el vejestorio de Don Ricardo a algún lejano lugar ya de por suerte olvidado. “Sabés que debía hacerlo, que seguir aquí con vos no serviría de nada, porque nunca quisiste recuperarte. No me arrepiento de ningún momento a tu lado, si bien no fueron los mejores, sí me ayudaron a quererme un poco más de lo que me querías, o de tu pretenciosa necedad de quererme en donde según vos, sobrepasabas los límites del romance más apasionado. No te culpo de ninguna manera, no eres del todo intransigente con tu propia vida, del mismo modo en el que no eres la víctima que crees ser…”.

Dentro del sobre venía la fotografía. Al recibirla, fue inútil una lectura completa, al llegar a esta parte siempre sucumbía en llanto y la dejaba para otra ocasión menos copiosa. Así de interminable, así un mensaje que nunca terminó de llegar.

A veces intento escaparme pero Lucrecia siempre aguarda en la puerta. Ya sabe que luego del desayuno vienen como ráfagas incontenibles las estrategias de escape, el murmullo dentro de mi cabeza, la inquietud, el desespero. Ella me conoce. Ella, Lucrecia, la señorita de la foto puesta ahora arriba del espejo porque cerca de la ventana su sonrisa desentonaba con el brillo y la brisa. Ella me conoce. Me conoce desde hace veinticinco años después de mi pasado matrimonio. Le prometí estar con ella hasta esta mi bendita edad. O sea, viejo. Buen destino, a propósito. El destino siempre serán nuestros sueños. Nuestros sueños siempre. Los sueños, siempre de nosotros. Soñé ser lo que no cualquiera es, y me di cuenta de por qué casi nadie lo logra. Quise construirme un imperio y ahora aquí, metido en una buhardilla de quinta, soportando hambre y frío cuando Lucrecia no alcanza a arroparme antes de irse. Me sirve desayuno que pocas veces es suficiente. El resto del día se la pasa bordando calcetines para su sobrino. Es raro porque, o esos calcetines son inacabables, o es que tiene demasiados sobrinos. En todo caso, habría de culparse a la ausencia de entretenimiento televisivo donde habitan los seres más libidinosos. O a la industria textil. Ella se va todos los días y duerme conmigo los sábados. El domingo amanece ahí, con el pelo obstruyéndole la respiración, con sus ojos entreabiertos y el humo de mi cigarrillo trepándose a su piel hasta bordearle el pecho, el cuello, y en muy variadas ocasiones, la nariz. Si eso ocurre, se levanta solo para reprocharme y entonces el ruido del picaporte, mi inusitada manía de abrir la ventana y la brisa intermitente de allá afuera en la mañana.

La tormenta empieza sin mayor dificultad. Al fondo de la habitación, con un cigarrillo extinguido entre los labios, observa cuidadosamente a Lucrecia. Lucrecia en la ventana antes o después de abrirse. Lucrecia allá afuera en la mañana, en el rocío, estática en una foto con su pegajosa sonrisa y sus cejas pobladas al lado de Schumann y justo arriba de Bach el formidable. El reloj avanza con su música serpenteante. Se escuchan los golpes sobre la puerta. Los golpes, y sus ojos se abren impresionados, casi desbordándose en lágrimas y una sonrisa imperceptible que se dibuja en el aire.

La cabeza me duele. Mozart ya no me tranquiliza. Hace no mucho me enteré de la existencia de un Francés increíblemente dotado de una naturaleza infalible, un músico que te toma entre los brazos para arrojarte a un abismo que se extiende monstruosamente bajo tus pies. Un músico, como quien dice, supremo. Tonterías que se me ocurren. Tan gráciles como el humo del cigarro elevándose hasta el techo. Mozart fluyendo y el recuerdo del ajedrez con Lucrecia vibrando en mi cabeza. El alfil, el caballo y la reina asediando a su rey y el fortuito placer que me ocasionaba verla en aprietos. Pero ya el juego había terminado y yo creyendo, o queriendo creer, que continuaría al menos bajo la mesa o solo con la explosión de las miradas y el silencio. Sobre todo el silencio. Sonreír ya no es tan fácil después del accidente. Un “accidente no previsto”, y sin embargo, mi destino. De pronto el destino y los sueños, los sueños del destino. Buen puerto. La vida es tan buena. Aplica con la única condición de si es mujer, aunque el solo nombre difiera de mi incertidumbre, pero nunca se sabe, conozco muchos jóvenes que… No importa, la vida es tan buena. Sobre todo los senos; los senos, sobre todo.

La puerta entornándose y los ojos aceptando el brillo, la nostalgia inundando un suspiro que se ofrece con sus bracitos extendidos, precipitándose hacia el suelo. Lucrecia se abre paso en la alcoba mientras él persiste en buscar algo allá afuera. Algo para recuperar el aliento. Algo no menos importante que abrir la ventana y observar la gota de rocío. Al regresar, Lucrecia yace sobre un desvencijado taburete y lo mira como extasiada, casi resuelta como en la carta. “Sabés que debía hacerlo…”. Y el torrente allá en una inmensa atmósfera cubierta de gotas que se diseminan sobre las casas, los árboles, en un té olvidado encima de una mesa también olvidada. Algunas escondiéndose en las persianas de enfrente, otras resbalándose perezosas en las mejillas de una mujer trazada melancólicamente en una pared inconclusa. Lucrecia llorando en tanto observa la foto arriba del espejo. Se acerca a ella y su imagen se va mostrando tímida, justo abajo de la foto. Ella viéndose desde allá arriba; Lucrecia en el espejo y acorralada por las otras, por dos sombras que de seguro son más reales, más existentes. Lucrecia de este lado ahogada en llanto y la otra, la réplica, imitando el procedimiento de la que es espectadora y cómplice. Lucrecia volviendo trizas el espejo a fuerza de manotazos, y la sangre brotando de los dedos, incontenible, insaciable de vacío. Lucrecia en cientos de retazos en el suelo. Lucrecia incorporándose, llevando un trozo en su mano ensangrentada. “No te culpo…”. Él la observa, lo había adivinado hace mucho, y sonríe. Sonríe como de niño, como descubriendo lo que ya sabía. Sólo una cosa es imprevisible, el pedazo de espejo en la mano, Lucrecia reflejada y Lucrecia con el cabello cayéndole por los hombros, cubriendo la frente con apenas unos cuantos desperdigados. Lucrecia respirando y Lucrecia moviéndose vertiginosamente sobre la mano.

Antes de colocar el cigarrillo en la cama, su pecho desgarrándose con la trémula imagen de Lucrecia, la sangre envolviendo su mano en combinación con la suya propia y el leve palpitar de una palabra en medio de sus labios.

Ángel Omar Aguirre
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