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Los Cazadores de Leones

viernes 23 de octubre de 2015
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“Este mundo magnífico y la tierra, su morada”
Milton
“Este es el aire común que baña el globo”
Whitman

A veces los animales hablan. Y a menudo nuestra existencia parte de ellos. Deberían reconocerlo todos los hombres, si no fuera porque algunos prefieren no existir ignorándolo.

Ellos llegaron de lejanas tierras, eran marido y mujer, no tenían hijos ni conocían nuestro idioma. Los masai somos gente pacífica, apenas salimos de nuestra tierra en toda nuestra vida, y sabemos de los viajeros por las huellas que dejan en la arena, junto a los ríos.

Los viajeros son extraños y curiosos y caminan siempre rodeados de objetos, como si quisiesen llevarse la tierra consigo. Debe ser porque no logran asentarse en ninguna parte. Lo que más los seduce es nuestro oro, al que nosotros no damos demasiada importancia porque se saca de la tierra, y tiene un color que se parece a aquel con el que nosotros vemos la luz. Pero lo que debiera parecer más increíble, que es el lenguaje de los animales, eso lo pasan por alto, y alegan demasiadas excusas tal que si pretendiesen confundirnos con sus números y datos sacados de no sabemos dónde.

Nosotros conocemos una cueva abierta en una roca de cuarzo, de donde brota la oscuridad del miedo, en la que el Gran Cazador —el león más viejo de la manada— se refugia al fin del día.

Los viajeros conservan la memoria de su linaje, como si tuviese alguna importancia el día de ayer, y de sus experiencias hacen leyes, en lugar de herramientas, y olvidan la manera de aprender cada día. Existen dos clases de viajeros: los misioneros y los colonos. Los primeros traen mucho cuando llegan, pero a medida que se acostumbran a nuestra forma de vivir van abandonando esos cepos que no les dejan caminar y se vuelven más afables, y parecen más felices, mientras nos enseñan que el resto de los hombres diseminados por el misterio divino como las estrellas por el cielo de la noche se parecen a nosotros, y son como un solo hombre. Los colonos, al contrario, nunca mudan de condición, y siempre se rascan la cabeza preocupados cuando sucede algo habitual.

Entre los misioneros hay hombres y mujeres, al igual que entre los colonos. Los misioneros suelen adornarse con cruces brillantes, aunque los hay que las prefieren invisibles, porque cruces las llevan todos, y por esa razón sirven para unir a los pueblos. Los colonos se adornan con todo lo que encuentran, y prefieren siempre aquello que no tiene utilidad alguna. De ahí, tal vez, derive su incredulidad y su falta de interés hacia la religión y al arte, que suplen con una memoria prodigiosa que los trae a menudo entretenidos.

Estos dos de los que hablo eran colonos, nos llamaban a nosotros “Los Cazadores de Leones”. Eran hombre y mujer. Llegaron en un automóvil todoterreno cuando los jóvenes de la tribu nos encontrábamos en el Monte Sagrado, silenciosos, desde donde desciende el agua, porque habíamos ido a recibir la bendición del obi antes de participar en la caza del león. Para esa ceremonia nos preparamos los varones durante toda la vida, y las mujeres, nuestras esposas y prometidas, son educadas en nuestra partida y en nuestro regreso, momentos que a menudo coinciden con las estaciones. En esos instantes nuestro corazón palpita, porque sabe que algo sagrado viene a visitarnos, porque hemos cedido a ese instante nuestro conocimiento, y la alianza entre Dios y el hombre se efectúa y adquiere plena eficacia a partir de ese medio. El banquete en el que se consume la carne del león cazado en comunidad es lo de menos —sabemos que es necesario, pero que es una excusa obligatoria para la otra decisión importante, que es la voluntaria—, pero sin él no podríamos reunirnos con un vínculo tan firme. Es debido a ello por lo que estamos tan contentos —incluso nerviosos, a pesar de lo aprendido— cuando llega a manifestarse el momento que en nuestro interior intuíamos a través de la memoria que nos devuelve el tiempo revalorizado, mejorado y unido en el acto de nuestro ser.

Los misioneros hacen lo mismo que nosotros con un pedazo de pan, simplificando la ceremonia, adaptándola a sus viajes continuos por el mundo, para llevar el signo a todas partes si es que hay alguien que no lo conoce y está separado de los demás, pero nosotros lo conocemos, y estamos unidos de alguna manera además de entre nosotros, con los ausentes de otras latitudes que tratamos y que no tratamos. Desde la montaña puede verse la sabana entera hasta el Río de los Cocodrilos, que marca el límite de nuestra vista y que se confunde con la línea del horizonte. Era la hora en la que el sol se encuentra en mitad de su curso de esplendor cuando vimos un objeto metálico que levantaba una cabellera de polvo detrás de sí y que ahuyentaba a los impalas de la llanura, centinelas de la novedad. Se interrumpieron los tam-tams y nos pusimos a vigilar el objeto no identificado más que por los ancianos, que han llegado a ver lo que ninguno de nosotros ha visto. Del automóvil —esa caravana de metales y de piezas que trabaja con fuego artificial sacado del centro de la tierra— salieron el hombre y la mujer, con mucha ropa, como es habitual en los colonos. Tenían la piel pálida, la mirada oscura, usaban gestos que parecían querer refugiarse en sí mismos, y comprendimos que eran de la raza de los navegantes que recorren los puertos de la tierra para comerciar, desde antiguo, venidos de la región de los hielos, hombres y mujeres que han trazado un itinerario en forma de globo por el que circulan obteniendo sus medios de vida, hombres y mujeres que apenas saben detenerse, pues siempre están buscando un nuevo objeto que adquirir, y que cambian de atuendo constantemente, insatisfechos siempre del que dejaron atrás. Lo primero que hicieron fue mirar alrededor, luego tocaron con sus manos la tierra, y al fin —para esa clase de hombres la exactitud de la medida es imprescindible para sentirse seguros y saber que no van a ser robados— sacaron del coche un animal simulado que se apoya en tres patas de araña y a través de cuyo ojo se puede ver el paisaje amplificado, y permanecieron una hora atentos al objeto, sin fijarse en su alrededor. Supimos que se acercarían más tarde a nosotros, porque los hombres se atraen entre sí, aunque procedan de lugares diferentes.

El maestre de la expedición nos ordenó que interrumpiéramos la ceremonia, que sería reanudada una vez conocidas las intenciones de los recién llegados. Lo hicimos a nuestro pesar, maldiciendo en nuestro corazón los motivos que tendrían los extranjeros para violentar así nuestras instituciones. Pero es cierto, y así nos lo ha dicho el obi, que las costumbres no son buenas ni malas, y sólo las acciones pueden ser ofrecidas al Dios en el que creemos.

Para comunicarnos con ellos empleamos un intérprete. Era un hombre que había venido con ellos, en su mismo coche, de nuestra raza, pero vestido igual que los extranjeros, y con los ojos oscurecidos del continuo trato con las gentes de su estirpe. Nos preguntaron a través de él si podían acompañarnos a la caza del león, cuando nuestro comandante les informó de nuestra partida, y nosotros les autorizamos a acompañarnos, aunque no nos complacía la idea de que el extraño animal de las patas de araña pudiese intervenir en el sigiloso proceso en el que la atención habría de estar centrada únicamente en el león, convertido de cazador a presa. Su presencia desviaría nuestros ojos, como desviaba los de los extranjeros colonos, y nos atraparía en su red de simulaciones hasta hacernos perder la orientación de nuestro objetivo, hasta anular la eficacia del acto que íbamos a realizar. Pero la interrupción que nos trajo a los colonos también sirvió para algo bueno. Los caminos que la vida tiene para obrar son mucho más amplios que los de nuestra voluntad, y gracias a esta verdad la voluntad del hombre se perfecciona hasta pertenecer a la vida por entero saliendo de su muerte, de su pasado error.

Nos acompañaron hasta el Desfiladero de la Luz. Allí descansan las leonas después de la caza, allí se reúnen también los chacales y las hienas, descienden del cielo los buitres y los marabúes, en sus altos cedros dormitan los leopardos, los guepardos se tienden en su abrupta ladera, y los carnívoros y los carroñeros descansan por la noche, antes de la próxima alborada. Cuando la luz ilumina el desfiladero, el mundo recupera su movimiento en el instante en el que los cazadores descienden a la sabana. Nosotros conocemos una cueva abierta en una roca de cuarzo, de donde brota la oscuridad del miedo, en la que el Gran Cazador —el león más viejo de la manada— se refugia al fin del día. Ese es el león al que cada cinco años debemos cazar porque su banquete representa la unidad de nuestro pueblo. Es siempre el mismo, inmortal, al que cazamos y del que nos alimentamos cada cinco años, porque su espíritu se renueva y toma forma otra vez en nuestra memoria, sin desaparecer como lo hacen el resto de los animales.

Acompañados de los extranjeros, nos acercamos a la cueva rezando en voz baja para infundirnos ánimos, repitiendo el nombre del sol siete veces, marcando el paso. Llegados junto a la gran abertura de la cueva, desde la que ya se precipitaba la sombra echándose sobre nosotros, el comandante de la expedición llamó al Gran Cazador tres veces. Pero el león no quiso salir de la cueva, tal vez por la presencia de los extranjeros, y la noche avanzó un paso más sin que pudiésemos ver ni escuchar al guardián de nuestro tiempo. Los dos extranjeros y el intérprete, junto al animal de tres patas al que le atribuían poderes mágicos, parecían observarlo todo sin comprender. Todos los guerreros nos pusimos a temblar cuando en lugar de escuchar el rugido habitual del león, el sonido que esperábamos, percibimos un gemido tétrico, terrible y desolador, agudo como el filo de una lanza, que nos puso los pelos de punta y que hizo que algunos de los nuestros perdiesen el equilibrio y cayesen a tierra. Era el sonido más desagradable que jamás habíamos escuchado, el sonido que hacen las hienas al devorar un cadáver. Pero el sonido estridente no venía de la cueva, sino de nuestras espaldas, temblorosas por el miedo. Nos volvimos y descubrimos el motivo de nuestro temor: los extranjeros, mirando el uno para el otro, la mujer para el hombre y el hombre para la mujer, se reían mientras sostenían el animal de tres patas que parecía querer echar a volar según daba bandazos a uno y otro lado, impulsado por las manos de sus cuidadores. Tal vez los extranjeros se hubiesen vuelto locos sin saber por qué, y así lo interpretaron el comandante y el obi, quienes preguntaron el motivo de aquellas risas a los extranjeros colonos, para determinar si podían o no responder conforme a razón. Ellos dijeron por boca del intérprete:

—Discúlpennos. Para nosotros es muy importante lo que están haciendo. Hemos venido precisamente a grabar la caza, a recoger un testimonio visual con nuestro equipo de este acontecimiento, con el fin de comunicar esta costumbre al resto del mundo. Pero no nos deja de parecer ridículo que nosotros estemos aquí hoy detrás de veinticinco hombres esperando que salga un león de una cueva, mientras escuchamos cómo ustedes lo llaman a gritos. En nuestra tierra nunca se nos ocurriría cazar así.

—¿Cómo lo harían entonces? —les preguntó el obi.

—Aguardaríamos a que saliese para comer, y desde un punto lejano le dispararíamos con nuestro rifle, y toda la ceremonia concluiría en eso —comentó el varón extranjero.

—Si así lo hiciésemos nosotros jamás podríamos cazar al león que buscamos —explicó el obi—, porque cazaríamos a otro que se le parece, y no tendría sentido nuestro rito. De lejos no se pueden hacer bien las cosas importantes. Además, si una trampa caza al león no lo cazaríamos nosotros.

Los extranjeros parecieron no comprender aquellas palabras, a pesar de que el intérprete se las traducía a su idioma. Pero guardaron una actitud de mayor gravedad a partir de entonces. Vanos fueron a pesar de todo los esfuerzos del comandante y los del obi. El Gran Cazador no abandonó la cueva, y las sombras de nuevo borraron el mundo conocido hasta la mañana siguiente. Nosotros acudimos entristecidos a nuestras tiendas, como si hubiésemos perdido un tesoro muy valioso —todos los tesoros son poseídos en esperanza— y nos dormimos en el Valle de los Cedros, sin atrevernos a regresar al pueblo después de la pérdida de nuestra primera oportunidad. Sabemos que la desgracia es un desconocimiento, pero la fe en el pasado nos otorga la seguridad del presente y el premio del futuro, de modo que el tiempo que somos lo formamos con el espíritu innato de nuestra voluntad. Los colonos se retiraron a su automóvil para dormir, después de mostrarnos los espectros convocados de nuestras imágenes del día pasado en la retina del ojo del animal de tres patas al que tienen costumbre de llamar Grabador, pero no nos sorprendimos de que aquel animal falso hecho de piezas de metal cuyo nacimiento no habíamos presenciado tuviese poder para repetir nuestros movimientos en un paisaje dibujado como el que acostumbra a aparecer en sus fotografías —¿qué utilidad puede haber en repetir lo que ya se ha hecho?—, lo hicimos más bien de la capacidad que tienen los colonos para otorgar importancia a aquello que no la tiene y que sólo sirve para distraer la atención y para desviarla de su objetivo fundamental, que nunca es un objeto, que siempre es un método de comprensión.

Uno de nuestros vigías nos llamó cuando el sol estaba clareando al término de la noche. Los elefantes habían iniciado su ruta hacia el oeste, y los hipopótamos regresaban a las aguas del Río de los Cocodrilos que marca el límite de nuestra tierra. Los extranjeros fueron los últimos en llegar.

—Parece que hemos venido a vivir al Más Allá —comentó la mujer extranjera.

El “Más Allá” es el territorio que, según los que viajan, se alza al otro lado de su propia muerte. Aquí lo llamamos el Espíritu o La Paz, y no creemos que se encuentre en un solo lugar, sino en todos los lugares a la vez. Como los peces del arrecife de los mares que los exploradores han visto, así son los pensamientos de los hombres, diversos en colores y tamaños, y todos sumergidos en las cosas que recuerdan de otro tiempo.

Supimos por los mensajeros del pueblo que las mujeres estaban preocupadas por nuestra ausencia y por el fracaso de la expedición, y rezaban para que regresásemos pronto a nuestras casas. Durante toda la mañana los exploradores mantuvieron un intenso diálogo con el comandante y con el obi, se intercambiaron regalos y se rieron juntos. Parecía que el mundo hubiese cambiado de pronto sus leyes insondables, y la circunstancia se debía a que el Gran Cazador no había querido aparecer, y el miedo había salido de su cueva y no había regresado a ella, y nadie sabía muy bien lo que era conveniente hacer. Surgieron rumores entre nosotros: unos decían que la situación traería problemas, otros no se preocupaban y participaban de la hilaridad de los embajadores del grupo, quienes seguían más pendientes de los extranjeros que de sus funciones, como embriagados o envenenados por la picadura de una serpiente. Yo me dediqué a escribir lo que sucedía de acuerdo con las reglas que me habían enseñado los misioneros durante mi infancia.

Los babuinos chillaban en los baobabs del desierto peleándose entre sí, como borrachos de sangre. Dos machos se enfrentaron y uno mató al otro y arrojó su cadáver desde la copa de su árbol. Vimos el color del líquido de la vida que gritaba salpicando desde sus heridas la piel del cadáver, en torno al cual se juntaban las moscas verdes y brillantes. La boca estaba abierta, y los colmillos punzantes del mono sobresalían de su mandíbula de encías rosadas en un último gesto de feroz combate. Una sensación de lástima recorrió nuestro pensamiento, una emoción de frustrada expectativa nos tocó levemente el corazón, porque vimos la semejanza entre los rasgos del animal y los nuestros.

Después llegó la tarde y el crepúsculo de piel de leopardo, cuando los rayos del sol se ocultan en la sombra. Y volvimos al Desfiladero de la Luz después de ver pasar a las manadas de ñúes de un extremo a otro del río. En nuestro grupo no había orden ni jerarquía, y me pareció que nadie recordaba su función en la comunidad. El Gran Cazador tampoco quiso salir de la cueva. Los extranjeros volvieron a grabar nuestra llegada, y cuando nos vimos de nuevo como espectros del ojo del falso animal de tres patas, del animal que tanto se parece a un buitre, con un único ojo que sirve para ver y para ser visto, nos pareció que una parte de nosotros no estaba con nosotros, porque ya cada uno no pensaba más que en sí mismo. Pero el comandante del grupo, por consejo de los extranjeros, le quitó importancia al asunto y les ayudó a encender fuego a los hombres blancos. Pasaron toda la noche en vela el comandante, el obi y los extranjeros, observando fotografías a la luz de una bujía de fuego amaestrado por ellos y hablando de sus diferencias en el vestir, poniendo ejemplos simpáticos de algunos antecesores suyos que visitaron nuestra tierra en otros tiempos, y de los trucos que empleaban para que nuestra población creyese que eran dioses.

—Tal vez ese león que buscan haya muerto, y por eso no salga —explicaba el extranjero.

E incluso el obi aceptó la explicación, pareciendo comprender el significado de la palabra “muerto”.

A la mañana siguiente la mitad de nuestros hombres decidió regresar al poblado. Los que permanecimos fieles a nuestra misión nos quedamos tristes, pensando en lo sucedido y en el cambio que se había operado en nosotros. Como nadie respetaba autoridad alguna fuera de sí mismo a consecuencia de la desmotivación y de la desesperanza de las dos noches anteriores, los presentes se pusieron a conversar con los extranjeros y a despreocuparse por el interés común. Yo mantuve el oído muy atento a las palabras del intérprete de los extranjeros al mediodía, mientras las jirafas ramoneaban las hojas altas de las acacias floridas. Entre risas y cháchara desprovista de importancia, los extranjeros se besaron delante de nuestro sacerdote y de nuestro comandante, mientras ellos reían y aplaudían olvidando sus obligaciones. Muchos de los nuestros los imitaron, y muy pronto solicitaron del comandante trasladar al campamento a sus mujeres y a sus hijos, para divertirse mientras no aparecía el león. El comandante se lo autorizó, y él mismo fue al poblado a recoger a su mujer y a sus dos hijas. Yo también regresé al poblado para informar a mi familia de lo sucedido, sin detenerme en pormenores para no preocuparlos, asegurándoles que habíamos tenido un incidente que solucionaríamos sin dilación. Pero no me llevé conmigo ni a mi mujer ni a mi hijo, para que no fuesen testigos de la violación de las normas de nuestro pueblo. Al regresar, me encontré a mis compañeros en estado de trance, como cuando se embriagan durante la Fiesta de Presentación de las Cosechas del Año. Me sorprendí mucho cuando vi que el extranjero tenía sujeta por la cintura a la hija del comandante mientras éste sonreía, y mientras la extranjera que lo acompañaba jugaba con un adolescente y le colocaba las manos en el pecho sin dejar de reír. Le dije a Ojo de Águila, el amigo más grande que tengo, mientras anotaba estas cosas en un libro de memoria:

—Tú ves y oyes como yo cómo estos dos colonos extranjeros han hecho olvidar su deber a nuestro pueblo, cómo nadie denuncia la situación, cómo nuestras mujeres y nuestros hijos están a merced de su capricho, a pesar de que el sol y la luna siguen su curso, y los animales siguen mostrándole a nuestra inteligencia el camino a seguir, que es lo que Dios quiere de nosotros, lo que hará que participemos de su gloria.

—Pero ya ves, Hijo del Rayo —me respondió mi amigo—, que a ellos nada les preocupa.

—Pues si nadie tiene valor de decir la verdad —repuse yo—, somos nosotros los que debemos hacerlo, pues en nosotros está el bien de los demás que han olvidado su camino.

Entonces mi amigo me replicó:

—Soy yo el que debe actuar, porque tú estás ocupado en la tarea de dar testimonio de todo esto. Aguarda aquí mientras voy a hablar con el comandante.

Así lo hizo mi amigo. Pero ni el comandante, ni el obi, ni tampoco sus compañeros reconocieron sus motivos, y se burlaron de él alegando que como era pobre y no tenía que comer, por ello estaba tan interesado por el banquete. En nuestro pueblo sólo se habla del hambre, de la pobreza y de la riqueza, cuando alguna acción nuestra ha atraído la culpa y el castigo sobre nosotros, pues el mal atrae la desgracia como el bien la prosperidad. La contestación encendió de ira a mi amigo, que arrojó su lanza sobre el sobrino del comandante, que hacía mofa de él para avergonzarlo delante de los demás, y le hirió en el hombro derecho. El herido se levantó y se echó sobre mi amigo golpeándolo con los puños en las mejillas. Alentados por la refriega, los presentes se adhirieron a uno de los dos bandos y se pelearon entre sí, sin respetar parentesco alguno, del modo que ocurre en las guerras civiles. Cada cual invocó a los antepasados de su casa y se echó sobre el contrario para aniquilarlo. Antes de que me pusiese a gritar por lo sucedido, escuché un disparo. El extranjero tenía una pistola en la mano y dijo con rudeza:

—Que nadie se mueva o disparo sobre el que lo haga.

Todos callaron. Sólo se escuchaba llorar a los niños.

—Hombre blanco —dijo mi amigo con odio, mientras le chorreaba la sangre por la frente—. Tú has traído la guerra a nuestro pueblo.

—No —repliqué yo avanzando hacia el grupo—. La hemos traído nosotros cuando olvidamos nuestro deber. Cuando la gacela huye el guepardo la persigue. Cuando nosotros obramos mal la paz nos abandona. ¿Qué fue del Gran Cazador que perseguíamos? ¿Dónde está nuestro objetivo?

—Malditos cabestros, otra vez con esa leyenda —murmuró el extranjero con la pistola humeante—. Vuestro león no existe.

—¿Quién eres tú para decirlo? —se oyó una voz.

—Soy el que lo ha matado —respondió el extranjero mientras guardaba la pistola en la cartuchera del cinturón.

—¡Oh, no se lo digas! ¡Ahora estamos en problemas, Gabriel! —chilló la extranjera sollozando.

—No harán nada, Alina, saben que no pueden nada contra nosotros —contestó el extranjero.

—¿Y si viene la policía? —gritó ella.

—No vendrá nadie a este lugar —replicó su acompañante—. Y si vienen no podrán probar nada.

Dicho esto por el extranjero, el sol de la sabana, enorme óvalo de fuego naranja, se alzó sobre el desfiladero y se oyó pasar a un enjambre de abejarucos que ensombreció el cielo sin nubes, encendido del calor de la tarde como la plancha de un horno. El extranjero nos llevó a un lugar que no conocíamos a todos los presentes, una cabaña portátil de madera a la que denominaba bungalow, muy usada por los británicos que llegaron a las tierras del norte en la época de nuestros abuelos, acompañados de franceses, de alemanes, de italianos, de españoles y de portugueses —estos últimos habían coronado a un rey del Congo en edades remotas—, todos ellos procedentes del Norte de donde descienden las estrellas, todos ellos colonos y agrimensores que trazaron fronteras, instituyeron tronos y dominaciones, convirtieron a sus costumbres a muchos de los nuestros y les mostraron el arte de hacer la guerra a cambio de mercancías. Al abrir la puerta, todos nos asomamos a su vano, y en un instante lo vimos. Yacía en el suelo la piel del Gran Cazador, y los pies de los extranjeros la pisaban.

—Aquí está vuestro inmortal —masculló el extranjero riendo con odio—. Yo mismo le disparé cuatro tiros y lo desollé con ayuda de este hombre de los vuestros que ahora me sirve de intérprete. Sé bien que es una especie protegida, pero las autoridades de este país no tienen fuerza suficiente para perseguir los delitos perpetrados por los mismos que les hemos dado sus leyes. Solamente os lo muestro para abriros los ojos, para que no deis crédito a una leyenda y veáis la realidad tal como es. Nosotros los occidentales no seremos perfectos, pero somos más fuertes que vosotros. Mi mujer y yo hemos venido a grabar un documental de la vida salvaje de África para venderlo a la Sociedad Geográfica. No queríamos perturbar vuestras costumbres, pero nos hemos dado cuenta de los errores que tenéis. Así cualquiera os puede engañar. Yo no pude resistirme a hacerlo. Estáis lejos del progreso y de la ciencia, y sólo creéis en supersticiones.

—Eres tú —repuse entonces—, hombre soberbio, quien sólo cree en supersticiones. Tu confianza ciega en el progreso y en la ciencia que invocas es una superstición. Vuestro pueblo está lejos de la verdad, por eso recorre inquieto el mundo y no encuentra descanso ni lugar donde establecerse. Por eso vuestros barcos comercian por el mar y vuestros aviones atraviesan el cielo con la velocidad a la que el enfermo busca la salud, y no la encuentran porque aunque cambien de lugar, no cambian de costumbres. Yo no he salido de mi tierra, pero sé esto por muchos que me lo han contado. Puede ser que en algún tiempo tuvieseis espíritu, pero ahora os ha abandonado.

Mis compañeros bajaron la cabeza. El extranjero sonrió.

—Esas son pamplinas, las causas de vuestro atraso —repuso encendiendo un puro y expulsando el humo al techo—. El mundo económico se divide en tres partes, y vosotros sois la tercera. Los hijos de Cam, los olvidados, los oprimidos. Sólo los que han salido de vuestra tierra han prosperado. ¿Por qué emigran tantos a Europa, y mueren cada año en su intento de cruzar el estrecho de Gibraltar? Buscan una vida mejor de la que tienen. Pero contra los hechos no hay prédicas: ahí está vuestro león muerto.

—Vuestra vida se sostiene en la herencia de vuestros padres, pero vosotros no habéis hecho nada para merecerla —repliqué—, por eso la tierra os será arrebatada. Aquellos que emigran lo hacen porque vuestros antepasados han contaminado de vicios su nación, y han llevado la violencia a sus casas. Y en cuanto al hecho del que presumes… yo te mostraré lo equivocado que estás al confiar en una ilusión de tu ciencia.

—¿Vas a resucitar al león? —rio el extranjero—. ¡Por Cristo que no lo harás!

—No necesito pronunciar el nombre de Dios en vano —repuse adelantándome con mi cuaderno bajo el brazo—. Tú profanas la religión de tus padres. Este no es el Gran Cazador. Te diré por qué —dije mientras me agachaba a inspeccionarlo—. Vosotros, Guardián y Sacerdote, sed testigos de lo que voy a decir. El Gran Cazador, según nuestra ciencia, es hijo del sol y de la noche, y toma la figura del león y se hace patente a nosotros por medio del espíritu al que vosotros despreciáis, porque no tenéis otra religión que vuestro vientre. Una señal lo identifica: en su presencia nadie de nosotros tiene miedo, pero aquí todos desconfiamos del que tenemos al lado, y la envidia ha envenenado nuestros corazones, y por eso hemos sido derrotados al vender a este extranjero nuestra religión por sus armas. En nuestro rito ya no habita el espíritu, por eso estamos a merced de este extranjero. Nuestro pueblo ya no existe.

—¿Quién te ha dicho eso, hablador? —repuso uno de los oficiales encarándose conmigo—. ¿Quién te ha dado autoridad para juzgar a los demás y decir que no forman un pueblo?

—Hijo del Rayo tiene razón —habló entonces el obi—. Hemos dejado que este extranjero y su mujer participasen en nuestro rito y no les hemos exigido, dejándonos seducir por sus novedades, que fueran purificados antes. Tú mismo, Comandante, le has presentado a tu hija al extranjero. El castigo nos ha venido por nuestra culpa.

Y todos se pusieron de acuerdo en aquello. Pero el extranjero, enfurecido y avergonzado, ordenó:

—Quiero que os vayáis de mi casa. Si queréis seguir siendo unos salvajes, es vuestro problema. Nosotros tenemos mejores cosas que hacer que charlar de tonterías.

—No, hombre blanco —repuso mi amigo Ojo de Águila—. Tú has matado a este león en nuestra tierra sin nuestro consentimiento, y debes pagarnos por lo que has hecho.

El extranjero echó una carcajada delante de mi amigo, y mirándole a los ojos levantó su pistola y le apuntó diciendo:

—Vete.

La mujer del extranjero lo abrazó para calmarlo y le rogó:

—Por favor, Gabriel. Ya les hemos hecho bastante daño. Págales lo que sea y que se vayan.

—Juro que a estos salvajes no les pagaré nada —declaró el extranjero—. Nadie me va a obligar a hacerlo. Ningún africano me va a dar órdenes. La ley siempre estará de nuestra parte. Es una cuestión de orgullo. No hemos venido a pagar deudas.

Al escuchar hablar así al extranjero por boca del intérprete, muchos de los nuestros quisieron intervenir por la fuerza, pero nuestro comandante, quien ya había recuperado el mando de nuestra expedición, ordenó que nos retirásemos, pues la culpa de confiar en los extranjeros había sido nuestra.

Pero cuando ya estábamos afuera, oímos un grito de la mujer del extranjero. Cuando caminaba entre la hierba, una cobra la había mordido en la tibia, y se arrojó al suelo a consecuencia del dolor, y se puso a gritar fuertemente. El extranjero se echó al suelo con ella y trató de extraer el veneno de la herida, pero cuanto más apretaba con los dedos, más extendía el veneno por la pierna. No hubiese tardado una hora en morir, pues al poco rato su cuerpo daba fuertes convulsiones, de no ser por la intervención de nuestro obi. Con un pedazo de carbón y con una planta desconocida para quienes no pertenecen a nuestro pueblo detuvo la infección y anuló el efecto del veneno, cortó la hemorragia y calmó las convulsiones. Después escupió la sangre infectada y lavó la herida, y como no disponíamos de agua suficiente, se cortó en la mano con un cuchillo de sílex purificado de la infección y vertió la sangre sana de su herida en la herida enferma de la extranjera, y de ese modo pudo salvar su vida. Cuando recuperó el habla, el extranjero la besó y lloró arrancando la ira de su corazón, mientras la escuchaba decir:

—Gabriel, has obrado injustamente con estos hombres. De no ser por ellos, estaría muerta. Nunca he estado más agradecida a nadie en este mundo. ¿Por qué los has maltratado? Si los maltratas a ellos, es como si lo hicieras conmigo. Ahora lo comprendo, y tú debes comprenderlo también: este es un pueblo santo, y de no ser por él, ¿qué hubiera sido del nuestro? ¿Cuántas veces nos habrán salvado aún de nuestros propios enfrentamientos estos hombres y mujeres tan despreciados por nuestra soberbia? ¿Qué sería de nosotros sin ellos? ¿Dónde estaría yo ahora? ¿Dónde estaríamos nosotros ahora y aún antes de haber venido a esta tierra?

El extranjero alzó la vista del suelo, y sin dejar de llorar como nunca lo había hecho antes, liberado al fin de su orgullo por la pena de sus acciones, nos suplicó:

—Perdonadme. Y perdonad también a mi pueblo. Ni yo ni él os comprendíamos hasta hoy. Agradecido le estoy incluso a esta serpiente, porque su veneno me ha curado del mío.

Aún no había terminado de hablar, cuando algo nos hizo volver la cabeza al Desfiladero de la Luz. Justo en la cumbre, bañado por el sol del crepúsculo, alzaba su rugido intenso el Gran Cazador, y las montañas parecían escucharlo como lo hacíamos nosotros.

Juan Manuel Pérez Álvarez
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