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La ruta escondida

domingo 22 de noviembre de 2015
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Volver a la montaña, al pueblo partido en dos por el río. Encontrarme con sus calles en forma de péndulo y su parque en el centro, como un sol en la mitad de una galaxia. Ver hormigas caer de un saco y luego ver a hombres y mujeres recogerlas del suelo para comerlas. Es la lluvia y el sol, y los caminos enredados por la ladera de una sola montaña interminable. Acercarse al abismo y descubrir que es solo una duna entre tanto verde y tanta nube.

Una tarde, al salir a caminar, Miguel vio una línea de humo que provenía de una enorme hoguera y pensó que eso era algo que no se podía perder. Al llegar se encontró con un círculo de niños vestidos de uniforme quienes sonreían alrededor del fuego. Se acercó más y vio que la gasolina que alimentaba al fuego eran cientos de libros que arrojaban dos tipos vestidos de corbata. La hoguera iluminaba varios metros cuadrados del parque así como los primeros pisos de la biblioteca municipal.

Se acercó tanto al fuego que podía leer los títulos de los libros antes de que se consumieran; sin embargo, intentó acercarse más y en ese otro paso a favor del detalle golpeó un libro que parecía estar en plena fuga. Se agachó para recogerlo y tan pronto se irguió, sosteniendo el libro entre sus manos en un claro intento de lectura, uno de los dos sujetos de corbata se acercó a él y preguntó por el libro.

Estaba perdido y todo por culpa de un libro del que ni siquiera leyó dos páginas.

“¿Sería tan amable de decirme si el libro pertenece al caballero?”.

“Sí, es mío”, respondió de inmediato sospechando lo que podría pasarle al libro si decía lo contrario.

El hombre de corbata miró a Miguel como quien reconoce a un delincuente publicado en los diarios y noticieros. Sin despedirse, el hombre de corbata caminó de regreso a la fogata; lo hizo con paso lento y las manos amarradas entre sí a sus espaldas, casi como un monje que medita por los pasillos de un monasterio. Una vez entre el círculo de niños uniformados, el hombre de corbata habló con el otro hombre de corbata, el cual solo hasta ese instante dejó de arrojar libros al fuego. El otro hombre de corbata apuntó a Miguel con su índice derecho y los niños uniformados giraron sus cabezas hacia el libro que parecía a salvo en sus manos. Comprendió que debía huir.

 

Por varios días la vida de Miguel fue una continuidad de sus propias costumbres. Salía a su trabajo a las nueve de la mañana y volvía a las cinco de la tarde, hora que dejaba pasar mirando la ciudad por la ventana de su apartamento. Sobre una mesa de vidrio, en la mitad de la sala, el libro salvado parecía esperar la caída del sol con paciencia, sin siquiera hacer el mínimo esfuerzo por alzar sus páginas en el aire.

La ruta escondida, dice el libro en la portada. El mismo día de la hoguera leyó la primera página en la que había un poema que hablaba de montañas y hormigas. Cerró el libro y desde ese mismo instante La ruta escondida pasó a ser parte del conjunto de la mesa de vidrio, conformado también por un calendario y un cenicero.

Lo que obligó el desplazamiento del libro fue el mismo hombre de corbata de la hoguera municipal, el cual se convirtió en una nueva parte de su cotidianidad. Primero se le acercó en una parada del bus; preguntó la hora y Miguel, bastante distraído, buscó en su teléfono antes de contestar. El hombre de corbata agradeció el favor diciendo: “Es usted muy simpático, gracias”. Miró su rostro y recordó una montaña de libros arder. Apareció el bus al final de la calle y el hombre de corbata volvió a preguntar por el libro. Antes de que pudiera decir que ni siquiera había pasado de la primera página, el hombre de corbata se fue caminando en la dirección contraria a la del bus. Después se lo toparía en una panadería, un semáforo, un ascensor e incluso en la televisión; sucedió una tarde particularmente calurosa en la que decidió entrar a un bar. Pidió una cerveza y todo habría seguido su curso si no es por la imagen del hombre de corbata que apareció en la pantalla del televisor del bar. No se oía lo que decía porque la música seguía sonando. “Es un complot”, llegó a pensar cuando el barman cambió de señal en el preciso instante que acabó la entrevista.

Venían por el libro y él no era ningún obstáculo. Debía esconderlo antes de que entraran al apartamento, el cual sería su siguiente paso. Duró horas buscando entre cada esquina de su apartamento y sin embargo no encontró un solo escondite para el libro. Trató de recordar películas de guerra donde los perseguidos siempre hallaban una tabla floja en la que podían esconder sus joyas y hasta ellos mismos si era necesario, pero el apartamento era una construcción recién terminada en cemento sólido. Desolado y sintiéndose observado por el libro, quien parecía implorar por su vida, Miguel pensó que lo único que podía hacer era ducharse. La certeza del fracaso produjo en él la sensación de suciedad típica de una tarea extenuante e inútil, y por eso mismo, y solo después de varios minutos de agua y jabón, se miró a sí mismo en el espejo del baño. Su rostro era más amable porque tenía los rasgos de la resignación y la locura. Precisamente ahí, cuando parecía imposible una comprensión de algo, entendió que el espejo del baño era el escondite que buscaba.

Con un cuchillo de cocina separó el espejo de la pared lo suficiente para poder aprisionar el libro entre la pared y la espalda del espejo. Volvió a juntarlos y pidió que el hombre de corbata y su ejército de niños uniformados no encontraran nada especial cuando lograran entrar a su apartamento. Así fue como La ruta escondida hizo homenaje a su nombre escondiéndose tras un espejo de cincuenta centímetros de largo y un metro de ancho.

 

“Buen día vecino, le quiero decir algo”, y tras la puerta del apartamento el hombre de corbata levantó su mano derecha sobre su cabeza como si sostuviera un sombrero allí arriba. Miguel no respondió al saludo. Preguntó al hombre de corbata lo que quería y el hombre de corbata se limitó a decir que nada, “Usted es muy simpático, ahora soy su vecino y yo sólo quería decírselo, nada más”, y guiñó un ojo y se despidió.

Al cerrar la puerta caminó hacia el baño, se miró en el espejo y se preguntó por qué lo hacía, “¿Por qué salvo un libro del fuego y lo escondo en mi hogar?”. Pasaron varios minutos y no halló respuesta alguna.

Ese mismo día compró víveres suficientes para varios meses. Cerró la puerta de su apartamento con doble seguro y una barricada de muebles. Una vez hecho esto pasó los días mirando la ciudad desde la ventana del apartamento. Al principio esto parecía tranquilizarlo, hasta que una mañana apareció el grupo de niños uniformados, quienes empezaron a caminar en ronda por la acera del edificio, gritando y mirando hacia arriba, donde Miguel los observaba. Estaba perdido y todo por culpa de un libro del que ni siquiera leyó dos páginas. Por un segundo pensó en sacar al libro de su escondite y arrojarlo a la calle, donde seguramente el grupo de niños uniformados lo agarraría en sus manos para destruirlo en un solo grito de felicidad. Sin embargo, no lo hizo por una extraña sensación de culpa; si el libro caminó hacia él —porque tuvo que haber aprendido a caminar para huir del fuego— fue porque creyó que sólo él podría salvarlo. No podía defraudarlo, resistiría el asedio hasta lo imposible.

 

Cuando la policía entró al apartamento —alertados por los padres de Miguel, quienes habían perdido todo contacto con él—, lo único extraño que pudieron anotar en el informe fue la excesiva limpieza del lugar, como si el desaparecido (así lo escribió en su libreta el policía a cargo de la inspección) hubiera limpiado cada esquina del apartamento la noche anterior. El mismo policía siguió mirando cada cosa del apartamento y una vez convencido de que él y su equipo no tenían nada qué hacer, se sentó en una silla de la sala y encendió el televisor. En la pantalla se veía un programa sobre casos sin resolver del FBI y el policía, sorprendido por la televisión, no pudo evitar sonreír. Varios días después, y con la ayuda de algunos familiares, los padres de Miguel recogieron las cosas de su hijo. Cuando ya todo estaba guardado en cajas de diferentes tamaños, la madre se encerró en el baño y se miró en el espejo intentando inútilmente de imaginar a su hijo reflejado allí. Al abrir los ojos sólo se vio a sí misma llorar.

Y por casi un año el apartamento fue sólo un espacio vacío y blanco en el que alguien, cada tanto, solía mostrar a personas que parecían buscar otra cosa. Así, hasta que al fin entró una mujer mayor, aunque bastante guapa, quien abrió cada ventana del apartamento y miró a la ciudad de la misma manera que lo hacía Miguel. En la ventana, la mujer estiró sus brazos para luego abrazarse a sí misma. “Ahora sí podré hacer lo que quiero”, susurró la mujer. El último cuarto al que entró fue el baño; todo parecía ser lo que esperaba salvo el espejo y su pésima ubicación, centrado más hacia el retrete que del lavamanos. “Lo primero que haré será cambiar este horrible espejo por uno mucho más grande y hermoso”, se dijo en voz alta, con absoluta firmeza, al tiempo que miraba sus ojos con atención en el espejo, segura de encontrar algo importante tras su reflejo.

(del libro Tres hombres solos; Ediciones UIS, 2013).

Miguel Castillo Fuentes
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