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Pájaros a punto de volar

martes 2 de febrero de 2016
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“Sus propias ideas se las guardaba para sí, y las palabras
con que las expresaba se fueron debilitando según pasaba el tiempo;
sin desaparecer del todo se encogieron hasta ser puntos remotos,
nerviosos, como pájaros que se alejan volando”.
Tobias Wolff

Hubo un tiempo en que yo creía en la violencia. Esa idea atribuida a Marx, la violencia es la partera de la historia, figuraba en mi altar personal como el primer y único mandamiento de un credo inexistente. Porque no tenía más ideas, no al menos de la misma importancia. Creía en ella y si alguien la hubiera puesto en duda (¿quién podía poner en duda una idea no expresada?) me hubiera remitido a la historia universal. No era un perito en el tema, pero me daba igual: mencionaría a la gran revolución francesa. Todo el mundo parecía estar de acuerdo en que esa revolución, pese a sus excesivos derramamientos de sangre, había sido algo bueno para el desarrollo de la humanidad. “Para salir del oscurantismo”, hubiera dicho a mi invisible interpelador y habría ganado la polémica.

Esta clase de violencia está motivada por creencias políticas, como ven. Había otra, en cambio, que no tenía justificación alguna.

Esta idea de violencia en la que yo creía tenía, sin embargo, antecedentes. Me venía de la adolescencia, si no de la infancia. Cuando tenía quince años, y como parte de la guerra contra mis padres y el mundo que representaban (por entonces yo creía que había otro mundo, en las antípodas), decidí fugarme de casa. Organicé a mis amigos más íntimos, o ellos me organizaron a mí, y nos fuimos. Anunciamos en nuestros hogares que haríamos un corto viaje a la frontera sur, a quinientos kilómetros de distancia, pero en realidad nos fuimos a la frontera norte, a dos mil kilómetros, con el propósito de atravesarla y salir (para mí se trataba de escapar).

Bueno, lo diré: no lo conseguí. Tres semanas después, agotados por la mala alimentación y el cansancio de dormir en las cunetas, volvimos con las mochilas mugrientas y nos reintegramos a nuestras pacíficas vidas de siempre. Aunque en mi interior, y a partir de entonces, cada vez que pensaba en mí veía a alguien rodeado de un aura aventurera.

Violencia fue también lo que buscamos tres años después cuando nos fuimos a vivir a las lomas. Era un plan de una semana. Aprender a sobrevivir con pocos recursos, prepararnos para la guerrilla del mundo que se avizoraba tan cerca después de leer un manual de materialismo histórico y de habernos hecho, por casualidad, con un revólver. Tiramos a unas latas sobre unas piedras. Nadie dio en el blanco. Luego lo guardamos dentro de un trapo y continuamos caminando hasta que el primero desertó. Dijo llorando que él no servía para esto. Los demás, llorando por dentro, decidimos regresar también y ahí se acabó la aventura.

Eran arrebatos de rebeldía juvenil aderezados con las lecturas que había puesto en nuestras vidas un amigo mayor de edad que venía de la capital a incendiarnos la mente. Aunque los arrebatos iban acompañados, a veces, por un remedo de planificación revolucionaria, como cuando nuestro gurú organizó el secuestro de su novia adolescente porque la familia de ella se oponía a la relación. Dijo que nos serviría como entrenamiento para la revolución. No la secuestramos por un pelo: a la chica se le antojó no hacer la ruta de siempre, donde la esperábamos con el motor del carro en marcha, listos para fugarnos a la ciudad vecina, donde ellos vivirían felices y nosotros seguiríamos con nuestra preparación.

Esta clase de violencia está motivada por creencias políticas, como ven. Había otra, en cambio, que no tenía justificación alguna. Como cuando, algunos años después, una medianoche en la Plaza de Armas de Arequipa, dos amigos y yo nos plantamos a esperar al primero que pasara para pegarle. Así de fácil. Llegaron dos trasnochadores sobrios. Yo iba o venía de algún lugar importante porque vestía un traje de fiesta y un sombrerito de galán de barrio. Todavía tengo una foto con él. El caso es que los sobrios pudieron esquivar con elegancia los golpes desatinados de los ebrios. Parecía una danza macabra a la luz de la luna. El final de la opereta consistió en que los otros se fueron como habían llegado, felices y relajados, y yo, con el último empujón, perdí el equilibrio y caí dentro de la pileta, sombrerito incluido. Al día siguiente lo puse a secar sobre una estaca, en las afueras de la covacha donde vivía. Luego lo seguí usando hasta que el tiempo, el que fluye, se lo llevó a sus dominios.

Para qué seguir. Violencia hubo mucha en mi vida. Supuestamente política. Supuestamente emocional. Supuestamente gratuita. Pero de todo ello no queda nada. Aunque a veces me entra la nostalgia y me pongo a golpear mi escritorio. Primero con la yema del dedo medio, como cuando uno quiere acordarse de algo. Varias veces. Luego utilizo el canto de la mano, pero no mucho. Duele. Acto seguido lo dejo porque me siento ridículo. Me recuerda la vez que me puse a golpear un cojín con los puños. Era parte de la terapia gestáltica que estaba siguiendo, aunque creo que el instructor la había sacado de la bioenergética porque se parece más al pataleo en la colchoneta de Lowen. Hay que reivindicar nuestro derecho al pataleo, dice él, y pataleas. O golpeas el cojín con los puños. Yo lo golpeé hasta que me saltaron un par de lágrimas del alma. Los golpes tenían toda la fuerza del mundo, pero el cojín siguió igual, impertérrito. Me quedó la impresión de que era más fuerte que yo.

Sin embargo, si tuviera que hacer un balance de mi vida al respecto, mayor ha sido la violencia no expresada que la expresada. Me he contenido la mayor parte de las veces. Me sigo conteniendo. No es algo que haya programado, ocurre así. Por temporadas tengo la esperanza de cambiar y volverme más expresivo. Y por temporadas me canso de intentarlo y lo dejo. Entonces, si por una iluminación repentina me pongo a escribir, siento que estoy en algo. Empiezo a teclear. He encontrado un hilo y tiro de él. Después de cada tirón espero que se forme el siguiente fragmento dentro de mí y vuelvo a las teclas. Les doy duro. No tan fuerte como yo quisiera, pero las empujo hasta el fondo. Quien está alrededor se queja. Dice que es muy tarde para hacer estas cosas. “A las dos de la madrugada los vecinos estarán durmiendo y se despertarán con el ruido”, dice la voz. Pero yo sigo. Pongo el índice en la siguiente letra y la machaco. Ejerzo mi violencia particular sin recurrir al materialismo histórico ni el derecho al pataleo. Solo escribo. Sé que algún día cambiaré. Y mis ideas y emociones no desaparecerán como pájaros que se alejan volando, sino que se quedarán para siempre sobre un papel, o en una pantalla digital. Organizadas como un discurso o caóticas como una queja. Se habrán hecho tan reales que todas las parteras de la historia se mirarán entre sí y no sabrán qué hacer. Y yo, después de poner el punto final, me quedaré mirando por la ventana. En el parque una bandada de pájaros alza el vuelo y se pierde en el cielo. Amanece. Hace más de cincuenta años nací para estar en el mundo. Estoy.

Dino Jurado
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