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La alfombra

domingo 27 de marzo de 2016
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Vivíamos en una pequeña casa. Mi mujer invitó a toda su parentela más una sarta de amigos a celebrar su cumpleaños y yo, por mi parte, sólo a tres o cuatro de mis mejores cuates y a mi hermano. A eso de las seis de la tarde comienzan a llegar los invitados y a las siete y treinta no cabe un alma más. La marimba inicia sus acordes y el baile se prolonga hasta altas horas de la madrugada.

Nos repiten hasta la saciedad que una familia de la clase nuestra debe alfombrar su casa, que es lo menos que podemos hacer para satisfacer a tan buena gente que constituye el círculo de nuestras amistades.

Hubo de todo: buena comida, licor en abundancia, chistes, cantos, los borrachines de siempre y la gente que se queda hasta que no hay un solo pan ni una gota más de licor que consumir. Los regalos que recibió mi mujer variaron desde adornos de precio irrisorio hasta una vajilla legítima de China que debió costar una buena cantidad de quetzales. Mi distinguida consorte se encontraba feliz, pues siendo como era, amante de las fiestas, estaba en su mero punto.

Las últimas en irse son mi suegra y mis cuñadas, no sin antes comentar los pormenores de la reunión. Nos felicitan por la buena calidad de la marimba, la deliciosa comida y el excelente licor con que atendimos a los asistentes. Sólo tienen un pero: la casa no está alfombrada. Nos repiten hasta la saciedad que una familia de la clase nuestra debe alfombrar su casa, que es lo menos que podemos hacer para satisfacer a tan buena gente que constituye el círculo de nuestras amistades. Mi mujer y yo hacemos hasta lo imposible por persuadirlas de que nuestra situación económica no está del todo bien, que es suficiente vivir en un lugar limpio y, sobre todo, en perfecta armonía familiar, pero no podemos.

No sé si fue teatro o producto de las buenas copas de licor que habían ingerido, pero llegaron a caldearse de tal manera sus ánimos que desembocaron en llanto y lamentaciones que no cesaron aun cuando estaban ya en la puerta despidiéndose de nosotros. Para calmarlas nos vimos obligados a prometer que haríamos todo lo que estuviera a nuestro alcance para satisfacer sus deseos.

Ya solos, mi mujer y yo, tratamos de encontrar una solución adecuada a tan intrincado problema provocado por la insensatez. Si bien es cierto estamos de acuerdo en lo vano de su petición, también lo es que deseamos mantener buenas relaciones por lo que, después de largas cavilaciones, llegamos a determinar el camino, único por cierto, que nos llevara a satisfacer el capricho, insólito si se quiere, de nuestras familiares.

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Ese viernes salimos de casa como a las seis de la tarde, dispuestos a todo. Fuimos a cenar, tomar un par de tragos y a ultimar todos los detalles referentes a la consecución de la famosa alfombra. Elegimos, entre todos los moteles, el de mayor lujo. Llegamos a eso de las nueve de la noche y rentamos la habitación más amplia: “la suite presidencial”. He de decir que quedamos gratamente impresionados tanto por la decoración, como por la gran calidad de la alfombra. Definitivamente habíamos hecho la elección adecuada. Platicamos buen rato, pedimos un par de cervezas y después nos fue imposible hacer caso omiso de la blanda y tentadora cama. Nos sentimos transportados al paraíso, tan felices como aquel día que, siendo novios aún, al salir del cine visitamos un sitio parecido donde nos entregamos por primera vez el uno al otro y nos sumergimos en un torbellino de pasión y de amor tal, que se me hace imposible describirlo con exactitud.

Si he de ser sincero, la habitación y la cama de la “suite presidencial” eran harto superiores a las de aquella vez y, además, el piso de aquel lugar, aunque bien aseado, no tenía alfombra. Entonces, una vez satisfechos nuestros instintos, procedimos a realizar la labor que nos habíamos propuesto. Bajamos al garaje y extrajimos del carro una espátula, un alicate y un destornillador que habíamos llevado. Atrancamos las puertas para no ser sorprendidos in fraganti y procedí entonces, en una esquina de la habitación, a levantar la alfombra; estaba sujeta con grapas grandes y duras que comencé a levantar con ayuda del destornillador y el alicate. El ruido que produjo la extracción de la primera grapa fue tan estridente que nos asustamos. Entonces decidimos el procedimiento a emplear: yo iría levantando la alfombra poco a poco y mi mujer se dedicaría a hacer ruido para evitar ser descubiertos. Se acostó en la cama y a una señal mía comenzó a brincar y emitir pujidos y gritos que si bien es cierto amortiguaban un tanto el ruido de las grapas al ceder, también lo es que provocaron en ambos una risa incontenible.

—¡¡Ay!! ¡mi amor! ¡no! ¡ja, ja, ja! ¡Mmm! ¡ay! —eran las voces que emitía mi mujer—, ¡dale! ¡ya! ¡ah! ¡Mmm! ¡ja, ja, ja!…

Nos felicitaron con toda sinceridad por haber hecho caso de sus consejos y nos dijeron que ahora sí, no faltaba nada a nuestra acogedora vivienda.

Creo que cualquiera que haya escuchado los ruidos, gritos, pujidos, ha de haber pensado que era ni más ni menos el Marqués de Sade quien se encontraba en esa habitación. Me llevó más de media hora desprender toda la alfombra y entre los dos empleamos como diez minutos para doblarla. Jamás nos imaginamos que pesara tanto; nos costó un verdadero triunfo bajarla de la habitación hacia el garaje. El carro que habíamos llevado era el de mi mujer; un Pontiac de ocho cilindros con un baúl grandísimo. Sin embargo, la alfombra no entraba; saltamos sobre ella, pujamos y sufrimos lo indecible; mi mujer estaba dispuesta a desistir pero yo no quería desperdiciar tanto esfuerzo. Estábamos bañados en sudor y totalmente exhaustos. El último recurso que nos quedó fue romper una sábana y amarrar la tapa del baúl que aún así quedó levantada como medio metro. Por fin estábamos dispuestos a partir. Dije a mi mujer que estuviera lista y, que al encender el motor, abriera la puerta del garaje y se subiera inmediatamente para largarnos. Apaché varias veces el acelerador para que el arranque fuera instantáneo; di la vuelta a la llave con sigilo y sólo se escuchó un ¡clic!… ¡El arranque había fallado! Mi mujer estaba desesperada; no sabía qué hacer. Le dije que se metiera al carro y que cuando yo le avisara diera vuelta a la llave. Levanté el capó, di algunos golpes a los bornes de la batería. ¡Ahora! dije, y mi mujer dio vuelta a la llave; el ruido que produjo el motor fue infernal. ¡Así no! ¡No seas bruta! Abrí la puerta del garaje y me subí inmediatamente al carro empujando a mi esposa hacia el otro extremo. Abandonamos el lugar haciendo un ruido estrepitoso y cuando nos encontrábamos como a tres o cuatro cuadras del motel, prorrumpimos en carcajadas. Fue una risa incontenible que permitió el desahogo de nuestros sistemas nerviosos que se encontraban en su punto máximo, prestos a estallar. En el primer semáforo que nos detuvo, nos dimos un abrazo y un beso. Cuando llegamos a casa estábamos felices por el éxito de nuestra aventura y acomodamos la famosa alfombra en un rincón de la sala, a la espera de un poco de tiempo para poder instalarla.

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Cuál no sería la sorpresa de nuestras queridas familiares, mi suegra y mis cuñadas, que cuando nos visitaron la siguiente vez encontraron la pequeña casa perfectamente alfombrada. Nos felicitaron con toda sinceridad por haber hecho caso de sus consejos y nos dijeron que ahora sí, no faltaba nada a nuestra acogedora vivienda. Mi suegra peguntó el precio y alabó nuestro buen gusto; estuvo conforme con la calidad de la alfombra. Mi cuñada más pequeña, la de diecinueve años, dijo que la alfombra le parecía conocida, que quería saber dónde la habíamos comprado, pues tenía la impresión de haberla visto con anterioridad. Yo creo que tenía razón; probablemente la vio en algún almacén de calidad.

Antonio Cerezo Sisniega
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