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Novicio en miopía

martes 5 de abril de 2016
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Fue un golpe certero, mordaz e inesperado. Cuando el Joven chocó con la pared, el sonido alcanzó a escucharse en todo el barrio. Unos lentes volaron a través del aire en un ángulo casi esférico, hasta caer al suelo, justo a su lado.

Cuando todo terminó, una minúscula grieta en forma de rayo se había formado en el cristal derecho de sus lentes.

El Joven levantó su espalda del suelo, con la nariz roja, más de ira que de dolor. Al girar su cabeza, tomó conciencia del desdichado destino de los lentes en el suelo.

A toda prisa los tomó para examinarlos. La boca se le abrió como un túnel cuando comprobó que los lentes estaban como si acabaran de ser comprados. Asumió que eran suyos y que se le cayeron tras el golpe.

Un minuto después ya estaba caminando de nuevo en la acera, sin rumbo definido. No tenía idea de adónde se dirigía. Ni siquiera recordaba su nombre. No recordaba haber vivido antes del golpe.

Aquel día la luz del sol fue más penetrante que nunca. Los destellos brillaban con tal intensidad que, hasta mirando las nubes, la vista se veía perjudicada. Debido a ello, el Joven era incapaz de ver con claridad por dónde caminaba. El reflejo de los blancos fulgores cubría los cuadrados cristales de sus lentes.

Pasados dos minutos de caminata en el mundo de ceguera blanca, el Joven pasó a convertirse en un superviviente milagroso. Tres autos por poco lo atropellaron; un giro de último minuto lo salvó de caerse por una alcantarilla sin tapa, y una bala perdida, de una confrontación entre criminales y policías, por poco alcanza su pecho.

Le había dado tres vueltas a la plaza Bolívar, aunque no era consciente de ello. Llevaba una hora caminando sin rumbo definido y ya estaba cansado. Estiró sus manos en el aire, tratando de buscar algo en que sentarse, y dio unas vueltas más, hasta que sus pies chocaron algo sólido que no era capaz de llegar ni a sus rodillas. No quiso hacerse más preguntas y se sentó. Cuando inclinó un poco más su espalda hacia atrás se dio cuenta de que estaba sentado en un escalón. Una bulla proveniente de una orquesta cercana comenzó a sonar. Sonidos de tambores y trompetas en un compás anímico, con cierto toque militar. El Joven no pudo evitar mover sus dedos, que tocaban el escalón al ritmo de la música. Estaba más tranquilo, mas seguía sin saber quién era o en dónde se encontraba. El ritmo de la música le daba un nuevo toque de espíritu festivo a su vida. Sin saber explicarlo, le hacía sentir una paz completa. La suficiente como para paliar el estrés amargo de la vida entre la incertidumbre.

Había comenzado a mover sus pies frenéticamente cuando notó cómo el sonido de la orquesta comenzaba a disminuir. Se estaba alejando. El Joven dio un salto y comenzó a correr tras el sonido, usando sólo su oído como herramienta.

Exhaló un suspiro de alivio cuando volvió a sentir la música de la orquesta pegada a su oído. Sin embargo, el placer no le duró mucho. De la nada la música se detuvo por completo y el Joven reaccionó quedándose inmóvil. Segundos después volvió a caer al suelo. Una estampida de gente lo arrolló sin piedad, como a una piedra entre un ejército de elefantes.

El dolor fue su mayor preocupación durante un instante que parecía eterno. Tirado en el suelo podía sentir cómo una avalancha de pies caminaban sobre él bruscamente. Mientras, no podía hacer nada más que resistir en posición fetal. Cuando todo terminó, una minúscula grieta en forma de rayo se había formado en el cristal derecho de sus lentes.

Seguía incapaz de ver. Y, sumado a eso, no escuchaba nada. La estampida no lo había dejado sordo, simplemente el lugar donde se encontraba era más silencioso que una biblioteca cerrada. Aunque ahora se sentía despojado de dos sentidos, un tercero tomó fuerza en ese momento. Un tenue olor a quemado llegó a su nariz. Al ver que caminar sin rumbo no le funcionaba y ya no tenía ninguna música de orquesta que seguir, decidió perseguir el olor a quemado.

Fue mucho más difícil que seguir la orquesta con el oído y más tedioso que caminar sin rumbo, pero moverse a medida que el olor a quemado se hacía más intenso le hacía sentirse más excitado. El olor crecía dentro de él como una semilla, que al momento de explotar sabía que eclipsaría todo lo demás, pasaría a vivir dentro del olor. La simple idea de tener una razón para vivir le emocionaba, aunque fuera una tan nimia como vivir dentro del olor a quemado.

Cuando alcanzó el punto más álgido de concentración de olor, se sintió extasiado. Devoraba el humo que cubría todo el lugar como si fuera una ambrosía. Tenía los ojos cerrados por la emoción, así que no se percataba de que, en el lugar en que estaba, no penetraba el más mínimo rayo de luz, por tanto, podía ver.

Se le escaparon tres arcadas y el placer se transformó en pánico. Estaba sufriendo un ataque de asfixia.

Bien pudo quedar sepultado entre el humo en ese momento, pero su suerte tenía otros planes. Un hombre fornido, vestido con una camisa oscura que lo camuflaba entre el laberinto de humo, vio al Joven ahogándose en el suelo. Lo levantó como si fuera un muñeco y lo apoyó en sus hombros.

El conocimiento del Joven se desvaneció por un minuto. Todo se volvió oscuro. No volvió a sentir la existencia de sus sentidos hasta que escuchó cómo una voz le hablaba.

—Las cosas se pusieron feas debido a la intervención de militares durante la marcha en protesta. Si valoras tu vida, aléjate de allí.

Abrió lentamente los ojos. La sombra de un toldo azul lo cobijaba. Sus lentes tenían dos nuevas grietas. Se sorprendió al notar que podía ver de nuevo, aunque la nitidez fuera mínima, se alegraba de reconocer de nuevo el mundo.

Buscó al hombre que le había hablado con su limitada vista, pero no lo localizó. Se había ido corriendo después de hablarle.

Eran las seis de la tarde. El fulgor inclemente del sol se había vuelto más débil. Escuchar le había provocado dolor y oler casi lo mataba, pero el Joven no era capaz de imaginar siquiera que pudiera sufrir algún tipo de daño dejándose llevar por la vista. Aunque se encontraba en una calle desolada y apenas podía ver, tenía la esperanza de ser capaz de ver a alguien y hablarle para obtener respuestas.

Los lentes no se movieron. El cristal sí se vio afectado, se formaron tres grietas más y, segundos después, los dos cristales se despedazaron en su totalidad.

Subió y bajó cuestas; se introdujo en callejones; ojeó vitrinas, e inclusive escaló dos rejas de tela metálica. No obtuvo ningún resultado. Se encontraba en un laberinto borroso de tiendas que parecía un desierto sin vida. Comenzó a experimentar la presión del pánico cuando el sol estaba a punto de desaparecer del cielo para dar paso a la noche. Si bien en un principio la reducción del brillo mejoró paulatinamente su visión, con la ausencia excesiva de luz se producía el efecto contrario: volvía a perder la visión.

Trató de mantener la calma, pero era inútil. Sus pasos se volvieron apresurados y rígidos sin que él se lo propusiese. La situación era tensa y no podía ocultárselo a su subconsciente. La visión de la oscuridad persiguiéndole resultaba propia de una pesadilla. Comenzó a gritar con todas sus fuerzas: “¡Auxilio! ¡Socorro! ¡No puedo ver!”. Y, eventualmente, el no obtener respuestas y el aumento de la oscuridad contribuyó para convertir el pánico en un miedo cerval.

Sin habérselo propuesto ya estaba corriendo. Lentamente estaba perdiendo por completo la visión. Gritaba con la desesperación del que es preso de la agonía. Pudo haber continuado horas así, de no ser porque, cuando perdió por completo la visión, chocó ferozmente contra una pared.

Los lentes no se movieron. El cristal sí se vio afectado, se formaron tres grietas más y, segundos después, los dos cristales se despedazaron en su totalidad. Sin lentes, el mundo se veía tan diáfano como lo permitía la noche.

Lo invadió la sorpresa tras examinar el lugar en el que estaba. La pared con la que acababa de estrellarse era la misma con la que se había estrellado al comienzo de su vida. La miró con detenimiento hasta que una voz le hizo apartar la mirada a su derecha.

—¡Ahí estás! Me tenías preocupada —dijo una mujer de cuarenta años, que llevaba ropa vieja y un sucio delantal—. Tantas horas dando vueltas cuando lo único que tenías que hacer era ir a comprar pan.

El Joven, enmudecido, recibió un primer recuerdo. Palpó con suavidad su bolsillo derecho y sintió la finura del billete con el que iba a comprar pan.

—¿Por qué no dices nada? Cómo detesto que te pongas a dar vueltas. Y quítate esos lentes, no tienes necesidad de adornarte la cara, mijo. Entra a la casa de una vez que es tarde.

La mujer señalaba a la derecha. Había una puerta de madera justo al lado de la pared. En ese momento era imposible no verla, pero, a pesar de eso, el Joven la había ignorado tan bien que sentía que acababa de aparecer.

Miró con unos ojos inexpresivos a la mujer por unos instantes. Finalmente le dijo:

—Sí, mamá.

Tiró los lentes al suelo y entró con parsimonia a su casa. Cuando acabó de entrar, su madre lo volvió a detener con la voz.

—Espera. ¿Ya no vas a comprar el pan?

—Me da pereza —contestó, y luego se encerró en su habitación.

Gabriel Camacho Márquez
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