Intuía rostros en las figuras que resultaban en el fondo de la taza. De tal suerte, la tía Rosalbina anticipaba la visita de familiares y de otras personas, algunas indeseables para ella.
Cuando la tía Rosalbina se aprestaba a “leer” la taza de café, un extraño tic nervioso alteraba su ojo izquierdo y la nariz parecía alargársele. Agarraba la taza con la mirada fija en el poco de café del fondo, no más de medio dedo de la bebida. Movía en círculos el recipiente de peltre una y otra vez. En las paredes internas iban apareciendo figuras en forma ascendente. Al detenerse, como por arte de magia, el tic nervioso desaparecía, la nariz volvía a su forma natural y el trabajo estaba terminado.
Intuía rostros en las figuras que resultaban en el fondo de la taza. De tal suerte, la tía Rosalbina anticipaba la visita de familiares y de otras personas, algunas indeseables para ella. Detestaba anunciar que la prima Magola nos visitaría, aduciendo que era una mujer de “mirada fuerte” y que, por tanto, los niños de casa estábamos expuestos a padecer de “mal de ojo”.
Instigada por la predicción, mi madre nos resguardaba de la presencia de la prima Magola encerrándonos en su cuarto bajo llave. Algunas veces la visita se extendía hasta altas horas de la noche. El más glotón de los cuatro hermanos se quejaba demandando alimento y bebida. Un pan de cien pesos con queso y salchichón, acompañado de un refresco de naranja, era suficiente para saciar mi hambre sempiterna.
Los vendedores callejeros no escapaban de los artilugios de la tía Rosalbina. El hombre de las almohadas era el más fácil de identificar entre las figuras que formaba el café. De rostro regordete, el vendedor en motocicleta llegaba a casa cualquier día, a cualquier hora, solicitando el pago de la cuota del mes. Todos sabíamos que vendría y lo que teníamos que decir. La tía Rosalbina había salido de viaje a Venezuela, muy temprano, a visitar al primo “Pucho” porque estaba gravemente enfermo y no regresaría hasta dentro de un mes.
El hombre del ventilador era muy parecido al que le había dejado el juego de cama “para pagar en cómodas cuotas”. La tía Rosalbina pestañaba maquinalmente y el tic nervioso amenazaba con sobrevenirle. Cuatro vueltas más a la taza, otra para mayor seguridad. “Ahora sí está clarito. El que viene es el desgraciado del juego de cama, que no me deja en paz”. El argumento era infalible. El primo “Pucho” había sufrido una recaída y estaba en cuidados intensivos. “Va a regresar de Venezuela sin un solo peso”.
Hoy octogenaria afirma que ha perdido esa clarividencia de años pretéritos.
Además de rostros, también aseguraba identificar números. Apostadora empedernida de juegos de azar, los números del “chance” era lo que más anhelaba. Pocas veces podía verlos, pero cuando los descifraba sabíamos en casa que al día siguiente tendría dinero extra que escondía envuelto en pedacitos de papel periódico en lugares que pocos conocían. Me cuento entre los privilegiados. Por eso nunca me faltaba algo de comida adicional antes de irme a la cama.
Hoy octogenaria afirma que ha perdido esa clarividencia de años pretéritos. Cierto o falso todavía mi madre y mis tías la observan en el patio, en su mecedora bajo el frondoso árbol de caimito, dándole vueltas a la taza de peltre esperando ver algún día el rostro del sobrino que hace ocho años está radicado en el país de “los monos ojos azules”. Muy seguramente antes de Navidad quedaré en evidencia en el fondo de la taza…
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