Tocaron a la puerta varias veces con insistencia y fuerza. Pili abrió la puerta y al no ver a nadie supo de inmediato que algo iba mal. Miró a los dos lados de la calle. Nadie. Era muy temprano y, aunque apenas empezaba a clarear el día, ya había luz suficiente para vislumbrar a dos manzanas de allí. Nadie que hubiera tocado se podría haber ido tan rápido; ella estaba bajando las escaleras hacia el rellano cuando tocaron, así que abrió enseguida. Pero no, el problema no era que no estuviera allí quien hubiese llamado, el problema era que no podía verlo, y si no lo veía podría entrar en la casa sin que ella se percatase.
Pili, si no viste a nadie es porque no había nadie, así que no han podido entrar en la casa. ¡Nadie!
Cerró rápidamente y sintió que un escalofrío se coló por la última rendija de la puerta antes de cerrarse. Puso el cerrojo, echó la llave y subió a buscar a Juan.
—Padre, ¿está despierto?
—¿Qué pasa, Pili? Es muy temprano.
—Lo sé, padre, pero es que ya tocaron.
—¿Ya tocaron qué? ¿Quién?
—La puerta. Tocaron hace un momento la puerta y cuando abrí no vi a nadie en la calle.
—Se habrán confundido, hija, ni te preocupes.
—Pero ¿y si ya entraron? Yo creo que ya entraron. Lo sentí.
Juan se incorporó de la cama con un brillo de decepción en los ojos. ¿Otra vez?
—Pili, si no viste a nadie es porque no había nadie, así que no han podido entrar en la casa. ¡Nadie!
—Pero padre, yo lo sentí…
Juan suspiró de forma cansina. Adoraba a Pili. Adoraba, sobre todo, el recuerdo que tenía de ella. Cuando era niña estaba llena de energía y de imaginación, a cada rato inventaba juegos, canciones, historias… no paraba quieta ni un momento. En parte, no había cambiado tanto.
—Iré a comprobar que no hay nadie en la casa para que te quedes tranquila.
—Pero no los va a poder ver aunque hayan entrado —dijo Pili con miedo.
—Bueno, pues entonces ni me molesto en ir.
—¡Pero padre!
—¿Pero qué, Pili? ¿Qué?
—Sé que no me cree, pero yo lo sentí…
Juan cerró los ojos y respiró hondo. Pili era la viva imagen de su madre, ¡se parecían tanto! Tanto, que dolía. Recordó el día en que fue a pedir la mano de Mercedes:
—Es una mujer muy especial, Juan. Tienes mucha suerte —dijo la madre.
—Juan, agradezco profundamente tu ofrecimiento pero no tienes por qué hacerlo —le dijo el padre en privado—. Haremos como si nunca hubieras venido y nadie te guardará rencor por ello. Todos entendemos, hijo, todos entendemos…
—Perdón, señor, pero el que no entiende soy yo —le contestó Juan verdaderamente confundido.
Ya se lo he dicho, padre: lo sentí y es malo. Si no entraron ya, lo harán después, nadie puede verlos así que no hay forma de detenerlos.
—Claro, claro. No lo entiendes, pero es que nunca lo vas a entender, hijo, nunca. Y cansa mucho, ¡mucho! Te lo digo yo, que su madre es igual a ella. Piénsalo, Juan, piénsalo bien.
Sólo con el paso de los años Juan pudo encajar aquella advertencia velada, pero para entonces ya era tarde, muy tarde. Suspirando de nuevo, se armó de paciencia.
—¿Qué es lo que sentiste, Pili? —quizá la mejor táctica fuera seguirle la corriente.
—Pues que estaban ahí, que tocaron y entraron sin pedir permiso. Eso es malo, padre, eso es muy malo.
—¿Y cuántos eran?
—¿Cómo voy a saberlo? Le digo que no vi nada.
—Entonces, ¿por qué hablas de varios?
—No sé… porque lo sentí.
—¿Eso significa, según tú, que están en la casa? ¿Ahora?
—¡No puedo saberlo, padre! ¿Es que no entiende nada? —y Pili se echó a llorar.
—No, Pili, no entiendo ¡y tú no me lo explicas!
—Ya se lo he dicho, padre: lo sentí y es malo. Si no entraron ya, lo harán después, nadie puede verlos así que no hay forma de detenerlos. Y si son muchos, menos. ¡No hay escapatoria!
La imaginación de Pili parecía cada vez más fantasiosa. De niña contaba historias que inventaba para entretenerse, pero ahora… ahora actuaba igual que su madre. Pili ya no inventaba, Pili sentía, vivía, historias a las que nadie encontraba sentido. Juan estaba realmente preocupado por ella. Su madre, como quiera, los había tenido siempre a ellos dos, pero Pili se iba a quedar sola cuando él faltase y entonces ¿quién cuidaría de ella? ¿Qué sería de su hija? Por ahora estaba él, pero a su vez estaba ya muy cansado; él mismo podía sentir que cada vez tenía menos paciencia con su hija.
—Está bien, padre, ya no se preocupe.
Pili salió de la habitación de su padre aterrada pero resignada. Juan lo sabía. Conocía esa mirada en el rostro de su hija, pero por ahora era mejor no decir nada más e intentar continuar con las actividades del día con la mayor naturalidad posible.
Ya en la tarde, cuando Pili regresó del trabajo, volvieron a tocar. Estaba dejando unas bolsas en la mesa de la cocina cuando le sobresaltó el timbre. Tardó unos segundos en recordar que su padre aún no había regresado y percatarse de que estaba sola, así que decidió no abrir. Unos minutos después, tocaron otra vez. Ahora con más insistencia. Pili intentaba pensar lo más rápido posible:
—Si están tocando otra vez es porque esta mañana no pudieron entrar —se decía a sí misma—. Eso es bueno, eso quiere decir que no están en la casa todavía. Quizá no pueden entrar tan fácilmente, quizá…
El timbre y unos fuertes golpes en la puerta interrumpieron los pensamientos de Pili. Tocaban de nuevo, cada vez con mayor porfía. Se asomó por la ventana de la sala y no vio a nadie afuera. Sí, eran ellos.
Se armó de todo el valor que pudo y se acercó a la puerta para gritar:
—¡Váyanse! ¡Aquí no tienen nada que hacer!
Pili no escuchó ninguna respuesta, lo que le confirmó que eran ellos.
—¡Váyanse de aquí! —insistió.
Media hora después, ella estaba todavía pegada a la ventana, vigilando, cuando su padre llegó a casa. Juan pudo ver por el rostro lívido de su hija que la historia de la puerta continuaba, pero decidió no preguntar nada al respecto. El resto del día transcurrió incómodo, con una Pili incomprendida cuyo herido orgullo no quería hablarle a su padre de sus terribles miedos, y con un Juan desgastado y preocupado que no sabía cómo liberar a su hija de su propia imaginación.
—Buenas noches, padre —dijo Pili al irse a acostar.
—Buenas noches, hija. Que descanses.
Pili tomó esas palabras como una afrenta.
—Como si pudiera volver a descansar con ellos por aquí —dijo Pili para sí.
Al amanecer, con los nervios a flor de piel, la tensión inmovilizando su cuerpo y la preocupación por su padre recorriéndole la columna, Pili se decidió. Abrió la puerta.
Cuando Juan estaba profundamente dormido, bien entrada la noche, su hija se levantó, bajó las escaleras sigilosamente y se quedó mirando por la ventana que había junto a la puerta, para vigilar. Sabía que estaban ahí, lo podía sentir. Tenía que proteger a su padre y la casa a como diera lugar.
A mitad de la noche, tocaron suavemente con los nudillos en la puerta.
—No quieren despertar a mi padre. Esto es peor de lo que imaginaba —se dijo Pili.
Esperó mirando por la ventana, retándoles con su vigilancia. Volvieron a tocar, igual de suave, aunque por más tiempo. Pili se estremeció, sabía que nunca se iban a dar por vencidos y que antes o después tendría que enfrentarse a ellos. La noche siguió así. Ellos tocaban cada cierto tiempo, quedo, como para que sólo los escuchase Pili; y ella seguía vigilando por la ventana, mirando a la calle y a la puerta de la casa alternativamente, esperando el momento en el que se decidiesen a entrar.
Al amanecer, con los nervios a flor de piel, la tensión inmovilizando su cuerpo y la preocupación por su padre recorriéndole la columna, Pili se decidió. Abrió la puerta. Lo justo para salir a la calle. Cerró tras de sí y se quedó allí, en la calle, con los brazos cruzados y la cabeza en alto, dispuesta a enfrentarlos. Ya no tocaron.
—¡Pili! ¡Hija! ¿Dónde estás? —la voz de su padre ya despierto dentro de la casa sobresaltó a Pili.
—¡Afuera, padre! ¡Ya entro!
Pili sacó apresuradamente las llaves para abrir la puerta. No pudo.
—Padre, no puedo abrir la puerta. Ábrame, por favor.
Juan intentaba abrir la puerta desde dentro. Tampoco podía.
—Pili, ¿qué le hiciste a la puerta? No puedo abrir.
—Padre, ábrame, están aquí, por favor. ¡Ábrame!
—Pili, ¡no puedo!
La angustia de ambos se acrecentaba.
—¡Ayuda! —imploraba Pili.
—¡Que alguien abra esta puerta! —suplicaba Juan.
—¡Padre, abra!
—¡Hija!
—¡Padre, por favor! —las lágrimas de terror de Pili empapaban todo su rostro.
—¡Pili! —la desesperación de Juan iba en aumento.
—¡Padre! —el grito de Pili fue desgarrador.
La puerta de la casa ya no se abrió. Pili no pudo entrar. Juan no pudo salir.
- La intrusión - martes 19 de abril de 2016