No me va a creer lo que me sucedió la semana pasada. Como me cambiaron la ruta pa’ la del sur, ahora atiendo a los establecimientos del parque de Envigado. Pero eso fue el lunes hace ocho días. Las tiendas quedan en el parque… pues, alrededor: como por la cuadra del banco, la del edificio de la Alcaldía y hasta detrás de la iglesia. Por eso es que a cada oportunidad que he tenido me voy para la biblioteca a descansar un rato. El parque que bordea al edificio es amplio, de grama pequeña, entonces no molesta para nada si uno se quiere sentar o acostar. A veces me echaba una siesta, poniendo la maleta como almohada y en una buena sombrita, quizá en la parte que da a la vía. ¿Miedo? Miedo de qué si allá sólo hay mariguanos entre amigos, completamente inofensivos. Además la policía vigila constantemente, lo que me da más tranquilidad a la hora de dormir.
Pero, venga pues… voy avanzando más, es que ya he hablado mucho y no he contado nada. Bobadas. En fin. La cosa es que el viernes, de quincena, estaba más pelao que culito de bebé. En serio, tenía como setecientos pesos después de haberme comprado dos empanadas a la vuelta de un colegio. No me pregunte cuál porque usted sabe que yo del sur conozco Sabaneta, pero Envigado más bien pocón. Entonces entré a la biblioteca relajao, porque allá no hay que entregar maleta ni nada sino que a la salida uno debe abrirla y mostrársela a los vigilantes. O a “las”, porque también hay unas señoras muy buena papa. Si usted ha ido, sabe que el edificio negro, la biblio, es un rectángulo que se ve más espaciosa de afuera que por dentro; y por dentro hay dos pisos, con salones a cada lado. El segundo piso tiene estantes de libros, computadores y escritorios para trabajar. Y en la mitad del primero hay un espacio que puede ser vacío, pero que cuando pasó lo que estoy intentando contar había una exposición sobre el cuerpo humano.
Como al minuto llegó un muchacho, como de veinte, de piel como color bolsa de empanada y cara de niño.
Sí ve: otra vez con el viciecito de divagar. Debería avisarme. Yo hablo mucha carreta. Me pierdo y me enredo a veces. Y vuelvo. Vuelvo a que entré, sin plata en los bolsillos pero con el sueldo consignado, o sea, en la tarjeta. Subí hasta un lado donde la gente se puede sentar a trabajar con sus computadores, tabletas, celulares y eso. No saqué el celular de la empresa, que es más rápido, porque ciertos contactos los mantengo siempre en mi teléfono, ¿sí me entiende? Entonces maluco dejar rastro en la herramienta de trabajo. La cosa es que me ubiqué exactamente arriba de la entrada. O sea, en el segundo piso a mano izquierda. Sobre todo el muro es que están colocados los cubículos, como escritorios. De los cuatro que hay hasta la primera columna, sólo estaba una muchacha en el tercero (de izquierda a derecha); el resto estaban vacíos. Yo me senté en el primero, coloqué la maleta encima, saqué el cargador, lo conecté, conecté el celular, saqué los audífonos, los conecté, me los puse. Coloqué unos temitas de bachata que últimamente están pegando mucho y estuve un ratico nomás leyendo noticias. Mantenerse informado, ¿sí sabe? Leí un montón de cosas: que protesta de camioneros, que protestas de maestros, que cierres viales, que aumento en los precios de la gasolina… todo lo mismo, ¿sí me entiende? Pero la musiquita estaba buenísima, así que disfruté hasta de tan malas noticias entreteniéndome con las bachaticas. Sólo al momentico empecé a sentir la camisa muy sudada. Me acordé que tuve la maleta colgada mientras caminaba debajo de un sol inmundo. Pero tenía pereza de llevarme todo. Más cuando había sacado la carpeta para revisar los pedidos. Quería hacer tiempo y evitar aguantar sol sentado en el bus, porque, pues, cuando uno escoge el puesto que cree que no va a tener poniente escoge siempre mal. Uno siempre hace esa.
Me hice el bobo con lo de la camisa. Coloqué otra cancioncita mientras revisaba correos. Como al minuto llegó un muchacho, como de veinte, de piel como color bolsa de empanada y cara de niño. Se hizo entre la mujer y yo. Como uno es tan metido en esta vida, dejé de hacer lo que estaba haciendo, o sea leyendo correos, y me puse a ver de reojo al muchacho. Él se sentó, sacó su celular y ya. Volví a lo mío cuando vi que lo que hacía no era interesante. Al final de cuentas terminé por regular mi temperatura. Por eso no necesité el cambio de camisa al final de cuentas. Aún tenía más de una hora, entonces saqué la libretica de mis dibujos, el lápiz, el borrador, y comencé a rayar cositas.
Cuando estaba terminando un dibujo, como a los diez minutos de haber iniciado (un sinsonte) sentí muchas ganas de orinar. Pero tenía pereza de guardarlo todo, ir, luego volver y sacar las cosas. Qué locha. Pero tenía ganas. Y también pereza. Seguí puliendo el dibujo un ratico más pintando las plumas bien, las patas, ¿sí me entiende?, hacerlo más vistoso pa’ que no quede como hecho por un niño de colegio. Y llegué al límite, casi me orino ahí. De una le dije al de al lado, al care niño, que si me cuidaba las cosas mientras iba al baño. Él intentó decir algo pero yo le dije que no me demoraba ni dos minutos. Salí corriendo por el pasillo, volteé a la derecha en la sección de niños, porque había unos nueve o diez chiquitos con una promotora de lectura estorbando ahí. Llegué hasta el final, me dio permiso la puerta automática. ¡Ábrete sésamo! Jajá. Mentiras. Bajé la mitad de las escalas hasta el baño. Oriné. ¡Descansé, dios mío! Estaba que me moría. Me lavé las manos, tomé un poquito de agua y salí. Mientras iba cruzando la puerta automática me encontré con un amigo. Me sorprendió. Lo saludé para poderle preguntar por qué estaba por allá, porque él siempre ha dicho que le da pereza ir hasta Envigado a muchas cosas, por lo lejos. Yo le he hablado de él, de Juan, ¿no? El de Copacabana. Bueno, en últimas resultó que Juancho se pasó a vivir con la novia a unas cuadras de la biblioteca. Apenas me terminó de contar lo del trasteo, le pedí el celular —me dio su tarjeta— y le dije que tenía que salir rápido. Nada, lo que quería era llegar de una al cubículo. Nos despedimos y salí corriendo por el lado derecho para no tropezarme con los niños. Dejé de correr cuando vi al muchacho ese. Llegué. La mujer ya no estaba. Pillé, eso sí, cuando la columna me lo permitió. En el momento en que iba a hablarle al muchacho, cuando me acercaba al puesto donde estaba sentado yo antes, me di de cuenta que no era el mismo. Me confundí porque los dos usaban pantalón negro, camisa blanca como de evangélico y pelo negro. Pero este se veía más bien parecido. El otro tenía como carita de cholo, con pómulos salidos, pelo liso negro, piel oscura, y brackets… era más feo, inclusive. Y qué susto me pegué, hermano, cuando vi otra cara. Casi grito. Me asusté y corrí hacia el primer piso a buscarlo, pero nada. Miré adentro de cada sala y nada; subí e hice lo mismo en el segundo piso, y nada. Por el susto hice la bobada de bajar para volver a subir. Ni en los computadores ni en la zona de libros. Volví a bajar, a preguntarle al vigilante por el muchacho. Se lo describí: tez canela o casi kraft, como bolsa para empacar empanadas; cara redonda, ojos color negro, salidos, pómulos pronunciados; boca grande y brackets; delgado, vestido como testigo de Jehová; mide entre 1,65 y 1,70. El vigilante dijo que era difícil concentrarse en gente específica aunque sí creyó ver a alguien parecido salir. “No se lo garantizo”, dijo. Seguí buscando como loco arriba y abajo hasta que una empleada de la biblioteca me paró para preguntarme por lo que buscaba. Algo hiperventilado repetí la descripción y lo que pasó, pero ella no supo decirme tampoco si sí había visto al muchacho. Salí bajando las escalas que dan al parquecito de afuera. Caminé por la manga, mirando hacia todos los lados creyendo que quizás él estaría por ahí sentado. Le di toda la vuelta al parque, pasé por la otra entrada de la biblioteca que tiene al frente una manga con cara de parque —sin construir—, y llegué al mismo sitio. Me estaba enojando, pero también asustando. ¿Por qué? ¡Le parece poquito lo que me estaba pasando! ¡No ve que en el celular tenía material privado! ¿Qué material? Cosas privadas, ¿sí entiende?, como fotos, videos y esas cosas. Fotos muy comprometedoras de mí y de la negrita. Se imaginan. Qué problema.
Entonces caminé hasta el parque principal, di vueltas haciendo lo mismo, pero vi a un policía y fui hacia donde él. Le conté y me explicó que debía poner el denuncio, que si quería podía llegar a la estación cercana al parque —me la señaló— para completar la diligencia. Así no me hubiera servido de nada, le agradecí al señor agente. Después fui hacia un teléfono público, pues debía al menos intentar llamar al celular a ver si alguien lo contestaba. Sé que debí hacerlo de inmediato, pero no sé por qué no lo hice. En fin. Marqué el 03 y los otros diez números de mi celular, timbraba, timbraba, pero nadie contestaba. Volví a marcar, pero la misma historia. ¡Claro! Obvio recordé que tenía el celular en vibración porque estuvo todo el día guardado en la maleta, para que no me molestara cuando hablaba con los clientes. Tan idiota no lo supe desde el comienzo. Ahora mucho peor. Lo raro es que no lo hayan apagado. Bueno, quién sabe si él también me estaba buscando. O de pronto le quitó el sonido para que entraran llamadas, pero que no lo molestaran. ¿Quién sabe? Me bajé, caminé hasta el puente, di vuelta hasta la universidad de por ahí, donde se mantienen esos pelados con batas de médicos regados por ahí, y terminé nuevamente en la biblioteca. Otra vez fui a donde el vigilante a ver si lo había visto. Él me preguntó que para qué lo necesitaba con tanta urgencia. Respondí diciendo “me tiene unas cosas”. Y qué cosas, preguntaba de nuevo, y yo, pues, decía que cosas mías. Él dijo que igual no lo había visto. Yo subí, me senté donde estaba —ya no había nadie—, saqué las cosas de dibujo y traté de hacer un retrato. Pensé en las facciones: la boca, los ojos, el pelo, las cejas… lo hice en unos veinte minutos, bien concentrado. Pasé por algunas salas del segundo piso preguntando si habían visto al sujeto del dibujo. Nadie dijo nada. Bueno, unas niñas sí, pero preguntaban demasiado. Yo creo que me estaban tomando del pelo. No podía revelar información, lo de las fotos mías y de mi novia en bola. Obvio no. Les decía lo mismo que le dije al vigilante: nada. Bajé y traté de preguntarle a los del parque. Mala suerte también.
Me desentendí del tema aunque eso obligara a que debía estar pendiente de Internet, de que esas fotos no se vieran, de que la honra de mi novia se mantuviera intacta.
Ya me estaba como cogiendo el enojo, el nerviosismo y la decepción, pero continué buscando. Decidí ir a la estación de policía a poner el denuncio. Llegué más rápido de lo que pensé. De una me atendió un auxiliar de los que prestan servicio militar que tienen cara de pubertos todavía. Entonces, la cosa es que le dije los objetos que había perdido: casi todo del trabajo, a diferencia de un celular y mi billetera. Él lo anotó todo en el sistema y me imprimió el denuncio. Dijo que así podía ir a la registraduría y al banco a sacar los duplicados. Pregunté si ellos iban a hacer algo para encontrarlo. Respondió que dado que no fue un robo como tal sino un descuido mío, entonces que no creía, y que también que porque supuestamente era sólo un celular y cosas de trabajo. Es que ni siquiera la billetera tenía plata. Por último le mostré el retrato que hice, pero colocó una cara de “no insista” que me hizo salir desmoralizado.
Ni sabía si iba a aparecer todo o no. Yo, personalmente, me desentendí del tema aunque eso obligara a que debía estar pendiente de Internet, de que esas fotos no se vieran, de que la honra de mi novia se mantuviera intacta y que su lindo y rellenito cuerpo moreno, precioso, terminara por alimentar la perversión de toda clase de depravados que hay en la red. Me daba miedo ser la comidilla de todos aunque tendría que aceptar la pérdida de mis objetos. Regresé a donde había buscado, saqué copias del boceto dibujado con la cara del muchacho, lo pegué en cada poste que iba encontrando al darle vueltas a la biblioteca: por el lado derecho y su suave subida o el lado izquierdo con la calle empinada tipo Inception. Volví a la biblio con el dibujo en mano, pero en ese mismo momentico los vigilantes se enojaron más conmigo al verme, todo por mi insistidera. Me rascaba la cabeza y respiraba como loco, de tanto estrés que estaba manejando. El último soplo de esfuerzo me hizo deambular por las aceras delgaditas del parque, pasar en frente de la iglesia y preguntarles a los señores desempleados por la suerte de mis pertenencias, caminar más hacia arriba, alejarme del parque y terminar en un barrio popular al lado izquierdo de la quebrada Ayurá donde volví a preguntar lo mismo. Creo que el cansancio y la locura se juntaron, digo yo. Y lo digo porque no tengo mucha memoria de las calles que caminé, de a cuántas personas paré de sopetón a preguntar algo que no sabían… No supe nada porque ciego caminé, automáticamente, hasta que pude ver la calle que conduce a la biblio, pero no la empinada. Ya consciente, concentrado, decidí dejarlo todo así y llegar a la casa de mi hermana, que fue la única que heredó el talento culinario de mamá. Ella me esperaba con una comida casera, de esas que no sólo alimentan sino que reconfortan el alma, por el cariño y dedicación con que se hacen, ¿usté sabe, sí? Pues bien, apenas llegué a la casa de Roberta, sin maleta y sin celular, decidí contárselo todo: nuevamente, paso a paso, narrar lo sucedido. Creo que al final de cuentas dije más de quince veces lo mismo. Entonces, le expliqué el porqué de mi demora sabiendo que yo salía más temprano; expliqué mis caminatas, mi desespero, mi insistencia, mi miedo, mi vergüenza y el fantasma que no me abandonaba, la vocecita que me decía “lo van a publicar…”, hasta que Roba, de sopetón, como si matara una mosca con sigilo, preguntó un poquito alterada por el cuento tan largo y tan tedioso: ¡Y por qué, no sé por qué, no empezaste preguntando si había una oficina de objetos perdidos!
Claro, al otro día fui y todo en regla, ¿sí me entiende?
Y ya.
- Gilberto Ibarra - sábado 30 de septiembre de 2017
- Le revuelco su mierda - jueves 24 de agosto de 2017
- Visita - sábado 17 de septiembre de 2016