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Gilberto Ibarra

sábado 30 de septiembre de 2017
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Gilberto Ibarra fue mi vecino. De en frente para más exactitud. Fue quien le gritó a papá: “cuándo van a parar la bulla esos locos”. Papi calló, sabio y sereno. Cómo no, si tomábamos mi hermana y yo unas cervecitas oyendo música a volumen moderado. Una cortinita relajada, por así decirlo. Que a don Gili, a su cara arrugada y fruncida, a sus piernas de joven y a su bicicleta, qué le iban a importar argumentos ajenos. Cabe aclarar que odiaba el apodo de “Gili” porque le sonaba a gilipollas.

Saltábamos en las camas, imitábamos a los músicos. Don Ibarra, el cara de Me-Chupo-Un-Limón-Eterno, asomaba su nariz por un agujero en la cortina —segundo piso— y nos callaba…

De niño lo ignoré hasta que apuñaleó un balón que tanto quería. Uno pecoso blanco y negro que decía Mikasa, el único que tenía; una pérdida más dramática. Mi derecha atronadora lanzó la pelota a su protegido jardín de flores —ni idea cuáles— y arruinó algunas. La vergüenza me hizo pedir disculpas, aunque él decía que era “para que aprendiera una lección”.

Quemado por el sol igual que Hammurabi, también usaba la misma ley: ojo por ojo. Flores por balón.

Katherine y yo compartíamos habitación. ¡Claro!, los mellizos inseparables de su cuarto y el bebé —Valentina, en dichos tiempos lo era— en el otro cuarto. Así es en todas estas casas de tres habitaciones. Y cuando cerrábamos la puerta, Kathe ponía a reproducir un CD recién comprado de una banda muy de moda en su tiempo, Ekhymosis. Saltábamos en las camas, imitábamos a los músicos. Don Ibarra, el cara de Me-Chupo-Un-Limón-Eterno, asomaba su nariz por un agujero en la cortina —segundo piso— y nos callaba… o eso creía… con un “shush” a lo canino. Un 94% de las oportunidades ni oíamos.

Si no era cantar era jugar Nintendo, y cuando tocaba su turno, yo ventaneaba pasar gente. Don Gili dejaba el pedazo de cortina abierto, podía ver su televisor de perilla y un cuadro de la virgen. Aunque si me veía, la cerraba de inmediato. Luego le contaba a Kathe sabiendo que caeríamos de la risa. De seguro nos oía. Decíamos que su cuarto tenía color a viejo: beige.

Creciendo, peor. Uno adolescente, él era el reportero de acá. “Si vio a su hijo en el estado en que llegó, ¿eh?”; “se ha vuelto un experto vomitador, ¿cierto?”, decía a papi. Porque nunca, NUNCA, le dijo nada a mamá. Siempre era “¿y el señor de la casa?”. Por tanto, le puse azul (¿de metileno?) con agua y un huevo podrido en las escalas de entrada. Lo que llamábamos peo químico. Inclusive pensé tanto en venganza que dejé a mi cámara (regalo de la abuela Sofía) grabar la reacción cuando sucediera. Infortunado que no sucedió. El rollo murió antes de capturarlo.

De grandes, y siguiendo con lo que les decía, continuaba con lo suyo de no dejarnos en paz. Yo pensé siempre que logró jubilarse a los cuarenta, o antes, porque desde que tengo uso de memoria lo he visto ahí, saliendo apenas en las mañanas montado en su uniforme pegado al cuero y su bicicleta de ruedas delgaditas, hasta que cuatro horas después regresaba con ella arrastrada y la cara sudada. De resto: o flores o ir a la tienda o echarnos la culpa de todo.

Me acuerdo que en el colegio le intenté hacer brujería, jajá. Éramos unos idiotas: un compañero recibió de cumpleaños una tabla ouija de algún primo en alguna ciudad americana. Intenté pedir que lo mandara muy lejos de mi casa, así fuera a la tumba. ¡Qué podía hacer! No me miren así. ¡Tenía quince años y él no me dejaba quieto!

Era graciosa la situación. Entre más soplón era, y más gruñón, mis ataques se volvían más creativos: decirle al señor que vendía las verduras en el carro, parqueado a unas dos cuadras, que don Gilberto me había mandado por cinco mangos… él pagaba después. Yo hacía la compra que mamá pedía para el almuerzo, mi coartada perfecta.

Todo se lo creía el verdulero. En la noche de Nintendo, Katherine y yo comíamos mango con sal, limón y pimienta cortesía de don Gilberto Ibarra.

Y me falta, cómo olvidar, jajá, claro… cuando, ya graduado de la universidad, ido de la casa de papás, llegué a presentar mi nueva novia Ana María. Ahora me río, antes no tanto.

Mamá tenía el almuerzo perfecto de sábado —garbanzos con pierna de cerdo—, yo más motivado para que se conocieran. Sólo que cuando olvidé un postre en el carro y tuve que dejarla en la puerta de entrada —sin haber golpeado—, la puse en la boca del león: le contó el terrible vecino que fui durante toda mi existencia en el barrio. Al volver, tan siquiera, ella con sus ojos aguados tenía la señal de estar aguantando la risa. Me dijo, enterrando sus uñas en mis brazos: “abre que me orino”. A mí tanta no me dio. “Viejo bobo”, pensaba.

Imagínense, ni ido me dejaba en paz. En últimas le dio rabia que le dijera que su casa era un museo sin mantenimiento y que era mejor si se conseguía al menos un amigo, o un loro. Qué culpa tenía yo de haber visto apenas desde afuera la mitad de un comedor de madera, dos sillas, un sillón de cuero rojo quebradizo y ese baldosín vino tinto parecido a casa de finca.

No hubo visita mía en la que no lanzara un pero. Yo le gritaba cuando peor me cogía. Mama me calmaba, entrábamos. Peor si visitábamos Katherine y yo. Ella vivía y estudiaba en la capital, nuestros encuentros eran en vacaciones. Y él lo odiaba. Así que una vez que mami y papi se fueron para Boyacá donde la abuela Sofía, decidimos mandarle mariachis a la casa desocupada de al lado. Ambos reíamos en el cuarto al igual que en noches de Nintendo.

Cada vez fastidiaba más lo que hacía o decía. Ya incluso su propia cara me daba tanta ira que le tomé unas fotos sin que se diera cuenta y pegué volantes con estilo de la policía —repito, ya no vivía por acá— en los postes, diciendo que era un pedófilo perseguido y que se daba recompensa si llamaban a TAL número… el de esta casa. Lo positivo es que luego de la broma, reía al contarle a Kathe cuando chateábamos. ¿Sí saben qué es chatear? Nah, bromeo…

Aunque a lo que nos une aquí… No puedo negar que me conmocionó la noticia. Papi me llamó a eso de las ocho. Para las once de la noche ni podía conciliar el sueño. Anita —mi esposa ahora— me preguntaba si era por la noticia de su muerte. Claro que era el motivo.

Durante todos los días que sucedieron a la llamada de papi, en mi cabeza no paraban de aparecer recuerdos compartidos durante veintidós años pasados en frente suyo. Todos, incluyendo unos que creí olvidados. Llegaban en desvelos, insomnios, para dejarme despierto. Debía darle vuelta a la bebé, intentando sosegarme con resultados no satisfactorios.

Tengo treinta y cuatro, viví veintidós al frente de su casa y tuve que tenerlo en un cajón para haberlo conocido bien.

Mamá me pidió que viniera; no quería hacerlo. Argumentaba que “mal que bien tuvieron una relación”. Me sentía como Daniel yendo al funeral del señor Wilson. Pero vine. Confieso, adicional, que sentiría tranquilidad al llegar, aunque fue todo lo contrario: con sólo abrir la reja, subir la escalinata, ver las flores… ¡LAS FLORES!… aún erguidas… y pasar el umbral, sentía un escalofrío y una piel de gallina que supuse acabarían al llegar, aunque fue todo lo contrario: el frío en mis manos, mis pies, la resequedad en mi garganta y una sensación de incomodidad aumentaban. Pero entrar no fue todo. Fue ver las escalas para el segundo piso, los cuadros de estrellas del ciclismo de antaño, fotos familiares —sorprendente verlo sonreír—, los sillones, el mueble, el reproductor de discos acetato y el patio intocado… nada cesó. Ni cuando me senté al lado de un montón de desconocidos, ustedes, más mamá, a escuchar remembranzas de un sujeto a quien conocían por ser un parco inteligente, irónico y sagaz en sus palabras. Adicional a un corazón generoso, lo que dicen además los vecinos que están aquí. Seguían hablando, compartiendo anécdotas e historias inverosímiles, y mis manos eran ya de hipotérmico, mas mi garganta era un desierto: polvoroso y seco. Mamá me preguntó por lo que me afectaba, pero no le pude responder. Aquí parado, luego de haber compartido esto contiguo a don Gilberto Ibarra, igual a siempre, sigo temblando. Con la diferencia de que apenas caigo en cuenta de la razón: tengo treinta y cuatro, viví veintidós al frente de su casa y tuve que tenerlo en un cajón para haberlo conocido bien: o si a esto que sucedió hoy se le puede llamar conocer.

Escuché que le gustaba la salsa de Nueva York. Como a mí.

Dios lo bendiga, don Gil.

Pedro Madrid Urrea
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