Este es el día cualquiera de un verdadero bobo hijueputa.
Yo lo que salí fue con ese diablo adentro. ¡A lo bien! Ser grande es una gonorrea, prójimo. Uno que trabaje allí, que vaya pa’llá, que tín, haciendo cosas que no quiere hacer, complaciendo gente que no es de los de uno y con esas ganas de volver a ser chinga, ¿sí sabe, mi fay?: armando un picao o soyándonos los temitas.
La calle estaba demashiao fría, por un aguacate que cayó impreshionante. Tanto que había un hi’eputa tronco se metió en la salida de mi casa. Era un tronco grande, cucho, bastante; a lo bien, había durado, sin mentirle, décadas. Ahí mismito. Inclusive después de haberle echao tanto cemento al barrio. Pero duró hasta que un rayó lo partió y me dejó el coche encerrado.
La vuelta fue pensar en cómo quebrar ese hijueputa hasta que me acordé del machete. Fui y volví en pura hijueputa, y le di como con rabia, ¡taque!, unos batacazos como si fuera de esos locos de las películas de miedo, cortando al muerto. Se sentía una chimba, cucho, dándole duro a ese palo, hijueputa, ¡y tenga pa’ que aprenda!
El muy carechimba rosó el carro y le hizo una raya grande en las dos puertas. ¡Una raya la hijueputa, mi fai!
Lo saqué del garaje y casi que lo rayo con una astilla, aunque me salvé. ¡Qué susto! Igual, ningún árbol puede conmigo.
Las vías estabas todas mojadas, mi niño… resbalosas, jm, ¡qué susto! Tocaba manejar con cautela, manejando la sornería, y más yendo por La Playa que tiene a tanto busero y tasista loco, gritones alborotaos, pirobos. Es que, pille, bajando casi por la Oriental, un pirobo de un tasi se quiso hacer el muy bravo robando vía, pero se encontró con uno más fino. Pero el muy carechimba rosó el carro y le hizo una raya grande en las dos puertas. ¡Una raya la hijueputa, mi fai! Si la hubiera visto, pito. Y el conchudo se baja, me mira, me bravea y cree que yo le como cuento. Pero me le paré, sin mente, y se la solté:
—¡¿Cuál es tu güiro, pues, gonorrea?!
Salió del taxi y me miró otra vez con una cara de ocho.
—Vos sos mi problema… ¡PIROBO!
Me bajé, lo señalé, inflé pecho y caminé señalándolo. Tenía estas cejas fruncidas y lo miraba con rabia. La propia liendra, ¿sí pilló?
—¿Entonces?… O me pagás por el rayón o ya sabés… —me mostró un rayoncito chiquito, de nada.
—¿Rayón? Bobo, marica. Si yo llevaba la vía y vos te metistes. Me tenés que pagar VOS por mula.
—¿Que qué?
—Por bruto, malparido. ¿Te sacaste el pase en un paquete de chitos o qué? Manejás como vieja.
Se emputó. Yo tenía como ganas de tropel. Desde lo del árbol y la lluvia, venía toriao. Y el tasista me dio chico pa’ armarle tropel, por marica.
Me le paré derecho, pecho’e palomo como decía el cucho. Lo miré a los ojos y le dije “ponela como querás” y le amagué con un cabezazo, ¡tiin! No reviró. Le volví a decir que me pagara lo que hizo.
—¡Ni puta mierda, gonorrea! —Me respondió.
Y ahí sí que me aletié. Le pegué un cabezazo y un pechero. ¡Tenga! Me dijo “tenés que pagarme vos, gonorrea” y se metió al tasi a sacar la cruceta. Ahí sí se hizo el duro, la muy loca, meneando esa mierda como si fuera capaz, pero qué va, niño, eso es muy pesao pa él y, claro, ahí mismito la mano le empezó a temblar y yo que le agarro la cruceta y se la mando pa la puta mierda. Le volví a decir que me pagara, pero antes de terminar ya estaba la muy flor corriendo para el tasi. Corrí también y me quedé en la puerta, agarrándola duro y diciéndole un poco de chimbadas pa que no se fuera. Ahí fue que le mandé el segundo pechero, que le coneté incluso con algo de cumbamba. No dijo ni chimba. Me volvió a mirar, colorado por el puño, pa’ decime que todo bien, que él pagaba.
Me pasó los billetes, fue por la cruceta y se abrió del parche. Todo el mundo estaba mirando como raro, y los tombos ni se aparecieron.
Llegué al camello. Ahí en pleno centro, entre Colombia y Tenerife, la parte más candeluda y pesada del trocen.
Ya el parqueo lo estaba haciendo en otro chuzo que me estaba cobrando má’barato. Queda a tres cuadras de la fábrica. Melito. Llegué al camello, entonshes, al segundo piso donde están todas las máquinas de coser, filetiaoras y cortadoras. Yo soy ténico en sistemas, ¿no le’ije? Allá reparaba impresoras, istalaba sowar, mantenía redes, todas esas chimbadas, ¿sí me entiende?, además de chuparme los quejidos de vieja cansona del cacalán del camello. Ah, es que vea que yo trabajaba siempre independiente, relajao en mi vuelta, nadie me jodía. Pero llegaba él, alborotando ese pelo rojo y moviendo el culo de un lao a otro, y con esas gafas de nerd, cucho, como pa’ sonalo. A lo más bien. Siempre se creía de mejor familia y hablaba con un tonito cansón.
—Eduardo. Veo que llegó tarde —lo decía como con un cantaíto, la gonorrea. Y como el cacorro de Betty la Fea, se movía con mano en cintura y la otra con el metro.
—Vo’es que no me quitás los ojos de’ncima ¿o qué?, home —mirada de ocho pa él.
—Usted sabe que estos días son los más complicados para la fábrica. Por favor no se ausente ni llegue tarde. No ve que uno de los computadores tiene la red mala y no he podido recibir unos diseños. Arréglelo ya, por favor. ¡No aguanto el estrés!
—¡Como ordene, comandante marico!
Ya había cogido la curva, pero el comentario hizo que voltiara de un movimiento, ¡tan!, y se le alborotó ese crespero y de dos pasos llegó a mi puesto.
—¿Exkius mi? —Se creía muy gringo el hijo’eputa.
—Sí. Que como ordene, mariposo.
—No me diga así.
—No me jodás, mariqueta, que no estoy de humor. Abrite de una vez, o ya sabés…
“Don Ricardo, Don Ricardo…” salía gritando la loquita, acusándome con el duro. Le dijo que había llegao tarde, que le había dicho mariposo y que la homofobia no sé qué hijueputas, y que esto otro, y nada… no ves que apenas se abrió pa el taller Ricardo llegó a mi puesto a decime:
—Eduar… relajate. No seás tan pendejo, dejalo trabajar. No ves que es un niño. Es calidosito y nos sirve mucho, pero es un niño.
—Muy cacalán.
—También.
Desde ahí me puse piloso con el camello. Tenía que reparar una ré que estaba shaturada, le di espacio al mariposo pa’ que descargara el diseño, istalé otra impresora en la oficina del Richar y el resto del tiempo me la pashé en yuyis viendo negras con culos grandes que me pusieron como pa partir panela. Fui al baño y me jalé la nutria unas dos veces; esas morochas me pusieron más caliente que un putas, niño.
Saqué el coche y me fui como alma que lleva el diablo. Yo sabía pa’onde iba: pal bar donde los socitos, pal Lalinde.
Apenas salí me acordé que no había melado. ¡Claro, qué güeva! Con tanto camello que hubo en la mañana no pude ni pensar en la coquita.
Luego del almuerzo, de pegarme una buena cagada y de media hora más de “trabajo”, me abrí. Le comenté a Richar que tenía que hacer unas vueltas en el centro. Él que “todo, bien; relajao”, y no le puso problema, pero sí lo hizo la marica, mirando feo y diciéndole cosas a Ricardo. Obvio él no le hace caso.
Salí direto pa’l parqueadero. Saqué el coche y me fui como alma que lleva el diablo. Yo sabía pa’onde iba: pal bar donde los socitos, pal Lalinde. Yo que siempre iba de a tres o cuatro veces por semana, en esa no había podido ir sino una, el lunes. Y eso que no me queda lejos, es por el Hotel Nutibara.
Allá llegué a pedir de una lo mío de siempre: brandi doble sin pasante.
¡Tín! Pa’entro.
Le hice señas al cucho José pa que me sirviera otro. Se demoró más en servir que yo en beber, ¿sí me entiende? Me tomé otros dos igual antes de salir por un garro afuera. El último brandi me entró demashia’amente mal. Quería un cigarrillito pa bajalo. Y se shintió rico, perro, sisas. Los ploncitos luego de esa candela se’intieron ricos.
Volví por otros dos tragos. Pero ya me estaba mariando feo, mera prenda. Tocó parar ahí los traguitos.
—¿A cuánto mi amor? —a la vieja que le había echao el ojo desde que llegué, una de esas coperitas.
—Cuarenta y cinco con pieza, papi —se voltió, puso su mano en una de las sillas vacías de la mesa donde yo estaba y me miró—. Pero pa’usté, más barato.
Y me lanzó un pico.
—¿Y cuánto es eso?
—Cuarenta, mi amor.
Yo era como que “¡uyy, quieeeeto! Muy billetudo”. Estaba gordita y tenía raro un diente de adelante. Le ofrecí un chorro pa que se calmara y luego me abrí del parche, había unas liendras que siempre terminaban dando bala cuando se trababan, y yo a esas cosas no le volví a dar.
Regresando al rancho comencé a sentir el efeto del chorro, de las pajas, del porno y de la perra. Esa malparida me hizo dar una parolera retardada. ¡Piroba! ¡Estaba que lo metía hasta en un hormiguero, home! A lo más corretto. Era como ir alternando la mano entre la palanca de cambios y mi palanca. Ya la mano estaba pegotuda, ¿sí me entiende? Estaba casi listo y no quería desperdiciar la calentura. Quizás con Juana, la pollita que me como de la cuadra, podía quitarme este problema. Juana, la que se mantiene de chores de yin. A esa. Un sabor. Y yo que iba tan caliente… una chimba.
Llegué al barrio.
Había que buscar un buen punto pa’l parqueo. A veces me quitaban el puesto que siempre había tenido este carro. Ahí tocaba otra vez aletiarse y braviar.
Caminé de una pa’onde Juana.
Me paré al lado de su casa y le grité. Quería que saliera por la ventana y me dijiera “ya salgo, papi; dame cinco”, como siempre. Pero salió fue el marido, mi papá, ¿sí shae? Me hizo señas de querer problemas, y yo le seguí la corriente. También le hice señas pero pa que bajara y arregláramos como varones, no azara.
—¡Bajá, pirobo! —le grité y le hice fokiu.
Cerró la ventana y la cortina. Creí que se le había arrugado. A los segundos abrió la puerta y salió igual que yo, con el diablo adentro. El cacorro ese llegó a ponerse al frente mío como si nos fuéramos a dar los picos.
—¡¿Cuál es tu chimbada con mi mujer, gonorrea?!
Juana volvió a joder. Aunque fue direto a’garrame el chimbo y a decime “luego arreglamos”, dándole la espalda al marido. Me dio un pico con lengüita de afán, agarró a su marido y se entraron.
—Le revuelco su mierda, na’a más. Lo que vos no hacés, cacorrito.
Se alejó un roce y siguió preguntando chimbadas.
—¿No querés comer natilla en diciembre, perro?
—Suene el primero, cucho, y luego hablamos.
Y ¡tenga!, que lo empujo y pa’l suelo. Y ahí fue que le empecé a dar pata, en la espalda, duro; pero Juana apareció y me paró. Estaba como una fiera dishiendo cosas, que dejara de ser salvaje, que así no se arreglaban las cosas. Yo le dije que no estorbara, la corrí y seguí con la pata. Yo estaba melo, contento, porque quería que sintiera lo que es ser cascao por un hombre, que shintiera las botas de un macho.
Juana volvió a joder. Aunque fue direto a’garrame el chimbo y a decime “luego arreglamos”, dándole la espalda al marido. Me dio un pico con lengüita de afán, agarró a su marido y se entraron, pa’ evitar que más vecinas chismoshiaran.
—Se acabó el show, metidos. ¡Suerte, pues! —les dije a todas las viejas y viejitos metiches.
Llegué a la casa con mera senshación de vittoria. Antes de abrir la puerta miré pa todos lados de la cuadra, como sintiéndome bien. En el día no me había dejado de nadie y nadie me pudo joder. Metí la llave y abrí. Me senté en la sala, tomé un garro y lo prendí. Me soyé los ploncitos relajao en el sillón grande.
—¡Eduardo José! ¡¡Baje los pies de ahí!! —llegó la cuchita y de un grito me hizo bajar los pies de la mesa.
—¡Pero mamá! —estaba muy cómodo.
—Y quién le dijo que podía fumar dentro de la casa. Se va, ¡pero ya!
—¡¡Pero mamá!!
—Pero nada… ¡José! Me tiene que hacer caso.
No había ni siquiera terminado el garro y la cucha que me hace salir a fumar afuera, cucho.
—Y no se demore. Cuando acabe tiene que ir a la tienda.
¡Ahhh, qué putería, mi fafá! Uno con treinta y cinco y todavía siendo tratado como un niñito, pa. Qué gonorrea. Me tocó botar la colilla, ir por la plata y caer donde don Alcides por unos huevos.
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