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sábado 17 de septiembre de 2016
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“Desde el banco, por esa misma cuadra, seguí derecho hasta que encontrés un niño Jesús. De ahí voltiás a la izquierda, seguí dos cuadras y luego, en la esquina, otra vez a la izquierda unas tres cuadras más… o dos y media. El caso es que donde veás un carro Chévrolet rojo, ahí es”.

Le sigo cada una de las instrucciones, recordando con exactitud los giros y vueltas para así evitar perderme. Estar en un barrio que poco conozco es difícil.

Previo a la llegada, a media cuadra del carro rojo que acabo de ver, hay una tienda: sé y ella sabe que necesitamos cerveza, a juzgar por el inmundo calor y la asquerosa sensación de bochorno que hace que la ropa se pegue. Parecemos chilapos, sabaneros del Caribe, aunque vivamos en los Andes.

“Dos cervezas de litro”, le digo a la señora regordeta y bigotona del mostrador. Un billete de cinco mil, recibo las botellas —destilando refrescante sudor frío— para poder avanzar. Pocos pasos me separan del portón blanco que me llevará por un pasillo con varias entradas hacia los bloques residenciales como cajas de cigarrillos. El de Lena es el del fondo, el que se ve desde la portería. Acciona la puerta al saber que llego, entro, subo los cinco detestables pisos hasta pararme en la puerta, poner una de las botellas sostenida entre mis muslos pa’ poder tocar el timbre. Toco varias veces, sólo para joderla.

Me acompaña en la sala, toma un paquete de cigarrillos mentolados del bolsillo de su camisa para prenderlo, no sin antes ofrecerme un blunt sin prender que hay, escondido, entre algunos libros de su mesa de centro.

“Te la empaco, ¿o qué, güevón?”, dice, a medida que la oigo acercarse. Abre. Me recibe con sus ojos pequeños, su sonrisa don’t worry be happy y sus brazos abiertos. Llevo trabajando en Envigado dos meses, lejos de mi casa, pero ella me ha dicho que caiga cuando quiera. Y ese cuando quiera es ya.

Recibe una, me quedo con la otra. Nuestro saludo consta de pico en mejilla, abrazo y el acostumbrado “qué más”. Camino unos pasos hacia la sala, donde está su pequeña gata que me mira con escepticismo. Tras dejar la botella en la mesa de centro —a la espera por Lena, quien fue a guardar la botella y a sacar dos vasos—, le hago señas a la gata para que se acerque a jugar, pero la pequeña sale corriendo.

—Es más miedosa, parce —dice Lena regresando de la cocina con dos vasos rojos extraídos de alguna fiesta gringa de teen movie. Me acompaña en la sala, toma un paquete de cigarrillos mentolados del bolsillo de su camisa para prenderlo, no sin antes ofrecerme un blunt sin prender que hay, escondido, entre algunos libros de su mesa de centro. Como toda artista, su casa está llena de pequeños detalles coquetones como libros de ilustración, novelas, cuadros en las paredes y en el piso, una repisa con elementos como cámara, aerógrafo, lata de aerosol y una escultura de pinceles. Yo estoy sentado en un sillón cercano a la puerta, ella en frente.

—Sentite como en casa —se oye desde la cocina, como también se oye abrir la nevera.

—¡De una! —y me recuesto en el sillón.

De fondo suenan canciones de la banda británica Muse, un buen gusto compartido.

—No habrá por aquí un parquecito donde podamos fumar relajados —pregunto, cortando el bajo synth de Starlight.

—Había, parce… no ves que uno, que queda como a cinco cuadros, fue cerrado que porque estaban fumando ganja ahí.

—¡Y qué hijueputas!

—Marica, eso mismo digo yo.

—La chimba, pero es que ya el marihuanero no es el mismo viejaguardia ocioso de esquina.

—Pero no sé quién denunció y la Alcaldía pensó que poniéndole barrotes de colores alrededor podría hacer algo. Así hay mucha gente perjudicada. No sólo marihuaneros.

Servimos cerveza en los casos rojos; ella continúa con su cigarro y yo tengo en mi boca el largo y marrón blunt que urge ser encendido. Ambos tomamos un poco y lanzamos una expresión de descanso cuando la cerveza baja por la garganta para alojarse en nuestros estómagos. Dulce frescura.

—Lo maluco —prosigue— es que es el único parque con buen verde que hay en este barrio. Es que la cagada fue mucha… cómo se les ocurre que un parque público debe ser cerrado a las seis de la tarde, ¿eh?

—Privatizando el espacio público, aunque para nadie.

—A lo bien.

Recibe el blunt. Yo ya he fumado siete veces y empiezo con la ligereza mental-corporal de esta marihuanita.

—Pero uno también tiene que reclamar —digo—; o sea, demostrar que eso no es tan malo. Legalícela usted mismo al no tener prejuicios con eso. Es un estimulante más, como el café o el licor.

—Exactamente —dice, pero al instante tose: regañada por el porro.

—Tomá pola —recomiendo, cosa que ella hace con obediencia. Sorbe unas veces más, fuma otras más, me lo enseña y yo le doy cuatro nuevos plones. Lo roto pero ella hace señas como diciendo que así está lista. A juzgar por los ojos con que me recibió, diría que ya fumó. Aunque el blunt estaba entero.

—Marica, es que ahora me fumé una patica que me quedó.

—Con razón.

Ambos tomamos más cerveza, llenamos de nuevo los vasos y otro sorbo.

—¿En qué íbamos? —Dice Lena.

—¿En qué…? —intentando hacer memoria pero es un acto fallido, pues no puedo llegar al punto que dejamos.

—En lo del parque, ¿no? —dice.

—¿Pero qué del parque?

—¡Ahh! —eureka para Lena—. De que lo habían cerrado por unos marihuaneros.

—¡Claro! Que cada quien la legaliza. Ejemplo —cogí el hilo—, mis papás y hermanos saben. Yo he hecho, o he intentado, que eso no sea problema. Que me vean responsable, pero con gusto por el moño.

—Ojalá yo pudiera. Ya porque vivo sola y mis papás han visto patas en el piso o empaques como ese —señala al del blunt— de la mesa. Ellos son muy tradicionales. Si hasta ni les gusta que haya dejado mi trabajo como diseñadora para dedicarme al dibujo. Ellos decían que eso de las artes no da plata, que no estudiara artes plásticas ni por el “berraco”, ¿sí me entiende?

—Qué vuelta.

—Sisas. Mis papás no han sido muy amigos de que yo sea artista y que mi círculo esté lleno de locos: músicos, escritores, pintores, chefs, etc.

—Pero bueno, así son ellos.

El señor, como todo señor, usa camisa a cuadros, pantalón negro de dril, zapatos y pelo cano.

—Y los quiero.

—Por supuesto.

Más del líquido y del humo. Me pregunta por mi trabajo, por las clases de inglés que doy a unas cuadras del parque de Envigado, tan lejos de mi casa al otro extremo del Valle de Aburrá. Trato de explicarle los pormenores del laburo, que me tiene como loco andando en transporte público por horas.

—Bacano —sentencia.

—Lo bueno es que me queda tiempo para escribir.

—Eso está bien.

De instante suena el timbre del portón. Ella se inquieta un poco y dice que es su papá, que cero conversaciones sobre ganja. Prende un cigarro para disipar el olor aquel. Me pide, además, que guarde el blunt. Mientras ella espera a que su papá suba los cinco pisos del bloque, yo uso el paquete, meto el susodicho, tapo la abertura y, con candela, lo sello. Así deja de oler a carbón de envoltorio de tabaco para marihuana. Así el empaque diga “for tobacco uses, only”.

Llega, entra, saluda a Lena y le entrega una bolsa con vainas pa’l mercado. El señor, como todo señor, usa camisa a cuadros, pantalón negro de dril, zapatos y pelo cano. Se sienta muy cerca de mí, más que de su hija, pero yo me paro y lo saludo, diciendo “mucho gusto, Alejandro”. Él asiente y toma asiento, en rima.

—¿Y qué más, Lena, cómo has estado? —Lena va hacia la cocina a guardar lo que su papá le ha traído.

—Bien, papá —responde desde allá—, con mucho trabajito.

—Gracias a dios.

Yo tomo el restante sorbo de cerveza. Guardo silencio para no cagarla con algún comentario. Él me mira de arriba a abajo, se rasca la cabeza y dice:

—¿Y usted, qué?

—Pues bien, sí señor. Ya relajado luego de trabajar.

—¿Qué hace?

—Soy profe de inglés en la academia del parque.

—Eso está bien. Al menos un respiro en la clase de amigos que tiene Lena.

—¡¡Papá!! —Lena, cual adolescente apenada, reprende a su señor padre.

—¿Cómo así? —me hago el güevón pa’ preguntar.

—Es que ella sale con esos bohemios y artistas. No me gustan mucho. En cambio, la educación es algo bello.

—Aunque ni tanto —digo.

—Por supuesto que sí, joven. Muy bella.

Lena está petrificada en frente de su papá, fumando porque la cerveza ya ha muerto. No habla, sólo escucha nuestro dueto sensación.

—Lo duro es que le enseño a pelados de colegio público, que tienen realidades muy complicadas… usted sabe, prostitución, venta de droga, falta de disciplina y de respeto por la norma, etc.

—Es que, vea le digo algo… ¿cómo es que te llamás? —me señala con el dedo apropiado de su mano derecha.

—Alejandro.

—Alejandro… es que todo lo que es del Estado se condena a morir. Vea las empresas como Telecom o el Seguro Social. Todo liquidado, porque lo manejan mal.

—Como no existe voluntad política para hacer bien las cosas, todo sale del chanchullo.

—Además que entre políticos se pagan favores, entonces que coloque a mi primo, que el hijo del hermano de no-sé-quién necesita trabajar entonces que le busque un puesto.

—Papá —interrumpe Lena. Los dos la miramos—, ¿quiere tinto? —él no piensa dos veces y de inmediato dice que sí. Lena regresa a la cocina. La escena, vale aclarar, luce bastante machista: la mujer yendo y viniendo de la cocina y los hombres en la sala hablando.

—¿Y vos, Alejo?

—También, parce, gracias…

Continuamos, aunque yo lo que busco es disimular la traba que tengo frente al viejo.

—No más vea —continúa—. Yo trabajaba importando mercancía y tenía un montón de clientes por allá por donde están todas esas tiendas de repuestos mecánicos en Barrio Triste. Eran muchos los que me mandaban a pedir cosas de Estados Unidos. Yo lo hacía todo legal, con impuestos y todo en regla, ¿si sabe?

—Así es.

—Pero ese negocio se empezó a dañar porque los empleados de la aduana, de la Dian, les dio por pedir comisión, que tanto porciento, que venga don que así se trabaja. Si yo le decía que no, ellos me respondían que “usted no sabe trabajar”.

Lena llega con tres pocillos. Yo me paro y le ayudo a entregar: el del papá en sus manos, el mío en la mesa de centro. Lena se sienta, cruzando las piernas y sosteniendo a la gatica allí para poderla acariciar. La muy arisca con ella está en paz.

Prosigue el señor:

—Yo continué importando cosas aunque veía todo cada vez más difícil. Vea que una vez Víctor —apunta hacia Lena buscando que reconozca de quién habla— me dijo que podía enviar las cosas como “carga no tripulada” y que así era más fácil todo. Yo lo hice, pero cuando fui a reclamarlo ante una funcionaria de la Dian me dijo que no podía sacar la mercancía por unos impuestos. Yo le dije que los pagaba, que yo siempre lo había hecho de ese modo, pero me remató diciendo que debía darle comisión. O sea, plata para impuestos y para la ladrona esa.

—C-V-Y: cómo voy yo.

—Y espere —interrumpe mi interrupción—, luego yo iba a ofrecer lo que siempre importaba a los mismos de siempre, pero ellos me mostraban tarifas de otra gente que eran verdaderamente ridículas. Yo no podía competir contra eso. Era como un 22% menos de lo que yo ofrecía, según recuerdo. Por eso tuve que dejar el negocio de las importaciones. Pero sabe qué me dijo Víctor —¿quién carajos es Víctor?— cuando le conté que ya no iba más con el negocio.

—¿Qué? —pregunta Lena, espabilando y volviendo a la tierra de los lúcidos.

—Que es que yo no sabía trabajar, ¿ah? ¿Cómo la ven, pues?

—Jajá… mucho conchudo.

—Así fue la cosa. Me tuve que inventar algo nuevo para hacer porque con esas comisiones y los impuestos, ya no era competitivo.

Lena mira hacia las escalas, cierra la puerta; ambos tomamos asiento nuevamente. Ella busca el blunt, lo prende y fuma tres largas veces.

Momento de descanso para terminar el café. Lena, una excelente nueva arrendataria de su primer apartamento como adulta independiente, retira los pocillos para después llevarlos a la cocina. Su papá, silencioso, mira el reloj. Piensa en algo. Mira hacia la cocina pero sólo espera para hablar hasta que Lena regresa.

—Yo me voy yendo. Debo encontrarme con su mamá en la estación del Metro.

—Listo, papá —dice, se para y va hacia donde está él—. Gracias por todo.

—A vos, Lena, por el tintico.

Me paro también para despedirlo. Ellos caminan hacia la puerta, unos pequeños pasos, y yo atrás escoltándolos. Paran en el umbral. Lena abre. El señor la abraza, la besa y le dice “dios la bendiga”. Ella dice gracias aunque se le nota cierta indiferencia por la bendición recibida. Don señor voltea la cabeza, me mira y se despide:

—Hasta luego, hombre. Feliz tarde.

—Lo mismo, caballero.

Apretón de manos. Él atraviesa el umbral y baja. Lena mira hacia las escalas, cierra la puerta; ambos tomamos asiento nuevamente. Ella busca el blunt, lo prende y fuma tres largas veces. Cuando ha terminado de botar el último remanente de humo de sus pulmones, me dice, con entusiasmo:

—Marica, mi papá no quiere a ninguno de mis amigos. No sé cómo te aguantó tanto.

—Parce, vos me dijiste que me sintiera como en casa, ¿no? Había que atender a la visita.

Pedro Madrid Urrea
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