A pesar de la escasez. De que Ranulfo ya no trae más que carne a la casa. Por lo menos sus hijos no lloran de hambre. Los que han pasado por esa circunstancia, saben que ese vacío en el estómago puede llegar a doler. Con hambre hasta el cerebro deja de pensar. Ranulfo no puede permitirse dejar de pensar. Así que arroja con violencia esos dedos para seguir enviando cuentos a concursos. A veces gana algo y eso lo mantiene por uno o dos meses. Pero luego sucumbe en el anónimo. Hace mucho que no gana una mención, ni siquiera de chapa. Trabaja un texto que quiere convertir en novela. Puede que sobrestime esas líneas pero es una ilusión que no quiere perder. Imagina su nombre en tapa dura y el futuro de su familia asegurado. Aunque en este momento es mera ilusión y tiene que pedirle ayuda a su viejo. Él se la da de buena gana. Sabe que su hijo la pasa mal. Aunque en realidad, en nuestro país, todos la pasamos mal.
En sus últimos días Ranulfo estaba en el mero hueso y no parecía el hombre que fue.
Cuando los pequeños lloraban por hambre, era más difícil. Ahora por lo menos hay mucha carne. Es lo que afirma Ranulfo a cada rato. Alguna vez él fue un diestro carnicero. Manipulaba cuchillos como brazos. Tenía un libro con todos los cortes de las reses, los cerdos, los pollos. Sabía tanto que el dueño lo despidió por celos. Sus colegas carniceros lo tenían como una clase de dios. Fue allí que conoció a su actual esposa. La clienta más sabrosa, inteligente y dulce del mundo, y quizás la mejor cocinera. Debe ser así. En la mesa todos la culpan porque la carne tiene ese olor… ese sabor… Ella no se lo explica, siempre ha sido muy modesta. Dice que no puede ser, porque le vierte el mismo guiso de aliño a todas las carnes. A veces la suegra viene a comer y dice que los bistecs tienen un peculiar toque a café. Nadie dice nada. Sólo ríen como si estuviera loca o senil y mastican. El que parece comprenderla es Ranulfo, que adelgaza y vomita cada día. Lo fortalece el sonido de las teclas, el litro de café diario, la expectativa del contrato de novela. Cuando por fin termina las novecientas noventa y cinco páginas, cae en cama. El médico que lo atiende nota las serias heridas y partes faltantes bajo su ropa. Cree que su paciente fue víctima de un feroz animal. Así lo escribe en su informe. Ahora no entiende por qué su abdomen y costillas presentan cortes de una precisión inexplicable. Le viene la idea que todos sabemos, pero la desecha, es morbosa y repulsiva. Se decide por lo del animal, aunque eso también lleva a preguntarse de dónde coño saldría un animal salvaje en plena ciudad.
En sus últimos días Ranulfo estaba en el mero hueso y no parecía el hombre que fue. A pesar de su evidente dolor, no emitió un quejido. Mucha gente lo visitó. Gente que su familia no conocía. Gente que llegó a deberle muchos favores. Hasta sus antiguos colegas carniceros fueron a verlo. Para todos fue muy triste en realidad. Luego las casas editoriales comenzaron a disputarse la publicación del manuscrito, sin mostrar el mínimo respeto. Lo único que les interesaba era que el casi difunto firmara el contrato que dejaría a la crítica pasmada y vendería millones de libros. Pero eso no se les dio, Ranulfo murió antes de firmar y la esposa, después de leer tan terribles páginas, decidió quemarlo. Era lo más que podía hacer para mantener limpia la imagen de su esposo. Nunca se sabrían las misteriosas circunstancias de su muerte y la relación que eso tenía con los bistecs que les daba para alimentarlos.
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