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Mujer sombra limón

jueves 19 de mayo de 2016
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“(…) Sólo horas después llegó la salvación. Y si me apresuré a aferrarme a ella fue por lo mucho que necesitaba salvarme”.
“Restos de carnaval” en Felicidad clandestina, Clarice Lispector

Las mañanas son complejas. A veces todo el día es una lucha infinita de dos gladiadoras prófugas de un dibujo en blanco y negro. Grafito en los lagrimales; sequedad en los labios; una ola que, inmensa, abre su vestido de sales, muy después, en la orilla, sobre las uñas rojas. Restos oníricos que se impregnan, como las retamas de las pasionarias, en la hoja en blanco de cada desperezamiento. No hay mate con anís y manzanilla. No hay perfumes ni carteras nuevas que arrimen la paz de un pico de montaña nevada.

La gata huyó por entre las piernas abiertas de la sombra que entraba. Y yo cerré los ojos.

Cada mañana, en su complejidad, araño la tierra disfrazada en la brisa que todavía reverbera la dama de noche, moribunda, para zafar de la gripe de un llano dolor. De un miedo resonante que vuelve, como un monstruo de agua hirviendo, a bañarme la cara antes de la disputa.

Una soga larga, de trenzas de mimbre; sombras que miran, como en un coliseo, y otra, abrumadora, a veces familiar, a veces indistinguible, que tira desde un extremo y me desafía con sus ojos de humo salidos hacia afuera.

 

Y esta mañana no fue distinta.

Traté de esquivar esta asistencia obligada a una academia de fuerzas, y ella estaba ahí, respirando sol en el patio, abrazando con sus manos robadas los barrotes de la puerta de rejas para que la dejara entrar. La gata persiguió el aire con su nariz, la descubrió, la sintió airosa, marcando, con su primera orina, un territorio que nos pertenece, y huyó. La gata huyó por entre las piernas abiertas de la sombra que entraba. Y yo cerré los ojos. “Otra vez. Otra vez”, mi mirada se dijo para adentro. Y era volver a dormir, entregarme al zambullido de una vida inconsciente, y dormir, dormir y dormir para no verla o mirarla a los ojos cáscaras verdes y teñirlos con mis ojos marrones.

A veces me entrego, pero hoy, enseguida, sin darle espacio a la ceguera, abrí los ojos: pestañé cinco veces, ignorando que algo o alguien me esperaba en el umbral de la mañana. ¡Y es tan difícil ignorar que delante de ese pequeño limonero que dio sus primeros frutos, enanos, verdes, y hasta pulgosos, está ella disfrazada de hojas verdes, con los senos diminutos pero con pezones protuberantes, con sus caderas de maceta y sus patas confundidas con el granito de las baldosas! ¡Es tan difícil ignorar eso que existe, que se presenta, incólume, cada mañana al despertar, para que no me sea sencillo “ganarme la vida”!

Ella esperaba, empuñando el extremo de la soga, dibujando un “no” valiéndose de una rama de una hoja índice del limonero: “no podés”, “no podés”, “no vas a poder”, y no puedo, no pude, no pude, no pude, pero queriendo poder.

Ensayé una nueva estrategia: inventé un recorrido interno bordeado y bordado de todo lo que, en la casa, me hace inmensamente feliz. Volví a la habitación: una sobredosis de perfume de naranja en todo el cuerpo y, pronto, muy pronto, con una sola mano, probé mi fuerza: saqué las sábanas blancas donde, a su modo, ella había dejado los ripios de su nuevo nacer, las puse en el piletón y dejé que el agua corriera fría y dura sobre una cantidad exagerada de suavizante, y mi nariz dejó de percibirla. Por un inmenso intervalo, no había sino olor a cola de bebé, a cachete de bebé, a pelo de bebé. Y pasé, en diagonal a su curvatura ennegrecida, y fui al baño, me lavé tanto y tanto la cara, tanto y tanto que el agua se transformó con mis facciones, entorné los espejos laterales del viejo botiquín y me vi: hermosa, pero incompleta, con unas ojeras irreparables, y un aliento a desasosiego que, en la proyección, evaporaba mis labios.

Una poderosa magia maléfica me succionaba desde adentro y, en el esternón, latía el alma de esa mujer limón que hacía compases con sus patas de mosaico raído punteando el tiempo de mi resistencia.

Puse la pava. Me diseminé la cara con polvareda de yerba y estornudé, estornudé, estornudé hasta provocarla, hasta salpicarla sin querer con mi liberación. La sombra, mujer limón, se enojó por el insulto acuoso, atravesó la reja, volcó su otra mano sobre la que sostenía la soga y la amarró como en una piña completa. Y me dolió. La mujer limón, ahora también de rejas, estaba dentro de mi casa, serpenteando la soga, desafiándome a que agarrara el otro extremo, lánguido, que cosquilleaba mis pies.

Con un arrebato que me trajo el deseo más poderoso de todo lo pendiente, solté la soga y ella cayó sobre las espinas.

Mientras ella reflotaba viejos gritos, latigazos y golpes que desplegaba con su pantomima botánica; mientras me amenazaba con pérdidas y faltas recordándome que algún día me voy a morir, avanzando y retrocediendo, avanzando y retrocediendo hacia mi cuerpo, yo pensaba en los gajos que hacía poco tiempo habíamos plantado con mamá, en todas las plantas que habían sido semilla y que se habían despuntado en una metástasis de follajes y flores; en el beso que me traería ese hombre que ya se había ido temprano y que había abrazado las secuencias nocturnas de la sombra limón; en la posibilidad de escribir y escribir que en el tiempo de las violencias se allegó a mis manos sin dejar de ser sino mi piel para siempre; en los colores de los acrílicos con los que suelo manchar lienzos en blanco; en aquella mañana que se fue en el noventa y cinco, pero existió, frente a un mar que traía sus olas espesas al borde de la mirada duplicada de un hombre que me envolvía en un capullo, y entonces, entonces, ella bajó un poco la voz y, con su disfonía, enfatizó sílabas que destrozaban su lenguaje y luchaba con su mímica para mostrarme su infinitud. Me desalentó que pudiera volver la siguiente mañana, pero viví el instante: me agaché.

Agarré la punta de la soga, tiré hacía mí con fuerza, y tiré y tiré y tiré, hablándole de mis sueños y esperanzas, y me moví y tiré y tiré y tiré ubicándola, aunque todavía lejos, derechamente hacia las sombras de los cactos del patio. Con un arrebato que me trajo el deseo más poderoso de todo lo pendiente, solté la soga y ella cayó sobre las espinas.

El agua de la pava bullía. Ya no sé en verdad si quedaba agua en la pava, pero la fatiga de esa desesperación sobre el fuego era el principio del vaciamiento de la mujer sombra limón.

Después de que un viento dulce me revolucionara los pelos, abrí la puerta de rejas, la vi tendida, agónica, todavía entera, en el suelo, y llegaron los horneros a picotear los frutos de la pasionaria, y una bandada de mariposas monarca la sobrevolaron hasta desaparecerla y rehacerla de alas. Y se quedaron ahí, dispersas sobre las flores violáceas, en tanto, anunciándose con su collar de cascabeles, la gata volvía para detenerse en el lugar correcto, inclinar las orejas hacia atrás, tomar envión hacia una mariposa de vuelo bajo y entregarme, aunque también me doliera, algo de su propia lucha: una ofrenda naranja que me devolviera el amor.

Gisela Vanesa Mancuso
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