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Variaciones sobre un tema de Bulgákov

jueves 26 de mayo de 2016
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Aunque los había conocido una gélida noche de primavera en lo más profundo de la Siberia rusa, mi amistad con la pareja formada por Ricardo y Grace se consolidó en Moscú, a lo largo del verano y el otoño de aquel mismo año. Fue el año del plebiscito y la aparición de las primeras luces tras la larga dictadura de Pinochet en Chile. Para el invierno y, sobre todo, hacia el final de esta historia, mis amigos chilenos y yo formábamos parte de una misma familia, la familia de los viernes por la tarde en su salón. Porque, aunque teníamos trabajos y obligaciones diferentes, había algo que nos unía: la pasión por la literatura, la historia y la cultura latinoamericanas.

Mientras oprimía el botón del timbre, preparé la frase de felicitación que le iba a decir a Grace cuando apareciera en el umbral. Abrió, sin embargo, una mujer de baja estatura y aspecto ambiguo que me preguntó recelosa por el motivo de mi llamada.

Vivían en un edificio de aspecto monumental, situado junto a la margen interior del río Moscova. Su casa era un apartamento de puntal muy alto, habitaciones amplias y cálido salón de estar, en el cual Ricardo y Grace solían recibir cada semana a un grupo de los muchos latinoamericanos que por entonces residíamos en la capital de Rusia. Allí en aquella estancia me aparecí yo un día con una carpeta llena de fantasías y ficciones, y allí gané elogios, críticas y amistades que luego cultivé en meses de fructífera y agradable relación social. Generalmente leíamos poemas, cuentos propios y ajenos, artículos, o cualquier cosa que nos recordara las raíces y que nos transportara, aunque fuera por unos minutos, a nuestra lejana patria grande. Aquellas veladas servían también para hacer más llevadero el siempre duro camino de la vida en un país extraño.

Fue el tiempo en que descubrí a Bulgákov y me aficioné sobremanera a su literatura. Cuando leí El maestro y Margarita me sentí tan impresionado por la novela que les comenté la trama a mis amigos. Como ninguno de ellos podía leer el ruso ni disponían de una versión en español, me pidieron que les tradujera algunos fragmentos de la obra. Así lo hice. Les gustó tanto, que en sucesivas veladas tuve que seguir leyendo y traduciendo. Y pronto nuestras noches se poblaron con los increíbles personajes de la ficción novelesca del maestro ruso.

Entonces ocurrió. Fue una de aquellas tardes de tertulia. Era, además, el día del cumpleaños de Grace. Llamé, pues, a la puerta de mis amigos chilenos pasadas las cuatro de la tarde de uno de los primeros días del año. Mientras oprimía el botón del timbre, preparé la frase de felicitación que le iba a decir a Grace cuando apareciera en el umbral. Abrió, sin embargo, una mujer de baja estatura y aspecto ambiguo que me preguntó recelosa por el motivo de mi llamada. Le respondí que venía al cumpleaños de Grace, que era amigo suyo y de Ricardo; pero me callé las ganas de saber quién era ella y qué demonios hacía allí en aquel lugar. Entonces la señora me preguntó extrañada de qué Ricardo se trataba, allí no vivía nadie con ese nombre ni había ningún cumpleaños. Esto último ya yo había tenido oportunidad de notarlo, porque no existía nada menos propio de un cumpleaños que aquel silencio insípido y tristón que se dejaba salir por la abertura de la puerta. Y en eso estaba, cuando la mujer dijo adiós y me dejó plantado en la plazoleta, observando estupefacto el número nueve recortado en hojalata dorada que imitaba bronce y que tantas veces en los últimos meses había mirado sin verlo en realidad. Paseé la vista por las macetas con helechos que seguían en su sitio de siempre junto a la ventana del pasillo; allí estaba la pared verde chillón con las mismas frases soeces en el descanso de la escalera, allí los eternos dibujitos. En fin, que apreté de nuevo el botón del timbre. Esta vez salió un hombre vestido con un mono deportivo y expresión de pocos amigos en la cara rechoncha, y sin quitar la cadena que sujetaba la puerta, me preguntó cuál era mi problema. Con su aliento viajó hasta mi nariz un fuerte tufo a pescado salado, alcohol y cebolla, mezclado todo en una deprimente combinación de olores. Retrocedí un paso y le pregunté por Ricardo y Grace. Entonces el hombre trató de cerrarme la puerta en las narices, de modo más abrupto aún que la mujer; pero introduje a tiempo el pie y le hice saber que no me iría hasta tanto no averiguara lo que estaba ocurriendo allí. Le espeté, aunque dudo que me entendiera, que si Ricardo había logrado escapar de la maquinaria asesina de Pinochet, no había sido para evaporarse más tarde en aquel pequeño apartamento de Moscú. En esta ocasión el sujeto me dejó llegar al final de mi discurso y, haciendo un evidente acopio de paciencia, me explicó que quienes vivían en aquel apartamento desde hacía sus buenos trece años eran ellos, su hija Tania y su perro Kholy, que no era de muy buen genio, por cierto, aunque para suerte mía se encontraba paseando con la niña. Si no, podía estar seguro de que ya se hubiera encargado de responderme él en persona. En ese instante reparé en la atmósfera que reinaba en el interior del apartamento, y que realmente confirmaba las palabras del supuesto dueño. Así las cosas y en vista de que me había equivocado de edificio o de entrada, descendí las escaleras con el propósito de buscar el número correcto. Y abajo recibí la siguiente sorpresa de la tarde: tanto el número de la entrada como el del edificio eran los que siempre había conocido de memoria. De todos modos, abrí mi libreta de direcciones. Y todo se avino perfectamente. Todo, excepto aquellos sujetos que habían usurpado la vivienda de mis amigos.

Entonces pensé en el único recurso razonable que me quedaba: llamar por teléfono y aclarar aquel malentendido. La cabina más cercana estaba a varias cuadras malecón abajo, y llegué hasta ella con la respiración entrecortada por la prisa. Marqué el número, y del otro lado enseguida levantaron el aparato. Una voz infantil (Ricardo y Grace no tenían hijos) me respondió con la típica manera del aló ruso y me puso al borde de la desesperación. Colgué sin contestar y, sacando otra moneda, volví a marcar el número (esta vez mis dedos eran menos seguros). Oí de nuevo la voz infantil repitiendo la pregunta. Le pedí en ruso que me llamara a Ricardo, pero el niño me devolvió el nombre deformado y con un signo de interrogación. Ri-car-do, silabeé en el colmo del desconcierto y, con su vocecita inteligente, el pequeño me hizo saber que yo estaba equivocado.

Bien, ¿qué hacer? ¿Cuál podría ser el próximo paso? Eché a andar en dirección al centro; crucé la calle y seguí caminando por la acera que bordea el río. A lo lejos se divisaba una esquina de la muralla del Kremlin, y atraído quizás por algún viejo recuerdo, caminé sin propósito definido rumbo al jardín de San Alejandro. Era esa hora imprecisa de la tarde en que la poca gente que deambula por la calle apenas repara en sus semejantes; me rodeaba una suerte de ciudad semidesierta y amodorrada en donde nadie necesita de nadie, donde uno puede continuar caminando hasta que se caiga de cansancio en cualquier sitio, y ni aun así habrá quien venga a llamarte para saber qué ha ocurrido con tu puñetera existencia.

Justamente por eso me extrañó tanto el hecho de ver a una muchacha haciéndome señas desde la acera de enfrente. Confieso que lo pensé varias veces antes de decidirme a cruzar la calle y preguntarle qué se le ofrecía.

—Señor, necesito que me diga dónde queda el Kremlin.

Desvié un poco la vista y vi el inmenso muro de ladrillos rojos que se erguía a espaldas de la muchacha. Y no pude evitar que un escalofrío me recorriera el cuerpo. Busqué en su rostro cualquier signo de burla, pero ella me miraba con la más absoluta seriedad, aguardando esperanzada mi respuesta. Sin pensarlo más le hice saber que la enorme pared de ladrillos que se alzaba a nuestro lado era una pequeña parte del muro del Kremlin, y que desde hacía rato ella venía caminando a lo largo de él.

—¿La pared? —preguntó extrañada—, ¿qué pared?

Bueno, aquello era mucho más de lo que cualquiera hubiera podido resistir en una sola tarde y, volviéndole la espalda a la muchacha, la dejé plantada allí junto a su invisible muro del Kremlin. “¡Oiga!”, me llamó apremiante, y alguna fuerza extraña detuvo mis pasos y me hizo volver hasta ella.

—¡Por favor! —rogó—. No me deje sola, que quieren matarme. ¡Ayúdeme, por Dios!

Lo primero que hice después de vencer el sobresalto fue pedirle que se calmara. Ella puso las manos sobre mi pecho, me reveló su nombre y me volvió a implorar ayuda, debía salvarla, no era de humanos que la dejara sola en su desgracia.

Él bajaría a esperarme a la entrada del edificio, y que tuviera cuidado no fuera a encontrarme por el camino con el doctor Voland o a Margarita volando sobre su escoba o conversando en algún banco con el gato Popota.

—Vamos, joven, cálmese —le pedí de nuevo y entonces, por primera vez, reparé en su rostro. No tenía más de veinticinco años y, a pesar de lo precario de su situación, sus ojos reflejaban una profunda sensación de paz; éstos eran negros y ligeramente rasgados, y su pelo era también oscuro y muy espeso y se le rebelaba bajo el gorro de punto que llevaba puesto. Concluí que procedía de alguna república del Volga Central; posiblemente fuera tártara. Quizás habían tratado de asaltarla, en realidad, porque no se le veía valija alguna, aunque bien podía haberla dejado en la estación. A esas alturas ya había comprendido que me resultaría difícil salir de ella, aparte de que no era de caballeros abandonar a una dama en desgracia allí en medio de aquel sombrío pedazo de ciudad. Así que la tomé por el codo y le dije: “Venga, caminemos”. Ella obedeció dócilmente y echó a andar a mi lado hacia un rumbo que ninguno de los dos conocía.

Caminamos despacio, en silencio. Yo no quise preguntarle sobre los detalles de su drama, si es que éste realmente existía, porque más bien me parecía afectada por algún tipo de locura paranoica. Por lo demás, ya yo tenía bastante en qué pensar con el asunto del apartamento y el teléfono cambiados. A la altura del hotel Rossía descubrí una caseta telefónica del otro lado de la calle, y se me ocurrió hacer otro intento con Ricardo, así que cruzamos la avenida y le pedí permiso a la muchacha para hacer una llamada. Esta vez tuve más suerte: Ricardo salió enseguida y me dijo que estaban preocupados por mi ausencia; habían llamado a mi casa buscándome y todo en balde, ¿dónde diablos estaba metido? Entonces le conté la historia y por poco le da un ataque de risa. Después que se cansó de reírse, me dijo que probara de nuevo, pero que abriera los ojos esta vez y observara bien, primero el cartel con el nombre de la calle, después el del edificio, etcétera, que en aquella región casi todos son iguales, y las calles también. Escuché pacientemente la andanada y luego le dije que se dejara de pendejadas, estaba yo muy güevudo y muy cansado de ir a su casa para cometer ese tipo de error. En el invierno todo cambia, hasta las calles, insistió todavía Ricardo, y yo lo dejé en lo suyo. Quedamos en que él bajaría a esperarme a la entrada del edificio, y que tuviera cuidado no fuera a encontrarme por el camino con el doctor Voland o a Margarita volando sobre su escoba o conversando en algún banco con el gato Popota. Entonces me acordé de la muchacha, que estaba parada a mi lado, un poco asombrada de oírme hablar en un idioma extraño. Le conté a Ricardo sobre esta Margarita, y él me sugirió que si en realidad no podía desprenderme de ella, pues la llevara sin pena para allá, no fuera a ser que al otro día amaneciera muerta en el malecón y me quedara el cargo de conciencia, y qué clase de jodedor es el cubano este, terminó riéndose a carcajadas. Soporté la burla lo más tranquilamente que pude y colgué el auricular.

—¿Qué idioma era? —preguntó la muchacha.

—Español.

—¿Eres español?

—No, cubano.

—¿Y sabes español?

—Es mi idioma.

—¡Ah!

Y comenzamos a desandar el camino recorrido. Ella iba a mi lado sin la menor pretensión de ser tomada en cuenta. Yo, sumido en mis propias preocupaciones, apenas recordaba su presencia, aunque a ratos intercambiábamos alguna frase de relleno. Cuando pasábamos bajo el puente de Ustinsk, nos topamos con varios carros patrulleros y un grupo de hombres trabajando a la luz de un reflector. Con la ayuda de una grúa trataban de sacar algo del agua. Abriéndome paso entre el grupo de curiosos, me acerqué lo más que pude a la soga que habían puesto para limitar el acceso de público al área de trabajo. Precisamente en ese momento, un buzo emergió del agua e hizo una seña al operario de la grúa. Ésta roncó con furia y a los pocos minutos izó desde el fondo un automóvil ligero con signos de haber sufrido una colisión por su parte delantera. Tenía roto el parabrisas y, por el hueco del cristal, el agua se desbordaba en una gran cascada. Cuando el nivel del líquido descendió, se pudo ver el cuerpo del conductor aprisionado entre el volante y la pizarra de mando. Dispuesto a seguir adelante, volví la vista atrás, buscando a la muchacha. Pero no la vi a mi lado. La busqué entre la gente y tampoco estaba. Estuve un rato dando vueltas por toda el área; salí del grupo al espacio desierto que se volvía infinito a la escasa luz de las farolas de aquel turbio anochecer, pero todo fue en vano. Entonces, sin otra cosa que hacer, continué mi camino hacia el edificio de Ricardo.

Al llegar a la esquina del callejón, doblé por él y me dispuse a probar de nuevo. Cuando me acercaba a la entrada de Ricardo, sentí un ligero estremecimiento; pero fue sólo un instante, porque al verlo parado junto a la escalera, protegiéndose del frío en el interior del zaguán, pude por fin respirar más tranquilo, como me lo estaba mereciendo hacía tanto rato. Cuando me distinguió, Ricardo dejó su refugio y se acercó con los brazos abiertos y la sonrisa campechana de siempre. Su abrazo fue sincero, también como siempre. Sólo el tono de su voz, al preguntarme por Margarita, tenía un evidente matiz de burla. Yo, desde luego, no me ofendí con él por aquella broma, y estuve a punto de decirle que efectivamente se había ido volando sobre su escoba en compañía del gato Popota; pero luego decidí que a lo mejor eso mismo fue lo que ocurrió, y no era nada aconsejable bromear con el séquito de Voland. Así que, sencillamente, me encogí de hombros y le dije que no sabía dónde rayos pudo haberse metido la muchacha, y que por cierto, se llamaba Irina. Irina y no Margarita, ¿comprendía?

Antonio Álvarez Gil
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