Él
Mírate, no puedes ocultar tu sonrisa bajo esa sábana, la luz se escapa más a mis ojos que los dientes que muestras frente al teléfono. Tu nuca parece estirarse con cada sonrisa callada. Siempre te encorvas juntando tus piernas un poco a tu cuerpo.
Cuando te conocí con veintidós cumpleaños vividos, no había más anhelos en ti que convertirte en abogada, en defensora ambiental. Poco has cambiado desde entonces, curvas suaves, curvas pronunciadas, en fin, una delicia escultural. No puedo entender cómo el viento ignora tu figura, pasando sin siquiera tocarte, entre tus piernas, tus manos, sólo tu cabello es finalmente elevado por el viento, al gritar que ha pasado. Improvisé aquel día soleado, eran las tres de la tarde, esperabas el camión, en una banquilla llena de nombres y firmas con plumón, una mochila color rosa colgaba de tu hombro, del mismo donde caía tu trenza bien peinada. Me acerqué a ti, dije que no completaba el pasaje, te pedí un pesito para el camión y un besito para mí. Sinceramente una cachetada o un golpe en las costillas, lo que fuera que tú me dieras, me bastaba, aunque caminara a mi casa, con las costillas rotas y mi boca sin la tuya. Aún me causa gracia: si mis amigos me lo hubieran contado no lo creería, cómo yo iba a creer que con tan patético piropo, alguien se ganara un beso y un peso, que nos subiríamos al mismo camión, que seis años más tarde estaría yo aquí, tras de ti, imaginando tu sonrisa.
Yo en la penumbra miro la forma que adquiere la sábana con tu cuerpo, deslizo mi mano, suave, no quiero que despiertes. Tomé tu celular, tecleé la contraseña, la pantalla me ofuscó un momento.
A los dos años de novios comenzamos a vivir juntos, tenía poco de recibirme como contador, escogimos una casa chica, que yo quise pintar de azul pero un día llegué de trabajar y la casa ya era verde. Todo se configuró a tu gusto, los colores, los muebles, sólo mis libros se salvaron de tu acomodo. Los tenía todos en un librero que resguardaba con recelo, era viejo, casi lo tiro por complacerte, pero con un barniz a tu gusto logró quedarse en la casa. No pude conservar mis bates de béisbol ni nada más que el librero. Hasta la ropa parecía haber cambiado.
Es de noche, los vecinos ya han de dejado de hacer ruido, y el perro de la azotea ya no persigue gatos. No dejas de escribir mensajes. Prendí mi teléfono para ver si al menos uno es para mí. Ninguno. Mandé un corazón para ti, una cara con las zetas flotando fue la respuesta. Poco me agrada tu nuevo perfume, puedo olerlo desde aquí, me recuerda que estás a un lado cuando cierro los ojos fingiendo dormir, es amargo, no va contigo, con la mujer que llenó la casa de perros rescatados, no había para pagar la renta pero sí para la comida de los perros. Uno de ellos me gustaba, el Trapo, en verdad lo parecía, peludo, mechudo y opaco, nos acompañaba en la cama en todos nuestros ritos. Calentaba mis pies, yo los tuyos, veía la televisión fijamente mientras nosotros nos tocábamos bajo la colcha, a escondidas, no nos fuera a ver el perro. Triste fue que enfermó de parvovirus. Nos lo entregaron en una caja chiquita, no quise abrirla, ni que tú lo vieras, prefería que lo recordaras durmiendo sobre la cama, recostado en el suelo, pareciendo un trapo. Siete noches lloraste. Ya no estaba el perro para secar tus lágrimas, no pude más que esperar a que levantaras tu luto. Salimos el octavo día, tenías hambre, cenamos tacos de al pastor, comiste tanto que a la mañana siguiente no fuiste a la escuela.
La luz se ha extinguido, ahora duermes. Yo en la penumbra miro la forma que adquiere la sábana con tu cuerpo, deslizo mi mano, suave, no quiero que despiertes. Tomé tu celular, tecleé la contraseña, la pantalla me ofuscó un momento, abrí el menú de aplicaciones, el WhatsApp, había una conversación con Diana, sólo se mostraba el último mensaje de ella que decía: “piénsalo bien”, otras decían: “te arrepentirás” y otro que tenía por nombre de contacto, José, desplegaba un mensaje enviado por ti, con sus palomitas a la derecha, azules. “Buenas noches, descansa, no puedo esperar a verte”. Un régimen de caballería pasó por mi pecho, mi corazón golpeteaba fuerte contra la pared torácica, un sudor frío gobernó mi frente. Las lágrimas rodaron indómitas por mis mejillas, no contuve ninguna al leer la conversación. Leí las demás buscando respuestas. Finalmente no necesitaba ninguna. Dejé el teléfono y salí a la cochera a fumarme un cigarrillo, estiré mi cabello desesperado. Traté de ahogar mi llanto, cuando saqué el anillo que pensaba darte, ese que vimos en la joyería, que tanto te gustó, de oro blanco, un gran brillante coronándolo, otros pequeños como súbditos a sus pies. La noche era tibia, no había ruido, no pasaban carros por la calle, todo era tan silencioso. Me armé de valor, ideé entrar y reclamarte, terminar con todo, pero de solo verte dormida quedé inerme, viéndote, tan tranquila. No te desperté, por lo que leí solo era temporal, a Diana le dijiste que no cambiarías al que tanto amor te ha demostrado. No tiene importancia, pronto lo dejará, todo quedará olvidado, seremos felices, tendremos una casa propia y más perros como el Trapo. Únicamente una aventurilla, una indecisión, todos pasamos por esto, al hacerse seria la relación tememos, dudamos si hay que continuar y cualquiera nos convence, sé que con el dormir recapacitarás y dejarás a ese José. Abrazándote dormí, atado a ti, como siempre lo estaré.
Un pajarillo me despierta cada mañana, me estiré, el sol entraba por la ventana cayendo en uno de mis pies, por la abertura podía ver el cielo vestido de azul, no había ninguna nube que manchara tan impecable uniforme. Todo parecía un sueño, un mal sueño. Te busqué para besarte pero no estabas junto a mí. Salí a la cocina, olía a desayuno, huevo con jamón, creí que habías dejado algo para mí pero no, supongo tenías prisa. Tomé el mismo sartén y preparé un huevo revuelto con un poco de leche para suavizarlo. Me encanta el plato del patito amarillo que me regalaste. Me senté en la mesa con un vaso de leche, me estiré y comí. Quedé tan satisfecho, no cabría ni un piojo en mi estómago, pero de inmediato, allí hubo espacio para alojar una pierna de cerdo. Un vacío me inundó al ver en el servilletero un sobre que decía: Miguel.
Ella
Compré un nuevo vestido, te gustan las cosas verdes, el más verde de la tienda es el que ahora tengo. Lo bailé frente a tu cara, tropezaba a propósito pero tú muy apenas y levantas la mirada. Tuerces la boca, en tus ojos puedo ver tu enfado. No dejas la computadora, siempre estás trabajando. Ya no recuerdo cuándo se volvió un obstáculo entre los dos. Te vas todo el día, vuelves a sentarte frente a ella, a mí me das la espalda. Desde las cinco hasta las diez, haya sol, nubes o viento, no interrumpes tu cita. Nos mudamos a una casa pequeña, dos cuartos y un baño, barata, para parejas jóvenes decía en el periódico donde busqué. Fue un encanto verla, era justo lo que necesitábamos. Sería fácil mantenerla y pronto la acondicionaríamos para vivir plenamente. Mi hermano nos ayudó en la mudanza, era un día nublado, mucho viento y un frío rencoroso entorpecía tus dedos al bajar las cosas del camión, fue muy gracioso verte gritar maldades a la pobre vajilla que se tiró. Terminamos a las diez de la noche, la casa no había sido rentada antes y desprendía un olor agradable a nuevo. Sobre el colchón nos recostamos, no hubo más remedio que abrigarnos con las cortinas, las cobijas terminaron en una caja bajo otras más. Eras mío todo el día, tú y yo siempre en la cama, amándonos, yo arriba de ti, después al revés, de un lado, al otro, en la cocina, en el sillón, sobre las cajas sin desempacar, donde aún estaban en alguna bolsa los restos de la vajilla rota.
Dejé de saber dónde empezaba yo y dónde terminabas tú. Nada de eso te importaba.
El vestido se va a desprender de mí si sigo bailando. En ti no hay más luz que la de la pantalla rebotando en tu rostro, con el entrecejo fruncido, la mirada inmóvil, acompañada del chirrido de tus dientes. Acomodé las cosas yo sola, desde que te llamó tu primo para esa entrevista no has tenido tiempo para nada. Querías pintar la casa pero nunca escogiste el color. Me sentía sola. Tener un perrito fue el consejo de mi hermana, pero tuve más de uno, los rescataba de la calle siempre que caminaba a las compras o de visita con mi madre, traía comida siempre conmigo. Un sábado llamaste para avisar que no llegarías a tiempo, que tu patrón te invitó a una comida y tardarías. Me enojé. Salí de la casa sin rumbo, cuando la ira se perdió, me di cuenta lo lejos que estaba de la casa, creí que no llegaría antes que tú. Corrí. No estabas en la casa.
Al menos ya no estaba sola, tenía a Trapo. Lo encontré aquel sábado que no volviste. Me acompañaba a todas partes, amaba su cara de bobo mientras miraba fijamente el televisor. Siempre quise saber qué había en esa cabecita peluda. Cuando murió volví a estar sola, triste, y sin entender en qué momento lo poco que queríamos se volvió insuficiente, ya no bastaban dos cuartos, ni dos televisores, ni un baño, ni un colchón sin base para dormir, no entendía cuándo la casa se volvió tan minúscula, no entendía cuándo me volví tan pequeña.
Cada vez eras más severo, te enojabas por nada y por todo, hablar contigo ya no era posible, era imprudente preguntar a qué hora volverías. Tengo miedo de que con la idea de cambiar de casa también me cambies a mí. Me sentía entumida, con los brazos y las manos atadas a tus hilos de titiritero, esperando a que siempre estuviera yo ahí para ti. Dejé de saber dónde empezaba yo y dónde terminabas tú. Nada de eso te importaba.
Cansada de quedar esperando tu llegada, preferí dormir temprano para despertar con energías para la caminata que ahora hacía todos los días, y no sólo los fines de semana. En una de esas tantas, en una esquina, encontré un perrito atropellado, me recordó a Trapo, no lo pude dejar ahí, lo llevé al veterinario, llegué escurriendo sangre de las manos, con el sol en la frente y sudando angustia. “Pulgas” se llama el consultorio. Me atendió un médico muy mozo y muy atento, llamado José.
- Empezando el amor - sábado 10 de septiembre de 2016