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Pajarito Lagos o la ilusión

jueves 22 de septiembre de 2016
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Hoy, cuando mi memoria ha decidido olvidar lo que hice ayer pero resucita datos tan antiguos como el segundo apellido de la maestra que me enseñó a leer, la imagen del aparato en que mi abuela escuchaba las radionovelas, la fecha del aguacero que se llevó el Ford Cortina del pandero Morón y todos los muchachos —animados por la promesa de que comeríamos cuatro mojicones gratis por día durante un mes— fuimos a rescatarlo a la curva del río donde desaguaba sangre el matadero municipal, cosas así, arrugadas y sepias como la bata de baño del bisabuelo, sí, hoy, frente al televisor, viendo perder otro partido al Deportes Tolima, me consuelo recordando a mi compañero de universidad, el Tuerto Martínez, quien, según nosotros tenía un PhD en Exageraciones y una Maestría en Mentiras que utilizaba para matarnos de la risa.

Nacido sin el ojo derecho, la cuenca vacía del no-ojo del Tuerto Martínez, tal vez tratando de llenarse, jaló diagonalmente la nariz y forzó el lado izquierdo del labio superior con una violencia tal que el conjunto se asemejaba a una cara pintada sobre papel que arrugaron y tiraron a la basura porque les pareció que había quedado fea. Creo que la fealdad del Tuerto Martínez, lo sabría su esposa, si la tuvo, sólo podía llegar a amarse si uno admiraba el arte abstracto. Gracias a este exabrupto genético, su boca quedó tan torcida que algún bromista opinó que el Tuerto Martínez “era igual a un peón de ajedrez: caminaba de frente y comía de lado”. Alguno de los admiradores del cubismo aseguró que su rostro perdía la fealdad y se asemejaba a una sonrisa mientras contaba las locuras que su imaginación le dictaba.

Huérfano de ambos padres, pobre y tan hambriento como el ratón de la ferretería, el Tuerto Martínez estaba en la universidad contra la voluntad del planeta, pero vivía feliz. Aparentemente una tía lejana le pagaba las matrículas y le enviaba algo de dinero de vez en cuando, tan poco que esa suma no hubiera alcanzado para que sobreviviera un monje cartujo de esos que a duras penas comen de lo que sembraron en su huerta. Andaba de miseria en miseria, estudiando como loco y diciendo unas barbaridades que nos alegraban la vida.

“Alguien que tenía un primo en Argentina nos vino con el cuento de que Pajarito Lagos, el mejor puntero izquierdo de la galaxia, estaba libre y quería jugar en Colombia porque le gustaba nuestro café”.

Declarados en huelga para exigir la salida de un decano que nos parecía inepto, y puesto que no teníamos prácticamente nada qué hacer, durante los días del cese de actividades académicas íbamos todos los días a la universidad y nos sentábamos sobre el césped del parque central a contar anécdotas. La nuestra era una universidad pública de estudiantes pobres, casi todos foráneos, para quienes conversar era una de las aficiones más valiosas, porque nada costaba. Allí, esa memorable mañana de la huelga, el Tuerto Martínez nos habló de Pajarito Lagos, legendario puntero izquierdo del Deportes Tolima, el equipo de fútbol de su ciudad de origen, mía también.

“El Deportes Tolima, mi equipo amado, quedaba siempre de último en el campeonato nacional”, comenzó diciendo con la boca llena de nostalgia. Si en ese momento usted le hubiera sacudido la cabeza al Tuerto Martínez habrían sonado las notas fúnebres de los blues de quienes todo lo perdieron. “Cuando nos iba mejor”, siguió, “quedábamos penúltimos. Era como si un chulo nos hubiera cagado la cabeza y esa maldición hubiera enturbiado nuestra vida, y parecía que esto nunca iba a cambiar…”, aseguró con un aire de duda mientras miraba hacia su infancia con la alegría del viajero que vuelve al lugar donde nació.

“Pero un día”, siguió, “alguien que tenía un primo en Argentina nos vino con el cuento de que Pajarito Lagos, el mejor puntero izquierdo de la galaxia, estaba libre y quería jugar en Colombia porque le gustaba nuestro café. Supo que en nuestros campos se cultivaba un arábigo excelente y, emocionado, le pidió al primo de nuestro amigo que averiguara si los del Deportes Tolima pagarían los mil doscientos dólares que costaba la liberación de su pase, en poder de un empresario arruinado que lo vendía para salir de unas deudas. En todo caso el asunto era secreto” (bajó la voz y miró en derredor con aspecto culpable, igual que si fuera a cometer una pilatuna, por ejemplo, según don Pablo Neruda: “asustar a un notario con un golpe de oreja”): “existía el peligro de que alguno de los equipos ricos lo supiera y nos quitara el negocio, así que tocaba actuar rápidamente. Pero el equipo iba tan mal en el campeonato que casi nadie asistía al estadio, por lo que en la tesorería no había dinero para comprar a Pajarito Lagos, el mejor puntero izquierdo de la vía láctea, según dijo el amigo que nos vino con el cuento. Una solución desesperada se imponía”, dijo el Tuerto Martínez poniendo cara de que el asunto iba a componerse, y eso a nosotros, sus oyentes, nos llenó de optimismo. Era agosto y los vientos de la vida no se notaban favorables. Las directivas de la universidad acababan de publicar un comunicado negándose a aceptar nuestras peticiones, y nuestro ánimo estaba por los suelos.

“Tras un millón de deliberaciones tan serias como las que se tienen con la almohada o con el corazón, en el caso de los amores que son como un sueño”, sentenció, él, que quizás nunca se había enamorado, “a un paisano se le ocurrió que juntando los ahorros de los aficionados podríamos completar el valor del pase y regalar el jugador a nuestro equipo, en señal de agradecimiento por las esperanzas, sólo esperanzas, que nos había prodigado”.

A esa altura ya el parque central estaba lleno de estudiantes. Habíamos abandonado una reunión convocada para hablar de las estrategias de la huelga, porque corrió la bola de que el Tuerto Martínez estaba en la apoteosis de un cuento que no nos podíamos perder. Estudiábamos tanto y disfrutábamos tan poco que cualquier alegría gratuita era un tesoro que debíamos buscar. Los vendedores de mango verde espolvoreado con sal y pimienta, salchichón con arepa antioqueña y limonada de panela estaban haciéndose ricos con las ventas, y el ambiente, más que revolucionario, se notaba festivo.

“Entonces todos los ibaguereños”, dijo el tuerto (su único ojo estaba lleno de alegría y nos miraba con la malicia de un mago), “desde los niños hasta los viejos, rompimos la alcancía. Los muchachos pedimos adelantada la mesada del año y la donamos a la causa. Los papás hicieron cuentas y colaboraron con lo que sobraba del mercado. Las muchachas no compraron el vestido que querían y su dinero engrosó las arcas de la colecta. Los del banco, tacaños a morir, dejaron por ahí unas monedas que corrieron por el río que iba hasta la bolsa común. Los curas sacaron vacaciones de su avaricia y donaron la limosna de las misas de un domingo. Los tahúres apostaron menos y colaboraron. Los políticos no dieron dinero pero la mentira de su discurso nos animó. Cada uno de los ciudadanos, por pobre que fuera, puso su granito de arena hasta que completamos los mil doscientos dólares y giramos el dinero para la compra del pase de quien nos daría la gloria”.

“Pajarito Lagos llegó a Ibagué el mismísimo domingo por la mañana, 26 de mayo, cuando jugábamos contra el Deportivo Cali, que siempre nos ganaba por goleada. Aterrizó, como caen las estrellas en los sueños, en el aeropuerto de Perales, y, desde allí, el cuerpo de bomberos lo paseó por la ciudad en una de sus máquinas: lanzaba besos a todos los rostros que miraba mientras nosotros, con la boca abierta, sentíamos que un gol nos rozaba las mejillas. Frente al edificio de la gobernación, la máquina se detuvo y nuestro ídolo echó un discurso en el que dijo que se sentía cansado por el viaje pero esa tarde iría, en calidad de observador, al estadio para ver el partido. Todos gritamos, aplaudimos y hasta lloramos de emoción”.

El vendedor de salchichón gritó un pregón que fue acallado unánimemente por la muchedumbre de los admiradores del Tuerto Martínez, que lucía sublime.

“Por un afortunado milagro del cielo —eso llegamos a creer—”, dijo el Tuerto Martínez con cara de fastidio y a todos nos pareció como que el cuento estaba terminando y nos iba a tocar volver a la asamblea, lo cual nos puso un poco tristes, “el entrenador no había hecho todavía uno de los cambios reglamentarios cuando corría el minuto cuarenta y cuatro del segundo tiempo y perdíamos un gol por cero. Entonces el árbitro pitó un tiro de esquina a favor del Deportes Tolima y nosotros recordamos, en un coro silencioso pero tan unánime que se escuchó en varios países a la redonda, que nuestro centro delantero era tan buen cabeceador que si le colocaban el balón en el punto preciso era gol seguro. Pero no teníamos un buen cobrador de tiros de esquina. Entonces la esperanza, que es el capital de los pobres, se mezcló con el aire y todo el estadio, la ciudad, el país, el planeta, todo lo que tenía voz y voto en el canasto universal de la ilusión, gritó Pajarito, Pajarito, Pajaritoooo, pero nada sucedió. El tiempo se detuvo. El mar se abrió y por el camino que se formó entre las dos moles de agua pasó un cabizbajo ejército de signos de interrogación armado de dudas. Entonces el estadio entero, lleno de coraje, volvió a gritar un infinito Pajarito hasta que, en el palco presidencial, Pajarito Lagos, que miraba el partido junto a los prohombres de la ciudad, se levantó, sacó un maletín que había puesto debajo del asiento, se quitó la ropa de calle y se vistió con el glorioso uniforme vinotinto y oro —la pantaloneta le quedaba un poco apretada—, hizo una venia que el entrenador, abajo, entendió, y autorizado por la historia descendió hacia la cancha. Parecía que la mirada de dios se fijaba por fin en nosotros”.

Aquí hubo una pausa para que el Tuerto Martínez bebiera un poco de agua. Algunos estudiantes se limpiaron el océano de sudor que la emoción había escrito en sus frentes. El vendedor de salchichón gritó un pregón que fue acallado unánimemente por la muchedumbre de los admiradores del Tuerto Martínez, que lucía sublime. Pasó el avión de las once de la mañana, y alguien dice que desde un asiento de primera clase un pasajero gritó Tuerto, Tuerto, Tuertooo. Abajo, en tierra, el relato continuó:

“Pajarito Lagos entró a la cancha, fue hasta la esquina, colocó el balón, nos miró y se dispuso a llevarnos al cielo. El árbitro pitó, nuestro inmortal tomó carrera y chutó con tan mala fortuna (“no hay suerte pal hombre honrao”) que no tocó el balón: le dio la patada al banderín y cayó al piso en medio de un charco de sangre y un alarido desgarrador. Tuvo diecisiete fracturas en la pierna, desde la ingle hasta el tobillo, y estuvo cuatro meses hospitalizado en la clínica Minerva. En lo que concierne a nuestra desgracia, larga como un tren, ese partido también lo perdimos”.

“Fue tanta nuestra indignación que mientras ese infeliz ídolo de barro duró hospitalizado, tramitamos una demanda penal por estafa contra los intereses económicos y morales de la sociedad, de tal suerte que al dejar la clínica el miserable del Pajarito Lagos tuvo que pagar un año de cárcel”, dijo el tuerto Martínez con rabia, a media voz y con la boca más torcida que nunca. En ese momento la cuenca del ojo hueco se le llenó de lágrimas color vinotinto y amarillo como el uniforme del Deportes Tolima, aseguró alguien después, al revivir este recuerdo.

“Cuando salió libre”, anotó el tuerto Martínez bajando el volumen, como si se fuera alejando y nos legara el eco, “Pajarito Lagos regresó a Argentina sin que la máquina del cuerpo de bomberos lo llevara al terminal de los buses (los de la aerolínea se negaron a transportarlo); iba solo (arrastraba la maleta, dijo alguien que lo vio pasar vestido de tristeza), sí, solo como el centro de la tierra, porque nadie fue a despedirlo ni le agradeció lanzándole los besos que merecería si hubiera triunfado con nosotros”.

Amílcar Bernal
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