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Tarde de lluvia

sábado 3 de diciembre de 2016
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Llovía, desesperadamente. Caían cantos de un cielo negro que rugía estrepitosamente. El ruido era ensordecedor. La calle, agotada de tanta agua, estaba desierta. Yo no llevaba paraguas, ya que antes de salir de casa el sol lucía de manera cegadora. Tenía una cita, que acababa de ser anulada mediante un escueto mensaje en el móvil: “Lo siento, lo dejamos para otro día. Te llamo”.

Me cobijé debajo de un portal durante una larga y eterna hora. El agua descendía cada vez con más rabia, chocaba contra el suelo como castigándolo. Las gotas de lluvia parecían cuchillos afilados. Me daba miedo salir y que se me clavara una. ¿Qué estará pasando por ahí arriba, para que se desencadenara una tormenta así?, pensé.

Ha pasado ya una década de aquella tarde de lluvia.

Desde mi refugio podía ver la panorámica de los edificios, las luces de las ventanas, a la gente resguardada en su casa, tranquila. Apenas pasaban coches. Estaba completamente empapada y tenía frío. Comencé a tiritar. “Deja pensar y actúa”, me dije. La lluvia no tenía intención de cesar. “Actúa, actúa…”, me repetí para mí misma, y entonces empecé a correr, sorteando la impetuosidad de la tormenta como podía. Me metí en el primer bar abierto que vi.

Me quedé quieta en la entrada, observándolo todo. No sabía qué hacer, hacia dónde dirigirme. Desde la barra, un hombre bastante alto, robusto, de unos cincuenta años, de labios densos y bigote cuidado, me escudriñaba con interés. Yo seguía quieta. Levanté primero una pierna, luego la otra. Sí, me podía mover, no me había quedado pegada. El hombre, tras la barra del bar, seguía estudiándome con unos ojos de un azul muy intenso, casi eléctrico. Cada vez que fijaba en mí su mirada me volcaba un pedazo de mar encima. Si en esos momentos hubiera sobrevolado una gaviota por encima de su afeitada cabeza, me hubiera sentado a escuchar el murmullo de las olas al chocar entre sí. Con una voz suave, que no se correspondía con su envergadura corporal, se dirigió a mí:

—¡Menuda lluvia! ¡Le ha caído la mitad a usted encima!

—Sí —asentí resignada.

—Pase, pase y séquese, se va a enfriar. En el lavabo tiene usted un secador.

Eso hice: pasé y me sequé.

—¿Me pone un café con leche bien calentito, por favor? —pedí nada más haberme secado.

—Enseguida. Siéntese, que ahora se lo llevo a su mesa.

—Gracias.

Apenas me había fijado en el interior del bar. Eché un rápido vistazo; la decoración era realmente acogedora. Se trataba de una sala bastante amplia, en la que predominaban el blanco y el verde. En blanco, los sillones; en verde las mesas. Se asemejaba a un salón de cualquier casa. De una de las paredes colgaba una exposición de fotografías, y en la misma pared, justo encima de las mesas, podíamos ver imitaciones de famosos cuadros de arte contemporáneo.

La luz, perfectamente distribuida por toda la sala, completaba ese ambiente familiar. En una de las esquinas descansaba un espléndido piano, y a su lado, un pequeño escenario. Como sonámbula me dirigí hacia el piano. Me senté y me puse a tocar. Unos aplausos me hicieron reaccionar.

—Ha parado de llover —me dijo esa voz que era suave como la seda.

Me giré, lo vi y me enamoré al instante. Sin mediar palabras —no hacían falta—, se acercó y me besó.

Ha pasado ya una década de aquella tarde de lluvia. Todos los años celebramos nuestro aniversario en su bar, llueva o no.

Javier Úbeda Ibáñez
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