Aburrimiento
—Doctor, ¿usted no se aburre?
—Explíquese (frunce el ceño y se acomoda en la silla).
—Sí, aburrirse de hacer lo que hace todos los días. Lo que tenemos que hacer de manera repetida, automática.
—A mí me gusta limpiar azulejos cada tres días (sonríe).
—Lo sé, pero no hablo de esa repetición. Hablo de su trabajo. ¿No se aburre de las mujeres?
El mundo real es una mierda, es indiferente, es un espacio donde nadie habla con nadie, es la indiferencia, es el vacío.
—No me gusta hacia dónde va esto.
—Relájese. Ayer estaba releyendo Estrella distante y pensaba que a Bolaño no le gustaban las historias de amor…
—Hay una historia de amor, complicada, pero la hay en 2666. ¿A qué viene su sentimentalismo, Maestro? Usted está viejo para eso.
—Para todo.
—No me diga que se siente vacío, que quiere una familia y mascotas, que necesita de tres créditos para sentirse vivo. Maestro, su corazón no aguanta tanto.
—No es sentimentalismo, Doctor. Es solo que… ¿Para qué nos llenamos con tanta literatura si al final nuestras vidas siguen siendo las mismas de siempre? ¿O usted cree que su vida es diferente después de un par de premios y publicaciones y lecturas hechas? (tose).
—¿Usted no, Maestro? No le voy a decir que mi vida ha cambiado radicalmente, ni que ahora lo veo todo “con otros ojos” ni ninguna de esas frases de cajón de sus amigos los Invertebrados…
—No son mis amigos…
—…ni mucho menos que ahora soy una mejor persona. Nada de eso. Sus amigos (se sienta en el sillón, acaricia su barbilla, mira hacia otro lado), bueno, sus conocidos creen que serán recordados, porque eso es lo que quieren. A mí no me interesa nada de eso. A mí la literatura me divierte y me da temas para hablar mierda en nuestros talleres y para conquistar una que otra chica que vale la pena…
—¿Chica? Doctor, ¿qué es esto? ¿Una película de los ochenta?
—Una mujer que valga la pena.
—¿Qué vale la pena para usted, Doctor? (Se asoma a la ventana. Llueve).
—Hace una semana conocí a A. No, Maestro, usted no sabe nada de ella, y vea que es diferente de todas las demás. Primero, no está loca ni tiene problemas con el padre. Tiene un trabajo normal, es economista, gana muy bien, y le gusta salir a bailar los viernes. La conocí en mis clases de natación. Llevaba a Saramago en la mano. Le pregunté si había leído Manual de pintura y caligrafía y me dijo que prefería La balsa de piedra. A la siguiente semana le dije que deberíamos vivir juntos pues ella tampoco tenía relación alguna y estaba aburrida de vivir con su hermano y su madre. Mañana me voy a ver con ella para comprar utensilios de la cocina. Para mí, Maestro, esto vale la pena.
—(Se retira de la ventana. Camina hacia la puerta. No abre) No le creo. Su historia es una puta mentira, como esta y todas las historias que nos contamos. Eso no sucede en la realidad. El mundo real es una mierda, es indiferente, es un espacio donde nadie habla con nadie, es la indiferencia, es el vacío. Ahora yo le cuento cómo terminé charlando con un zombi. Hace tres días tenía que encontrarme con M. Me subí al Trasmi y en la puerta un zombi enorme de ojos verdes. Se me queda mirando fijamente y su sonrisa a medio desdentar me pregunta que cuánto llevo con el cabello largo. Me quedé en silencio unos segundos y traté de imaginar todos los escenarios posibles de la situación. Menos mal en ninguno me vi apuñalado. Le dije que dos años. Me contó a medias que él lo había tenido muy largo pero que se lo habían cortado en la cárcel. Parecía recién trasquilado, de ahí que supuse que esa historia era reciente. Luego hizo una digresión sobre el cuidado del cabello y la dedicación y que uno debería hacer lo que le gusta. Se bajó en San Victorino y me despedí de él diciéndole “juicio”. Doctor, no sé si esto vale la pena pero esto es lo que pasa en mi vida. No como sus historias de películas romanticonas. (Camina hacia el comedor. Se sienta).
—Ya entiendo, Maestro. Su problema no es con lo que vale la pena, sino con la verdad. ¿Usted cree que me invento lo que vivo?
—No, y eso me emputa aún más.
—¿Por qué? (Mira atentamente).
—(Gesticula como si fuera a sufrir un ataque) ¡Porque así no es la vida! La vida es patética, es displicente, es monotemática, monocromática, monofónica. La última persona que conocí que valía la pena apenas me dirige la palabra. No sé nada de su vida, no sé qué le gusta leer, no sé si duerme de lado o boca abajo, no sé si prefiere colador de plástico o de metal, no sé si es creyente o atea, no sé si alguna vez se ha depilado el pubis (Se queda pensando un momento. Continúa gesticulando), no sé si prefiere las verduras a la carne, no sé si prefiere el cine a la música, no sé si prefiere el dulce a lo amargo. ¡Y la conozco hace dos años! Usted en una semana ya sabe qué piensa A. No me venga a mí con esas historias edificantes, Doctor, no a mí, no a alguien que está cansado de existir, no señor.
—(Sonríe) Maestro, su problema no es conmigo, como siempre. Es con la literatura.
—Explíquese.
—Recuerdo sus primeras historias, las escritas, no las contadas. Eran muy aburridoras, de adolescentes lesbianas que tomaban las armas y terminaban en medio de una balacera por el amor de sus vidas. No, Maestro, eran muy malas historias. Cuando le sugerí que fuera sincero, que lo fuéramos con nuestra escritura, usted tuvo un momento de epifanía en que escribió como poseído y donde tuvo su mejor momento creativo. Pero ahora usted está es angustiado porque no sabe de qué escribir. Me contó que está leyendo a Rubem Fonseca y a Margarita García Robayo. Siga leyendo, Maestro, y siga encontrándose en la literatura, porque usted lo sabe muy bien pero su jodida memoria es molesta: la literatura no sirve para nada. Piénselo un momento detenidamente. Usted y yo en este momento en mi apartamento desordenado por el trasteo reciente. Yo hablando con A por whatsapp y usted mirando los cerros orientales. ¿Cree en verdad que este momento merece ser contado? No me responda. Mejor agarre sus cosas y vaya para su casa y lo medita mientras sigue leyendo, Maestro. No todo tiene que ser una historia.
Jardineras vacías
Antes de comenzar esta corta disquisición le recuerdo, Doctor, que los golpes en la puerta se hacen cada vez más intensos y que usted fue el que decidió dejarme acá, en el encierro de mi apestoso apartamento, porque tenía que ir a prepararle la cena a una de sus salinidades. No importa, nunca serán reclamos, usted y yo no somos nada.
Imaginé que esa curiosidad lo habitaba desde hace ya un buen tiempo, para ser más exactos desde 2013, el origen de todo lo que acá se discutirá. ¿Que qué hago yo? Perdone la respuesta tan escueta que le voy a dar, pero con la honestidad que usted me enseñó le digo: nada. Tal vez soy un ave carroñera de cuerpos núbiles, de pieles aparentemente tensas y tersas, pero no se deje engañar por la puerilidad, Doctor. Esos cuerpos están prohibidos, incluso para mí. No han sido muchas, no me difame, no piense de más, que han sido unas pocas las que han pasado por mis cobijas endurecidas por los orgasmos ajenos. Y no he tenido que hacer nada, excepto decir lo que quieren escuchar. Ese es el secreto. ¿Recuerda que alguna vez le conté que pasé por su alma mater y estudié una de las humanidades menos humanas y más científicas? Bueno, esos conocimientos, de apenas cinco semestres, me han servido para desnudar sin quitar la ropa, para luego quitarla y retozar. Se estará preguntando, así como yo lo hago ahora, por qué hago eso, y sobre todo para qué. En serio, Doctor, no lo sé. Son apenas impulsos que me surgen, es la gana, la puta gana de ir en contra del mundo. No gano nada con ello, ya se habrá dado cuenta. Ahora afuera escucho que me amenazan. No es la primera vez pero puede que sea la última.
Cuando usted tenga mi edad y yo tenga genuinos deseos de acabar con la mía, usted será deseado por jovencitas con jardineras tres centímetros arriba de las rodillas y con cerebros vacíos.
Lo que sí le puedo decir es que me he metido debajo de esas faldas por puro morbo, por saber qué hay debajo, pero sobre todo adentro. ¿Sabe qué he encontrado en mi estudio antropológico? De nuevo, Doctor, perdone: nada. Adentro de esas cabezas elevadas e inquietas no hay nada. No hay deseos, no hay intereses, no hay conocimientos, no hay pasiones. Son espejos cóncavos que lo que hacen es refractar los deseos que yo les instalo en sus cuerpos. Dentro de ellas lo que veo es mi propio reflejo aumentado y deforme. Por eso nada perdura. Por eso renuncié a las jardineras y a los cuerpecitos lacerados por la moda de sufrir, porque a esa edad, Doctor, sufrir es un pasatiempo.
Otra cosa que he descubierto, y tal vez usted también la sepa pero prefiere hacerse de oídos sordos, es que esos pequeños cuerpos, que no lo son tanto en dimensiones como sí en posibilidades, es que saben a lo mismo que esos cuerpos que usted prueba en sus bacanales culinarias. Claro, usted, como todo un Doctor que es, busca el néctar del intelecto, de la confianza, de la autodeterminación. Usted sabe que yo no sé de propiedades. Usted es potentado de su existencia, de esos cuerpos que macera, de esas comidas que engulle. Yo no, Doctor. ¿Por qué ha olvidado eso? ¿Acaso porque en un punto nos dijimos que nos parecíamos o que podríamos ser el mismo? No se equivoque, y digo esto con el respeto que le tengo, pero usted y yo no nos parecemos. De ahí el camino hacia su última inquietud.
Cuando usted tenga mi edad y yo tenga genuinos deseos de acabar con la mía, usted será deseado por jovencitas con jardineras tres centímetros arriba de las rodillas y con cerebros vacíos que le intentarán endulzar el oído con lo que usted quiere escuchar: que saben de artes y lenguaje y literatura y que son reprobadas en cálculo y disciplina. Y cuando usted escuche esas palabras meterá la mano y querrá recordar algo que nunca ha olvidado porque nunca ha estado en usted, pues nunca le ha interesado, pero la curiosidad, ese veneno que va pudriendo desde las entrañas hacia la piel, lo inundará y en ese momento pensará en mí, o yo en usted, y sentirá eso que acá no le he podido decir. Usted, por voluntad de su eterna juventud, se puede dar el lujo de rechazar los escarceos de esos cuerpecitos, pues he visto cómo las jovencitas se le arrojan encima, pero ahí usted se comporta como yo, como un viejo rancio, cansado y enfadado. Lo que nos diferencia es que yo nunca he dicho que no. Usted se lo repite como un mantra.
Doctor, a su edad eso era para mí tan importante que me había obsesionado por ello, parecer un jovencito como usted. Claro, con las diferencias abismales que tenemos. Cuánto me preocupaba por estar decente, presentable, desnudable. Cuánto me inquietaba no poder tener cuatro horas de erección continuas. Cómo me angustiaba cuando sólo podía alcanzar dos polvos. ¿Sabe para qué me sirvieron todas esas angustias? Sí, Doctor. Para nada. El tiempo es inexorable, y ya me lo ha escuchado decir hasta la saciedad, pero lo es. Lo único que hice fue comprenderme, en relación con la mirada de los demás. He sido vanidoso como usted, porque sus impulsos de practicar cuanto deporte de bajo impacto pero de mucha exigencia me ponen en su situación y entiendo que usted quiere conservar su bien más preciado: la eterna juventud. Usted es Dorian Gray. El otro secreto es que no parecía viejo. Yo fui igual de vanidoso por la misma razón pero con diferente fin del suyo. A las pubertas les gustan maduros, pero no tanto. Yo daba ese gusto. Hoy ya no. Hoy soy apenas un profesor, que con ese título a cuestas soy visto más como bufón de cortes decadentes, que brinca por el dinero mientras quienes me observan ríen y se sienten amos del universo. Usted es un romántico; yo, un perverso.
¿Cree usted, Doctor, que uno llega a ser así por contingencias? ¿No ha pensado que lo que usted ha escuchado de mí es porque así lo he querido? Recuerdo a la chica del escarabajo rojo, la primera salinidad que le conocí y con quien pude departir unos cuantos momentos. Yo la miraba, lo miraba a usted, parecían madre e hijo. Un hijo brillante, sobresaliente, divertido, ingenioso, siempre con el apunte adecuado, y muy muy follable. Creo que usted es tan perverso como yo, pero usted todo lo niega, o mejor, lo encubre con el halo de la propiedad. Usted necesita apartamentos propios y carros propios y mujeres que ya son propiedad de otros. Usted sí puede ser el de aquella canción que usted me ha compartido. Usted llorará mientras que lo que yo haré es masturbarme o refugiarme en las pocas entrepiernas que aún me acogen. Yo le dije, Doctor, pero usted ya no me escucha. Mis sensibilidades son otras.
Deje de rezongar del alcohol y más bien acépteme las cervezas que tengo enfriando. Vea que desde hace un rato nadie grita afuera ni nadie le pega a la puerta.
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