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La última cena con Laura

jueves 13 de abril de 2017
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I

También estaba la opción de no hacer nada, la arriesgada opción de no hacer nada. Con esa elección, todo el respeto, ganado en décadas, sería basura del pasado, y en su reemplazo conseguiríamos murmullos de desaprobación o, peor aún, la impresión de ser una manga de cobardes. Mi abuelo, hombre callado y de acción, repudiaría con desprecio tal proceder, sin hablar, sólo emitiendo un leve soplido desde su nariz carnosa y con pelos.

Nuestra hermana, Laura, nos miró con más resignación que sorpresa; nuestro cuñado con más naturalidad que miedo. Nos estaba esperando.

Por eso lo hicimos a la antigua, como parte de los ritos folklóricos de la familia, que marcan y limitan el camino a seguir.

Mi hermano, Lucas, es el más sanguíneo, por no decir sanguinario. A pesar de esta afirmación, que lleva una vida de vigencia y práctica, fui yo mismo quien propuso la solución. El resto de los hombres de la familia asintieron con la cabeza, en silencio.

El abuelo estaría de acuerdo, y hasta me animo a decir orgulloso, si una noche no lo hubieran hecho entrar al silencio saldando así las muertes que llevaba adeudadas.

 

II

A la hora y fecha premeditada esperábamos en su casa, con Lucas, a nuestro cuñado. La oscuridad reinaba en la calle y en su living, donde sentimos el ruido de la llave en el orificio de la cerradura. Nos pusimos en posición de ataque, como dos felinos hambrientos, pero no desesperados. Mi cuñado prendió la luz y, para nuestra sorpresa, venía acompañado de nuestra hermana, prendida de su brazo en jarra.

Aunque esta situación complicara el trabajo, éste debía realizarse a como dé lugar. No cabía en nuestras cabezas la mínima intención de postergar el asunto.

Nuestra hermana, Laura, nos miró con más resignación que sorpresa; nuestro cuñado con más naturalidad que miedo. Nos estaba esperando. Él formó parte del negocio familiar, sabía cómo se procedía ante cada altercado.

Supongo que la muerte disfruta llegar con sigilo. Pero muchas veces está sobreanunciada.

Laura preguntó que estábamos haciendo y, sin esperar que abramos la boca, nos invitó a comer. La pregunta fue involuntaria, por eso entendió lo ridículo de una respuesta. Ya sabía por qué estábamos ahí. Los cuatro éramos conscientes de que esto iba a pasar, pero sería una falta de respeto hacerlo frente a Laura.

 

III

Ella estaba en la cocina preparando unos tallarines con tuco, nosotros tres, en la mesa. Las conversaciones tenían como punto nodal a Laura, ella hacía preguntas y realizaba comentarios. Nosotros nos limitábamos a responder. Si fuera por nuestra voluntad no hubiéramos dicho palabra, pero la cortesía, en especial con la familia, era uno de los puntos que recalcaba el abuelo, nuestro adoctrinador.

Me sentaba al lado de Lucas y frente a nuestro cuñado. No expresábamos enojo, sólo seriedad. Teníamos la frente inclinada hacia adelante, dando como resultado un semblante sombrío.

Papá siempre decía que la piedad es cosa de religiosos, que como buenos cristianos nos limitáramos a trabajar, ser corteses con el prójimo y asistir semanalmente a la iglesia. Los miembros del negocio, es decir, los miembros de la familia, siempre nos sentábamos en los bancos del ala derecha de la capilla, porque era el lugar predilecto de la abuela, y en su memoria no incumplimos la costumbre.

En la cena predominó el silencio, interrumpido pocas veces por Laura, que hablaba sobre la estética del auto que iba a comprar papá y sus deseos de ir al campo en familia estas vacaciones de verano.

Laura besó largamente la mejilla derecha de su marido mientras, con la mano, acariciaba su hombro izquierdo. Aún no comprendo el verdadero significado de ese beso.

A mi cuñado le temblaba la mano con la que sostenía el tenedor, la derecha, no sé si por temor a lo próximo o por controlar una ira que no demostraba. Con la izquierda agarraba un pedazo de pan con el que limpió el tuco del plato. Esas manos de suciedad eterna por el dinero ganado a traición, bajo el desenfreno de una lengua mercenaria.

La fuente vacía, los estómagos llenos y el apetito saciado. Me relajé echando el cuerpo hacia atrás, sobre el espaldar de la silla. Mi hermano estaba más tenso, le costó terminar la comida del plato.

Un foco titilaba en el pasillo. Laura comentó al aire la necesidad de cambiarlo. Mi cuñado no respondió, estaba ensimismado, con el dedo índice recorría los bordes de las flores del mantel.

Laura ofreció café. Yo accedí a tomar uno negro y cortito.

—Para hacer la digestión —me excusé con Lucas, que me arrojó sus ojos reprochadores.

—No tengo más azúcar, voy a buscar a lo de la vecina —dijo mi hermana.

Laura besó largamente la mejilla derecha de su marido mientras, con la mano, acariciaba su hombro izquierdo. Aún no comprendo el verdadero significado de ese beso. Entre las interpretaciones que se me ocurren está la de un beso de despedida o una señal para nosotros. Puedo incluir una tercera, un gesto de cotidianidad, como si la rutina aún no se diera por entendida de lo que sucedía.

Luego del beso, tanto Laura como mi cuñado me miraron: él con aires de tristeza, ella con cierto disgusto. No obstante, luego del episodio nunca nos mostró señal de reproche.

 

IV

Laura salió de la casa cerrando con fuerza la puerta de entrada.

—Perdonen, muchachos. Sólo quería una última cena al lado de Laura —dijo mi cuñado cuando estábamos los tres solos.

—Entendemos —contestó por los dos mi hermano Lucas.

No recuerdo si la primera cuchillada la dio Lucas o yo, pero le clavamos más de diez. Primero fue el brillante metal; luego, el dolor mudo; finalmente, el caro perdón. No puedo decir lo mismo de mi hermano.

Una vez muerto, Lucas le abrió la boca, le cortó la lengua, sacó una bolsa de nylon del bolsillo, colocó adentro la lengua, que aún estaba tibia, cerró la bolsa con un nudo doble, la apretó para sacar el aire que la inflaba como un pequeño globo y se la volvió a guardar en el pantalón. Parecía una acción premeditada desde que se enteró de la traición; mi hermano no improvisa en el trabajo.

—La voy a embalsamar y dejar en el escritorio, por si se me ocurre volver a confiar en alguien —me comentó después, dolido.

Emanuel Méndez
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