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Cuestiones principescas

sábado 22 de abril de 2017
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El flaco se sentaba cruzando las piernas, a lo hombre gentil. Puerilmente pensaba que cruzar las piernas era afeminado: lo seguí pensando, hasta que lo conocí. Derrochaba elegancia, cuasi soberbia. Suficiencia, confianza: “autoestima”, le dicen los letrados. Leía el diario de pe a pa, salvo la zafia sección de espectáculos. Tomaba su café, en pocillo. Yo lo miraba.

Comentaban que era un trastornado: loco lindo, decía yo. Una vez que terminaba, llamaba al mozo, el veterano José, con un chiflido. “¡Ni sé chiflar, cuánto me falta!”, pensaba. Por supuesto, con este menester no perdía la forma.

Tendría setenta, setenta y cinco años el flaco. Me cuenta Mario, el dueño del café, que hace más o menos tres décadas que concurre todos los martes y jueves a la misma hora, temprano en la mañana. Se sienta, pide un café, lee el diario. A la media hora termina y se va.

El flaco es un personaje inmemorial del Café Matriz, el típico a quien la mitad de los clientes saluda. Yo mismo lo saludaba, desde que Mario me lo presentó.

De parsimoniosos modales, de delicadas maneras. No deja de ser viril: más de una vez se peleó con uno. Que el café está frío, que largue de una vez el diario. Tiene su carácter el flaco. “Ni pa’ putear tutea”, se ríe José.

De traje viste, engominado para atrás, como antaño. Alza el pocillo con el menique estiradito, de cotelé. Da a entender que nunca perdió un partido.

El flaco es un personaje inmemorial del Café Matriz, el típico a quien la mitad de los clientes saluda. Yo mismo lo saludaba, desde que Mario me lo presentó, hará dos, dos años y medio. No obstante, por tener pingüe diferencia de edad (yo andaba por la treintena), nunca me animé a charlarlo. Y eso que el flaco era accesible, a pesar de toda su magnificencia. De vez en cuando se quedaba un rato más, intercambiando opiniones con las gentes: hablaba de fútbol, de política, de religión. Pero nunca tuve el brío.

En temas políticos y religiosos, sobre todo, el flaco era un perito. Hace poco la cuestión fue la democracia. Era por demás conocido que votaba anulado, apostrofaba al sistema: “No gobiernan esos títeres, gobiernan los de arriba: el usurero, el plutócrata”. Yo, que tenía mis lecturas, compartía plenamente.

“Aristóteles escribió que la finalidad de las leyes y de los gobiernos es el interés general (aunque a mí me gusta más la expresión ‘bien común’, menos secular); cuando dicha finalidad es violentada, y se satisfacen intereses particulares, las leyes y los gobiernos degeneran”.

“Siguiéndolo, propiamente estamos en una oligarquía: aquella en la que gobiernan unos pocos, los ricos, con el objeto de satisfacer sus requerimientos”.

“Las elecciones y los gobernantes son máscaras que ocultan las verdaderas jerarquías”.

“Les ofrecen a los ciudadanos derechos purulentos, ególatras, que no harán sino anestesiarlos y alienarlos, mientras que las elites se reparten el botín, les chupan la sangre cual parásitos que son”.

El flaco daba cátedra y el resto, a lo sumo, interrogaba. Era un autodidacta, al estilo del intelectual de café.

Al rato, Gastón, otro asiduo, preguntó si la democracia le parecía bellaca, sin más. ¡Bah! Ya estaba terminando mi cortado y la conversación (o la exposición, mejor dicho) recién comenzaba.

“Mire, creo que el sistema actual es intrínsecamente malo, sí. Figúrese sus raíces protestantes y liberales: de allí no puede salir nada bueno. Pero que el pueblo intervenga en las decisiones de poder no me parece malicioso, al contrario: si hubo una época cuando el llano tomaba las riendas fue la Edad Media; y, para un católico, ésta debe ser referencial”.

Argumento notable, maquiné. Gastón también pareció conforme. Mientras, las gentes desayunaban, leían, salían y entraban: eran sólo cuatro o cinco en la mesa del flaco, más Mario que cuando podía se acercaba y yo que, cual una estatua, escuchaba sus elucubraciones —con menos disimulo del que me hubiera gustado.

Por las mañanas, el Café Matriz era un embeleso. Se trataba del único café de Montevideo que se preciaba de tal, ora por la calidad del servicio, ora por la arquitectura y la presentación del lugar. Estaba erigido en una casa antigua excelentemente conservada; conformaban las paredes maderas de calidad, decoradas con diarios y artefactos de época. La atmósfera matinal, descansada y tibia, acompañaba a la perfección.

Eran esas —cavilé— cuestiones principescas (no de príncipes, sino de principios) que siempre están al borde del capricho.

Al tiempo que terminaba definitivamente mi aperitivo, el flaco despotricaba contra los bancos:

“¿No ve que ahora insisten con el dinero electrónico? Es un gran negociado. Hasta las universidades se alían con ellos. Un banco español, si no me equivoco, arregló con un par de facultades privadas. Obligan a los alumnos a sacar tarjetas. Es nefando”.

“Yo no uso los bancos salvo ‘por necesidad’, como decía Martín Fierro. Hay veces que uno no tiene otra opción que pagar allí sus cuentas”.

Eran esas —cavilé— cuestiones principescas (no de príncipes, sino de principios) que siempre están al borde del capricho. Quizás fuesen el punto débil de mi querido flaco… ¿No sería, en el fondo, un caprichoso?

Entonces, súbitamente, empujado por una ráfaga de gallardía, me paré y le tiré:

—Flaco, no me digas que tampoco tomás Coca-Cola.

El flaco, que sabía que lo estaba escuchando, me miró saturnino, y chuscamente largó:

—Mire… tampoco soy imbécil.

Bruno Acosta Pastore
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